¿Cómo serán las próximas dictaduras en América Latina?

¿Cómo serán las próximas dictaduras en América

 

Hay fenómenos que escapan a la lógica política o, algunas veces, no es mucho lo que se hace por prevenirlos o entenderlos. Y cuando se producen agarran a todo o casi todo el mundo por sorpresa y, especialmente, a los que nunca quisieron ni siquiera imaginárselos, lo cual obliga a tener que bandearse de un lado a otro –como el trapecista- tratando de salir con vida de la tormenta. Nadie o que se sepa, por ejemplo, previó entrada la década de los noventa del siglo XX que un grupo de militares, incursionando en la política bajo la protección de los uniformes, iba a bajar un telón y subir otro que despertaría, a favor y no en contra de los pueblos, inquietudes que venían desde lustros atrás dormidas en un letargo de conformismo social.

El capitalismo está crisis pero eso no quiere decir que esa crisis lo conduzca irremediablemente al colapso total. Ningún régimen de producción que se sustente en la explotación del hombre por el hombre y que tenga por principio sagrado a la propiedad privada sobre los medios de producción puede escapar a las crisis, a la depresión crónica, a la recesión traumática, al déficit agobiante, a su propia desaparición o muerte. ¿O es que acaso todo lo que nace no es digno que muera como lo dijo Goethe? Hace más de un siglo y seis décadas Inglaterra vivió una crisis que parecía sólo concluir por medio de la fuerza a favor de la revolución proletaria. No fue así e Inglaterra sigue teniendo su reina que representa su “estética” y la necesidad que tiene la monarquía capitalista de un tumultuoso séquito de sirvientes domésticos, y, además, su primer ministro que la representa políticamente ante el resto del mundo anunciando siempre la voracidad expansionista del imperialismo.

La crisis puede compararse con una huelga general. Si los obreros, luego de declarada la huelga, se instalan en las empresas o fábricas a esperar que los dueños de las mismas –por cansancio o por hambre- terminen negociando y aceptando el petitorio de los huelguistas, es prácticamente seguro que sean éstos quienes terminen por cansarse, pasar hambre y ceder al ofrecimiento mínimo de los señores capitalistas. Una huelga, si se pretende derrocar a un determinado régimen, debe pasar a la ofensiva más allá de las fronteras de las fábricas; deben los obreros tomar las calles, los barrios, las escuelas, las universidades, todos los espacios públicos, ir donde estén las masas, lograr que éstas se impliquen en la lucha, fracturar y ganarse una parte del ejército del sistema, que el partido político se ponga al frente como vanguardia, que la huelga termine por transformarse en una insurrección o una rebelión. Pero para esto se necesita, primera condición, que el proletariado se gane para tan significativa acción y que execre de su lucha las reivindicaciones temporales por la principal: toma del poder político. En el caso de Inglaterra, refiriéndonos a la crisis antes señalada, el proletariado inglés –por lo menos una importantísima parte- marchaba detrás de la cola del partido liberal, y éste no era precisamente ningún partido político de vanguardia de la clase obrera sino, más bien, de los fabricantes. No había oportunidad que esa crisis terminara en una revolución contra el capitalismo, porque no existían los factores subjetivos armonizados para la lucha obrera.

Cada cierto –más corto que largo- tiempo el capitalismo cojea en crisis, pero no termina de caerse porque el mismo proletariado le construye las muletas para que se recupere de su dolor o fracturas; cada cierto tiempo la crisis hace tambalear al capitalismo, pero el proletariado le fabrica las barandas para que se sostenga y no caiga en el abismo aliviándose del rompimiento de sus huesos; cada cierto tiempo la crisis hace que el capitalismo lance patadas de ahogado, pero el proletariado le lanza el salvavidas que lo rescata sacándolo a la orilla; cada cierto tiempo el capitalismo entra en un cerco ardiente de fuego, pero el proletariado le sirve de bombero para apagárselo; Crisis han hecho explosiones sociales, pero el capitalismo se ha salvado de su muerte aunque no le sanen todas sus heridas. Y ¿sabemos por qué?, porque quien tiene el bisturí en sus manos es el proletariado y en vez de anestesiarlo y extirparle los órganos vitales, meterlo en un ataúd y enterrarlo boca abajo, lo que le ha hecho es transplantes e injertos que le devuelven la salud.

