Nuevo Socialismo del siglo XXI y prácticas contra-hegemónicas

A partir del reconocimiento del fracaso de las interpretaciones burocrático-autoritarias del “marxismo”, el clima de renovación socialista ha planteado nuevos conceptos frente a un lenguaje fosilizado, que no va más allá de rituales de consagración de las fórmulas del “materialismo dialéctico” y “materialismo histórico”, instituidas por el dogmatismo estalinista. Junto con la apertura a las elaboraciones de la teoría política de la democracia participativa, de los estudios subalternos, de la teoría crítica post-moderna, del neo-marxismo, las propuestas epistemológicas descolonizadores, la renovación de los estudios sobre la dependencia, la filosofía de la praxis y los enfoques contra-hegemónicos, es posible fecundar un campo plural de ideas-fuerza alineadas con el horizonte de emancipación, alteridad, solidaridad, justicia social y cultural. Teóricamente, hay argumentos concluyentes sobre el fin del ciclo histórico, teórico, ético-cultural y político del socialismo burocrático del siglo XX.

El nuevo socialismo del siglo XXI surge precisamente de la fecundación de nuevos horizonte teóricos y la emergencia de prácticas humanas de transformación revolucionaria de las condiciones histórico-culturales. Entre las nuevas formas de comprender e interpretar la producción político-cultural de la resistencia anticapitalista esta el de “prácticas contra-hegemónicas”, constituyéndose en una trama de discursos y acciones orientados a romper con la función de mando e influencia hegemónica del capitalismo y sus formas político-institucionales de regulación.

Su genealogía apunta a las elaboraciones de Lenin y Gramsci, pero apunta a un mas allá de Gramsci, un mas allá que postula, el espacio de una ruptura con la separación histórica entre gobernantes y gobernados, dominantes y dominados, dirigentes y dirigidos. El concepto es análogo a lo que la filosofía de la liberación descolonizadora de Enrique Dussel ha denominado el “poder obediencial”, o lo que se ha traducido en el lenguaje nacional-popular-emancipador como “mandar-obedeciendo”, la práctica política y ético-cultural como servicio, como solidaridad y responsabilidad en la esfera pública, y no como reproducción de la función de dominio sobre otros seres humanos y en contra la biodiversidad.

Desde mediados de los años noventa, los movimientos alter-mundistas de resistencia e insurgencia, como los ha denominado la economista venezolana Judith Valencia, han tomado la iniciativa de responder y proyectar alternativas al sistema económico, político y cultural dominante desde posiciones y modos de lucha muy diferentes a los de los partidos de izquierda surgidos tras la escisión entre el ala socialdemócrata y el ala bolchevique. Partiendo de una reelaboración de las estrategias de los movimientos antisistema que abrieron el ciclo post-68, los movimientos de resistencia e insurgencia global, se hicieron palpables en las revueltas de Seattle contra las reuniones de la Organización Mundial de Comercio de 1999, para continuarse en Londres, Génova, Praga y Barcelona en los años sucesivos, siempre en respuesta y protesta ante las manifestaciones más visibles del poder económico, político, cultural y militar global.

Así mismo, estas acciones han catalizado otros modos de articulación política no estrictamente vinculados a la protesta en la calle, como el llamado Foro Social Mundial, el cual se reunió por primera vez en Porto Alegre (Brasil) en 2001. Nuevas formas de subjetividad personal y grupal, la identificación de producción cultural y lucha política en estos movimientos, la experimentación creativa en el uso de medios alternativos, de usos alternativos de tecnologías de difusión e información, y nuevas mediaciones comunicacionales, han facilitado la rápida absorción de estas actitudes dentro de ciertos sectores del debate estético, ético y sobre el pensamiento crítico en general, estimulando una reflexión radical acerca de los modos de producción y diseminación político-cultural.

En estos espacios cruzados ha aparecido el concepto de “contra-hegemonía”, para indicar la importancia de la lucha cultural-comunicativa en oposición al determinismo económico, y la compleja relación que se establece con la hegemonía política. La contra-hegemonía supone de por sí una atención preferente hacia la lucha ético-cultural, epistémica y teórica para abordar los plexos de sentido y significación que permiten la articulación y desarticulación del consentimiento activo y pasivo en el mundo social, la articulación del mundo de las evidencias, del llamado “doxa”, del sentido común legitimador y la sedimentación de la objetividad histórico-social, así como los procesos de influencia social en los cuales esta involucrada esta lucha.

La hegemonía ético-cultural responde, en efecto, a la manera como los dominadores ejecutan su poder simbólico sobre los dominados, en una lucha asimétrica donde el control cultural, semiótico y discursivo no es ajeno a las dinámicas convencionales con las cuales analizamos lo político y la política instituida. Esta lucha asimétrica, ha ido dando paso a la necesidad de plantear la lucha ético-cultural en términos contra-hegemónicos, en términos que cuestionan las mallas de dominio que funcionan como condiciones de posibilidad de la producción simbólica.

