Y ello pese a la resistencia de los recalcitrantes frente a la racionalidad elevada al cubo aplicada a la economía, que es el marxismo. Antes de Marx y de Engels la humanidad no conocía los planes de producción de un país para su población, ni sabía que un pueblo debe producir lo que necesita y consumir lo que puede producir: lo que hace todo buen padre de familia. Ahora lo sabe.
Se desplomó el marxismo en la órbita de la Unión Soviética no por sus errores o el fracaso interno, sino por el acoso y derribo al que le sometieron los históricamente de siempre: los envidiosos, los prepotentes, los irracionales, las cias y demás canalla. Eso teniendo en cuenta que en un sistema hiper-racional, como el marxismo, toda sinergia, solidaridad y fraternidad son pocas para hacer frente a los embates de las pasiones humanas que nunca dejan de entorpecer y de actuar en los asuntos más nobles. De ahí que en el marxismo práctico, es decir en el comunismo real, la educación y la ética sean vitales.
Detrás de la dialéctica marxismo-capitalismo no hay más que dos posibilidades: una, abandonar al capricho y a la manipulación de unos cuantos el mercado, la producción y el consumo, y dos, ajustar la producción al total de miembros de la familia humana sin concesiones a la arbitrariedad y a las conveniencias individuales o de grupo.
Porque la Economía de mercado nada resuelve para todos. La maraña supertécnica economicista que construyen los chamanes de la Economía nunca encuentra la solución para todos. Y es porque a ellos no les preocupa para nada la igualdad social, sino fomentar justamente la incertidumbre del mercado que permita los enriquecimientos particulares. En efecto, detrás del mercado y su dialéctica, sobre todo al entrar en la fase del capitalismo industrial y luego del financiero de las relaciones simbólicas (como llama al capitalismo a secas Franco Berardi), no hay más que artificios para justificar la farfolla del expolio de las mayorías a manos de grupos humanos concretos pertrechados de sofísticos razonamientos y verdades relativas, y armados hasta los dientes.
Ahora Franco Berardi dice que la idea del desplome del capitalismo olvida que éste no es una construcción material como un edificio, sino un sistema de relaciones simbólicas, como he dicho antes.
Por supuesto que no es una construcción material el capitalismo, como tampoco, para Henry Lévy, Europa es un lugar sino una idea. Pero en la medida que Europa no es un lugar sino una idea, y que el capitalismo no es una construcción material sino un sistema de relaciones simbólicas, Europa, como ese sistema de relaciones simbólicas, no pasan de ser figuras mentales fabricadas por el lenguaje. Como figuras mentales son especialmente las nociones abstractas de esperanza, ilusión y confianza. Ideas que, por serlo son inmortales, ni se desploman ni se destruyen: sólo se transforman. Es decir, las ideas sólo se debilitan, pierden fuerza o se tornan caducas por diversos motivos entre los que descuellan la persecución, el olvido o la simple inoperancia a que son sometidas por las armas o por la reimplantación de otras ideas-fuerza que ocupan su lugar, aplastándolas.
Así, el concepto medular que da sentido al capitalismo desde el punto de vista psicológico es la confianza. Pues bien, el capitalismo ha perdido toda credibilidad... si es que para tantos alguna vez la tuvo. Me refiero a la confianza imprescindible, eso que da cohesión a un sistema complejo y hace de tracción. Y ésa ya no la inspiran quienes manejan el capitalismo como un juguete: bancos, sociedades mercantiles, políticos, religión y medios. Nadie se puede fiar de ellos después de que demasiados mienten y defraudan, y demasiados se han venido dedicando a transferirse entre ellos activos hueros, vacíos, en las relaciones simbólicas que comporta también la Economía. Ni ellos mismos se fían entre sí. Y es, porque, en la lucha feroz por acaparar, prevalecer y quedarse solos, su intención es eliminar a los competidores. Los mayores enemigos del capitalismo son justo los capitalistas.
Volvamos a Adam Smith para quien el empuje y la laboriosidad del individuo es lo que genera riqueza. Pero nada dice a propósito del conductor que es la confianza imprescindible para el mercado y el capitalismo. Y siendo la confianza lo que se ha perdido, como la fama y un saco de plumas al viento cuando se han desparramado, no hay modo convicente de recobrarlas. Lo único que cabe es tratar de volver a infundirla, sabiendo que el recelo siempre prevalecerá.
Pero es que, como decía al principio, el ámbito de la economía, como todo y todos nos movemos desde fabricados del lenguaje que son los conceptos. Lo que hacemos, al hablar de realidades, no es otra cosa que combinar conceptos según los aprendimos y luego decidimos combinarlos del mismo o de otro modo. Hasta la vida puede ser un sueño y no una realidad, como dice Calderón...
El intervencionismo de urgencia del Estado urgido ahora en los países del entorno capitalista, es otro concepto. Un concepto simbólico que no hace más socorrer a los capitalistas que no lo precisan y pese a haber demostrado éstos que no merecen confianza porque son precisamente ellos, con sus abusos, los causantes del desastre; inyectarles ahora subvenciones para que administren el socorro es como poner el fuego en manos del pirómano. Lo que se hace, pues, cada dos por tres no es poner remedios, sino retrasar el cataclismo.
Sea como fuere, del mismo modo que Cicerón atribuye la decadencia del oráculo de Delfos a la disminución de la credulidad humana, y sugiere que su funcionamiento se debió al artificio de los sacerdotes, la confianza, que toda sociedad y para su cohesión interna es indispensable (y más cuando ha dejado de ser la religión otro factor de cohesión potente), hace mucho que ya no es el principal motor del capitalismo. Lo que ha ocurrido en la crisis del presente es que la absoluta falta de confianza en la sociedad capitalista se ha manifestado bruscamente después de permanecer oculta mucho tiempo.
El único sistema de relaciones simbólicas capaz de recuperar la confianza en el futuro, que equivale a salvar el planeta, es el sistema propuesto por Carlos Marx para una sociedad desarrollada. Sólo un marxismo revisado, máxime teniendo en cuenta los ajustes de producción y consumo que exige el planeta depauperado, podría sacar a la humanidad no ya del desplome del capitalismo sino del atolladero que se perfila y que sin ambajes se llama Apocalipsis. Si la humanidad no pone en sus manos la solución de una contabilidad lógica entre la producción y el consumo, estemos seguros que no sólo el capitalismo sino la propia humanidad desaparecerán. Gran parte de los sociobiólogos pronostican el suicidio colectivo como el fin de los tiempos. Desautoricémosles con la aplicación del marxismo revisado, para evitar la Edad del Hielo o del Deshielo.
Jaime Richart en Kaos en la Red
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