Unas cuantas veces, cuando las crisis piden a gritos soluciones de fuerza, la revolución a nivel mundial –más por culpa del proletariado que de otra cosa- se ha quedado dormida detrás de los sacudones o convulsiones sociales. Crea más expectativa, hasta ahora, el destino dramático de una bolsa de valores que el inmenso cráter donde cae la mitad del cuerpo capitalista. Y en vez de empujarlo para que se hunda completo y ponerle una lápida con una inscripción nomás (“al fin el mundo feliz y al derecho”), el proletariado le pone una escalera para que vuelva a subir a la superficie y continúe arriando con sus atrocidades en perjuicio de la mayoría de la humanidad. Si el proletariado –en este caso de las naciones imperialistas- no quiere entender su papel histórico, no es culpa de Marx ni del marxismo sino del mismo proletariado. ¿Será que hace falta llegue ese día en que la clase obrera de las naciones imperialistas, incluyendo a esa casta aristocrática que perderá prebendas, entren en una situación de miseria tan semejante al proletariado de ese mundo que llaman subdesarrollado o atrasado para que se decida por la revolución? Marx no está vivo para responder a esa interrogante, y sólo el proletariado tiene potestad de respuesta. Lo que sí dijo el padre del marxismo es que precisamente en tiempo de crisis revolucionaria es cuando conjuran temerosos, contra los vivos que se proponen revolucionarse y revolucionar las cosas, “… en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal…” Y cita como ejemplos: a Lutero disfrazado de apóstol Pablo, a la revolución de 1789-1814 vestida alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y a la revolución de 1848 como parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795.

Las crisis actuales del capitalismo, como la que se ha manifestado en Estados Unidos en estos primeros días del último trimestre del año 2008, no hace más que poner en evidencia que la dirección histórica del mundo debe pasar a manos del proletariado, única clase que lleva en su entraña la condición de posesionarse de las fuerzas productivas que escapan a las manos de la burguesía y llevarlas por el mundo sin fronteras para que cada integrante del planeta participe en la producción, en la distribución y en la administración de las riquezas sociales, por una parte, y, por la otra, facilite el nuevo desarrollo de las fuerzas productivas, acreciente su rendimiento garantizándole a la humanidad –en general- y a la persona –en lo particular- la satisfacción de todas sus necesidades razonables, como lo decía Engels. El proletariado tiene la palabra y también la acción. Nadie, por mucho poder “sobrenatural” o “milagroso” que tenga, podrá hacer lo que sólo al proletariado está permitido hacer. Esto no significa que quien no sea proletario deje por ello de luchar por la revolución. No, más bien es su deber luchar, pero la producción como el mejor escenario de la lucha de clases pertenece al proletariado y no a un maestro y un alumno de un aula de escuela, aunque éstos jueguen un papel importante en lucha política.

Las grandes crisis del capitalismo si no concluyen en estallidos revolucionarios, si el proletariado no se decide a cumplir con su papel de redentor de la humanidad, suelen –por lo general- ocasionar serios trastornos sociales en aquellas naciones –esencialmente- del campo subdesarrollado, en ese contexto en que el control y manejo de fuerzas productivas depende de los dictámenes técnicos o científicos del capitalismo altamente desarrollado. Mientras este campo perdure y siga manteniendo la hegemonía del mercado mundial, gozando de influencia política en estados o gobiernos que obedecen a los designios del imperialismo, dominando el control y saqueo de materias primas de otros países, las crisis pueden estar a la vuelta de la esquina, pero de allí a la revolución –esa que le echa el guante al poder político- existe un trecho que no lo decide la objetividad, sino el elemento subjetivo, ese que se caracteriza por la existencia de un verdadero partido político de vanguardia clasista, de una parte importante del proletariado capaz de rebelarse para llevar su lucha hasta las últimas consecuencias y, además, de un sentido consciente de solidaridad internacionalista que vulnere cimientos imperialistas en muchas regiones del mundo al mismo tiempo. Una o dos o hasta diez grandes bolsas de valores pueden temblar y cerrar sus lujosas oficinas por unos días; unos bancos pueden declararse en ruina y robarse el dinero de los ahorristas; unas cuantas fábricas de alimentos pueden alegar haber entrado en quiebra y clausurar sus portones. Eso refleja una crisis, pero si los ahorristas, si los trabajadores, si los consumidores no hacen nada por darle la vuelta a la tortilla y se deciden por esperar que sea el mismo capitalismo quien le busque solución a la gravedad de su mal, éste continuará de una u otra forma pero no caerá en el foso de la muerte eterna. Mejor dicho: estamos en el tiempo en que las crisis del capitalismo exigen que el factor subjetivo haga explosión para que se pueda romper la cadena que mantiene a casi toda la humanidad prisionera de las atrocidades de ese último régimen de explotación y opresión del hombre por el hombre o de unas clases por otras, que ya se encuentra en su fase más dantesca y más diabólica.

Existen dos regiones en el planeta que tienen una importancia capital para las naciones imperialistas y, especialmente, para palear las profundas crisis que las ponen al borde del jaque mate. Son: el Medio Oriente y América Latina. Demás está explicar las riquezas energéticas que poseen en sus senos. Claro, en el caso de América Latina existe una desventaja en relación con el Medio Oriente, y es que está mucho más cerca de Estados Unidos que de Europa, pero en el mundo árabe existen más gobiernos de resignación oprobiosa al imperialismo que en Latinoamérica en este momento histórico de comienzo del siglo XXI. Por esas dos regiones caerán los imperialistas con todos los yerros. Irak es el inicio y no el final. Las naciones imperialistas, por muchas contradicciones que tengan entre sí por la voracidad de sus ansias de dominación del mundo, procurarán entonarse en armonía a la hora en que una crisis las envuelva con la misma dimensión de destrucción con que ataca un huracán las costas de México y de Estados Unidos al mismo tiempo. Es el destino final que se juegan si se presentan fracturadas y matándose entre sí. Lo mismo vale para las naciones del Medio Oriente y de América Latina si pretenden no caer en las garras de la depredación final con que los imperialismos se jugarán su última carta en la puerta de la sala de terapia intensiva.