En este sentido, las prácticas contra-hegemónicas son prácticas de radicalización democrática, manifestando el carácter abierto y contingente de la vida social, así como la incapacidad de clausura definitiva de la hegemonía. Frente a aquellas voces y grupos que enfatizan lo instituido y lo institucionalizado como orden y jerarquía social, las prácticas contra-hegemónicas plantean el tema de la actividad humana, de la praxis, de lo instituyente en la construcción/transformación del orden social. Se trata de luchar contra los diversos rostros de la opresión social, en un movimiento instituyente de reversión de los principios jerárquicos, verticales y autoritarios en el saber, la política, la cultura y la economía. Tanto las organizaciones nominalmente privadas que concentran poder de decisión, como el aparato de estado generan tendencias hacia la oligarquízación del poder social, político y cultural. Frente estas tendencias de institucionalización y naturalización de los principios jerárquicos con su correspondiente violencia simbólica, las prácticas contra-hegemónicas son formas de resistencia e insurgencia para democratizar estructuras verticales de funcionamiento, dirección y decisión. Tanto el Estado capitalista como los espacios de poder de la “sociedad civil burguesa” (empresas, escuelas, medios de comunicación, familia patriarcal, iglesias y teologías de la servidumbre, instituciones racistas son adversarios de las prácticas contra-hegemónicas), así como las figuras del despotismo que predominaron en el colectivismo oligárquico, mejor conocido como socialismo burocrático, y en el totalitarismo.

Desde que Lenin introdujera con fuerza el concepto de hegemonía en la tradición de izquierda hasta la actualidad (referido al espacio de la política), pasando por la más elaborada definición realizada por Gramsci y retomada por los neo-gramscianos (quienes han sentado las bases para la comprensión de la coerción y el consenso simultáneamente), la reflexión crítica de la hegemonía ha querido explicar el por qué, el cómo y los modos de la dominación/subordinación.

La acuñación del término “hegemonía” fue realizada por Lenin en “Dos tácticas de la socialdemocracia” en la revolución democrática, en sintonía con la expansión de la ideología socialista y de la clase obrera como fuerza motora de cambio social. Lenin hace un uso estratégico de la hegemonía como dirección política. La clase obrera, de acuerdo con el concepto de vanguardia leninista, es el sujeto que ha de producir una sociedad nueva. Ahora bien, la solución de la lucha de clases no implica la mera imposición de la voluntad del proletariado sobre la clase dominante. El proletariado ha de ser capaz de relacionarse con otras clases y construir su propia forma de Estado, es decir, debe guiar a otros grupos y debe transformarse, para ello, en clase hegemónica. Lenin rechaza el determinismo económico, según el cual las contradicciones del capitalismo han de concluir en la dictadura del proletariado, aunque mantiene el papel predominante otorgado a la infraestructura (relaciones sociales de producción y fuerzas productivas). Así, el proletariado organizado como poder social y político ha de desempeñar un papel activo, debe dejar de ser producto del devenir económico y convertirse en agente del proceso de cambio social.

Antonio Gramsci (1891-1937) participa en un principio de la concepción leninista de hegemonía y profundiza en su estudio, extendiéndola a las clases tanto dominantes como dominadas. Su idea de hegemonía sigue siendo deudora del industrialismo y de la división de clases atendiendo a factores productivos. Para Gramsci la hegemonía está íntimamente unida a la adquisición o mantenimiento del poder, poniendo énfasis en la posibilidad de construir una hegemonía alternativa al sistema dominante existente que debe lograrse mediante el mayor consenso y articulación ideológica posible entre los distintos grupos. De este modo, la diversidad de intereses, demandas y aspiraciones que nacen en el terreno económico-corporativo se transforman en unidad ideológica, una vez que el proyecto aspira a establecerse en el poder y ser, de este modo, hegemónico.

El concepto de hegemonía gramsciano sitúa el debate revolucionario en el plano de la unidad orgánica de las infraestructuras y superestructuras en un bloque histórico rechazando, como Lenin, el determinismo económico del marxismo clásico. Gramsci, sobre todo en su “revolución contra el Capital” toma posición frente a la relectura marxista de la II Internacional que da por hecho que la revolución ha de llegar como consecuencia de las contradicciones inherentes a los ciclos del capital. La revolución se concebía de este modo como un producto automático y necesario en el que los actores son protagonistas pasivos del metabolismo capitalista. Frente a ello, Gramsci desplaza el eje revolucionario hacia las condiciones subjetivas, hacia las capacidades del constitución del sujeto requerido para modificar las estructuras y liderar el cambio social. El desplazamiento de énfasis de las estructura económico-sociales a las superestructuras reguladoras —al que no es ajeno la influencia de Maquiavelo y Groce— abre un nuevo espacio de lucha, el que afecta a la cultura y la política. La lucha de clases deja de ser una cuestión de control de los medios de producción y se expande hacia el campo cultural e ideológico, hacia un nuevo terreno, la llamada “sociedad civil”.