Para eso requerirán de cambios radicales en el timón político estatal en todo el Medio Oriente y en toda América Latina. Necesitan de gobiernos con una capacidad de servilismo que vaya más allá de la raya de la más repugnante resignación esclavista a favor del imperialismo y en contra de sus pueblos nacionales o, mejor dicho, de bonapartismo químicamente puro, ese que se gemela con lo que fue Pilsudski en la Polonia de la segunda mitad de la década de los veinte y primera de los treinta del siglo XX; más allá de Pinochet pero un poquito, sólo un poquito, más acá de lo que fue el falangismo de Franco en España durante varias décadas del siglo XX; de lo que fue el fascismo de Mussolini en Italia desde los años veinte hasta comienzo de los cuarenta del siglo XX; y de lo que fue el nazismo de Hitler en Alemania de los años treinta y parte de los cuarenta del siglo XX. No habrá ni falangismo, ni fascismo ni nazismo destilados en la pureza del racismo, pero sí unas cuantas o muchas noches de cuchillos bien largos y filosos.

Poco le va a importar al imperialismo en crisis crónica y de terapia intensiva que el gobierno epígono lo encabece un general o un civil. Lo que importa es que se ajuste –con exactitud asombrosa- a la medida del traje de fiel y perverso guardián de los supremos intereses económicos de los expoliadores, de los saqueadores, de las aves de rapiña, de los hombres-lobos. Que los pueblos vean a su mandatario como un “superhombre”, pero no al estilo de Zaratustra de Nietzsche, sino más parecido al del Mein Kampf de Hitler; que no crea ni en partidos parlamentarios ni en movimientos de masas, sino en la mera burocracia militar, policial y estatal de derecha; es decir, en el mando de un Luis Bonaparte o de un Fouché. Habrá, sin duda, desesperación de los sectores pequeño burgueses, pero la angustia mayor, la exasperante será la de la oligarquía imperialista que intentará arrastrar consigo al abismo a una buena parte importante de la humanidad. No será el antisemitismo la suprema palabra del odio político e ideológico visceral del bonapartismo imperialista, sino el anticomunismo; no se clonará a una sociedad para que existan puros seres humanos de cabellos rubios y ojos azules, porque eso significaría quedarse el capitalismo salvaje sin esclavos; el inglés –en el caso de América Latina- será el idioma oficial y toda palabra en español o en indígena, en árabe, en ruso, en chino o en portugués será tenida como prueba jurídica o confesión de una conspiración comunista contra el imperialismo estadounidense; el libro Mein Kampf, con derecho de autor garantizado para el Estado imperialista y restituyéndole las referencias a la cristiandad que han sido sustituidas por el neopaganismo, circulará libre y legalmente por vastas regiones del mundo, mientras la Biblia y el Manifiesto Comunista serán un suficiente indicio para la pena de muerte de quien los porte. Ese macabro, cruel y dantesco cuadro lo vivará América Latina si el proletariado continúa retardando la revolución socialista o, por lo menos, la transición del capitalismo al socialismo desde México hasta la Argentina o en el Medio Oriente desde Marruecos hasta Omán. Una nueva crisis imperialista, una depresión con paro creciente, una recesión galopante con hambruna masiva, descontento de pueblo y con algunas sacudidas interiores de rebeldía, de no triunfar la revolución proletaria en las naciones altamente desarrolladas del capitalismo, se puede generar una ola de lo que el nazismo incorporó a su lenguaje político militarista: el concepto del “Blitzkrieg”, es decir, guerra relámpaga contra todo lo que considere es un estorbo a su designio de dominación absoluta del mundo. ¡Ojalá –quiera Dios diría un cristiano o quiera Marx diría un comunista- el proletariado sin fronteras nos salve de semejante cuadro de horror y muerte!

Lo dicho anteriormente impone la imperiosa necesidad de defender y profundizar revolucionariamente –no a paso de tortuga pero tampoco de jaguar- procesos como los que están viviendo –especialmente- Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y Venezuela y, amén, de Cuba que ha sabido sobreponerse a los mafiosos avatares que le han atravesado en su camino el imperialismo y muchos de sus secuaces. Y, de otra parte, contribuir o ligar que el imperialismo salga terriblemente aplastado y derrotado en el Medio Oriente y se despierten pueblos árabes y aprovechen las circunstancias para barrer de sus geografías todos esos gobiernos de reyes y príncipes que entorpecen la marcha de la historia hacia la transición del capitalismo al socialismo. Si eso se produjera, pudiéramos decirle al capitalismo: ¡Adiós luz que te apagasteis!




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Freddy Yépez


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