Lejos de planteamientos abstractos, Gramsci arraiga su análisis en la formación social concreta y a partir de ahí plantea las posibilidades de la revolución socialista. Por este motivo, rechaza la transposición del modelo leninista a la Europa occidental e incide en la distinción entre las sociedades civil y política. El Estado capitalista es precisamente el resultado de la intersección de ambas. La “sociedad civil” está configurada por organismos nominalmente “privados” y se caracteriza porque su dirección se realiza a través de modalidades de socialización e imposición/interiorización del consenso que no requieren del uso permanente de la coerción estatal, así como la construcción de modalidades de adhesión de las masas. Por su parte, la sociedad política se encarga de la dominación y la coerción que le permiten impulsar y llevar a cabo el marco legal. La clave reside en la dicotomía entre coerción y consenso y en sus múltiples combinaciones: un Estado que se base en exclusiva en la sociedad política se mantendrá únicamente a través de la coerción, mientras que un Estado que se apoye en el acuerdo de una sociedad civil fuerte reduce el grado de coerción política al basarse en la sedimentación histórica del consenso. Pero como ha dicho, Göran Therborn, la sedimentación de constelaciones ideológicas requiere de procesos de control social y de aparatos hegemónicos, que operan a través de matrices institucionales de afirmación y sanción, en un terreno ético-cultural en el cual se modela conjuntamente la microfísica del poder y la construcción de sentido y significación; es decir, los movimientos moleculares de reproducción/ transformación donde se instituyen permanentemente los diversos ordenes sociales.

La sociedad civil se perfila como un nuevo terreno en la lucha social y, al mismo tiempo, configura un espacio de construcción de subjetividades políticas. La constatación de este hecho afecta de manera determinante a las estrategias de lucha y a los objetivos revolucionarios: no se trata tanto de conquistar el poder del Estado como de construir una nueva hegemonía ético-cultural en el nivel de la sociedad civil. La hegemonía significa fundamentalmente conducir o guiar mediante la obtención del consenso social y de una reforma intelectual y moral, que implica una transformación de los que conocemos actualmente como el episteme o los paradigmas dominantes.

Gramsci rechaza la conquista del poder sin hegemonía, por lo que el proletariado debe ser clase hegemónica antes de alcanzar el poder. Gramsci hace visible esta dicotomía a través de la imagen del centauro de Maquiavelo, una criatura híbrida, mitad animal mitad humana, de manera que a la parte animal le corresponde la violencia y la autoridad —en manos de la sociedad política— y la parte humana representa el consenso, la civilización y la hegemonía. En otras palabras, el proceso revolucionario se redefine: ya no se pretende alcanzar exclusivamente la función de mando estatal, sino alcanzar la hegemonía. La conquista del poder esta condicionada por la conquista de la hegemonía. El campo de lucha es la transformación de la sociedad civil y las herramientas son fundamentalmente ético-culturales.

La contra-hegemonía, tal como la plantea Gramsci, supone la creación de una fuerza capaz de transformar las conciencias subjetivas y promover una reforma moral e intelectual que obtenga la aceptación de una cosmovisión político-social, mucho más expansiva e incluyente que la concepción dominante. El cambio se constituye a través de la clase obrera, pero no únicamente a través de ella. La hegemonía ha de ser expansiva, debe desarticular el consenso dominante y rearticular nuevos sentidos de orden alternativo-compartidos, logrando el mayor grado de consentimiento entre la población dentro del marco nacional. Se trata de modificar la dirección intelectual y moral, de generar nuevas corrientes de influencia, educación y persuasión puesto que la arena en la que se disputa la hegemonía es la de la sociedad civil, y no la de la sociedad política. La hegemonía lleva implícita una disposición hacia la apertura, hacia el debate y la polémica dialógica. Impulsar la transformación de valores e imaginarios dominantes no es un proceso de imposición o de dominación sino de dirección e influencia, no de coerción sino de consenso.

La puesta en práctica del proyecto de transformación en el terreno de la hegemonía/contra-hegemonía en el contexto occidental se consigue a través de la guerra de posiciones, ya que la revolución es un proceso de larga duración y los cambios en la sociedad civil se operan con lentitud. Des-sedimentar mentalidades, valores y hábitos históricamente arraigados es un proceso de reforma intelectual y moral, que remite a movimientos y corrientes que no se reducen a decisiones estatales. La contra-hegemonía se define como la diversidad de fuerzas que participan de un proyecto de articulación de consenso alternativo a aquel que detenta el poder económico, social y cultural. Este nuevo consenso nace del debate, de la puesta en escena de movimientos de la opinión pública política, de corrientes intelectuales, culturales y artísticas, de modificaciones en los modos de sentir y pensar, de rupturas de los conformismos intelectuales, de nuevas fuerzas-movimientos en la esfera pública. Se trata de una reforma intelectual y moral que requiere de la participación de una voluntad nacional-popular como intelectual colectivo, no de personalismos o cesarismos, de estilos que instrumentalizan a través de la “pequeña política” de estado, el tratamiento de los asuntos ético-culturales, asuntos que implican una lucha si, pero de razones, argumentos y nuevos valores para una nueva civilización que en fin, eleva a principio fundamental, un mayor grado de cooperación humana y liberación social.

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Javier Biardeau R.

Articulista de opinión. Sociología Política. Planificación del Desarrollo. Estudios Latinoamericanos. Desde la izquierda en favor del Poder constituyente y del Pensamiento Crítico

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