Un soldado, aunque no lo desee, va a una guerra, a un combate, a una batalla y si dispara no queda exento de matar. La guerra es, primeramente, muerte de un bando y conservación de la vida del otro. Un soldado piensa en la causa que defiende y debe defenderla en los campos de batalla si las circunstancias se lo exigen. Pero de allí, fuera de combate, convertirse en un torturador y asesino, es algo terrible, algo condenable desde todo punto de vista. Y eso es lo que caracteriza a los soldados del imperialismo, a los soldados del bonapartismo, a los soldados del fascismo y, también, a muchos soldados de la democracia representativa.
El soldado de un ejército mercenario se rige por un principio sine quo non: disciplina de obediencia ciega a la autocracia del oficial o superior. Generalmente, está desprovisto de ideal y el fusil le dirige el cerebro. El caso del soldado Runge (alemán) es el ejemplo más patético y más doloroso de esa verdad irrefutable en todo el transcurso de la historia de la lucha de clases. Un soldado que no tenga ningún derecho o ningún deber de palabra o de opinión frente a la orden de su superior para que cometa un crimen de lesa humanidad, no es un ser humano, es un robot.
Los mandos superiores, por lo general como los altos funcionarios de un Estado, creen que matando a los máximos dirigentes de un movimiento político, acaban con éste, lo desmoronan, lo desarticulan y lo reducen a cero. Sin embargo, la experiencia les ha dicho, en más de una oportunidad, que no es así. Y, especialmente, la experiencia alemana donde el nazismo creyendo que asesinando a todos los judíos que caían en sus manos era suficiente para aterrorizar al resto de la humanidad y quedar con todos los espacios libres para adueñarse del mundo. Con ello, lo que hicieron fue unir en una gran alianza de lucha a todos los adversarios (derecha, centro e izquierda) que veían en el abominable ideal de raza pura un peligro catastrófico para el planeta. La historia de la rápida y estrepitosa derrota del nazismo así lo verifica.
La Revolución bolchevique había triunfado tomando el poder político en octubre de 1917 en Rusia. Los más claros y distinguidos dirigentes de esa revolución, donde destacaban Lenin y Trotsky, creían fervientemente en que era imprescindible la victoria del proletariado alemán si se pretendía expandir por todo el mundo la causa del socialismo. Creían en Marx. Tanto era así, que se enviaban dirigentes de la revolución rusa a Alemania para impulsar la creación de un partido político al estilo del bolchevismo que fuera capaz de ponerse a la cabeza del proletariado alemán en lucha contra las fuerzas del capitalismo. La socialdemocracia alemana, al igual que las de toda Europa, ya había demostrado no estar a las alturas de las circunstancias que ponen a la orden del día una revolución proletaria. Una de sus figuras más sobresalientes había dicho “Odio a la revolución como el peor de los pecados” y con el argumento de “defensa de la patria alemana” (que era imperialista) se oponían al oleaje revolucionario mundial del momento. Para los bolcheviques, brillando por encima de todas las cabezas la de Lenin, pensaban que la única fuerza organizada que poseía condiciones para ser ese partido era la liga espartaquista, donde –entre otros- se destacaban: Rosa Luxemburg, Kart Liebknecht, Jogiches, Marchlewski, Pieck, contando con el apoyo de Mehring y Clara Zetkin. El punto de partida de la concepción política de los espartaquistas era el internacionalismo revolucionario contra toda expresión de nacionalismo y la declaración de que el imperialismo era el enemigo común de las clases obreras de todos los países.
Runge era un soldado del ejército imperialista alemán. Estaba a las órdenes del teniente Vogel y éste del capitán Pabst. Los ejércitos mercenarios, por mucha impunidad que gocen para cometer sus crímenes, suelen utilizar organismos paramilitares para que realicen ciertos trabajos sucios de manera de no verse involucrados o vinculados directamente con crímenes horrendos que crean repulsión incluso en muchos de los mismos militantes de la derecha política y del ejército –en lo particular- y de la sociedad –en lo general-. Se creó los llamados “cuerpos francos” compuestos por oficiales y soldados evidentemente reaccionarios y capaces de acometer los más abominables crímenes sin compasión de ninguna naturaleza. Hicieron circular una hoja volante con un escrito muy corto pero muy significativo de lo que son capaces de realizar esos criminales de convicción mercenaria: “¡Trabajador! ¡Ciudadano! ¡La Patria está a punto de caer! ¡Sálvala! No está amenazada desde fuera sino desde dentro: por el grupo espartaquista. ¡Mata a sus jefes! ¡Mata a Liebknecht! ¡Entonces tendrás paz, trabajo y pan!”.
El 5 de enero de 1919 estalla en Berlín el movimiento de lucha huelgario que se conoce como “la revolución espartaquista” solicitando la dimisión del gobierno Ebert-Haase. Liebknecht y Pieck creen que ha llegado el momento del pitazo de la insurrección; Rosa Luxemburg considera que es un momento de prudencia, porque las condiciones aún no han madurado ya que las masas continúan apoyando a los socialdemócratas. Las contradicciones en el seno de los revolucionarios debilitan rápidamente la lucha. El 7 de enero hay evidencia de reflujo. El 8 de enero el gobierno comienza a reprimir. El 10 de enero cae detenido Ledebour, dirigente de la izquierda revolucionaria. Es asaltada la casa de los espartaquistas. Los “cuerpos francos”, como lo harían años después sus pogromos las huestes de Hitler en nombre de un extraño y diabólico nacional-socialismo, reprimen abiertamente y con impunidad a la gente por las calles de Berlín. Noske, del partido socialdemócrata, asume la responsabilidad del oleaje represivo. El 14 de enero Rosa Luxemburg escribiría su último artículo de opinión: “El orden reina en Berlín”, donde, entre otras cosas, dice: “El orden reina en Berlín, proclama con gritos de triunfo la prensa burguesa, así como los Ebert y los Noske, así como los oficiales de las ‘tropas victoriosas’, que la chusma pequeñoburguesa acoge en las calles de Berlín agitando pañuelos y gritando ¡Hurra! Ante la historia mundial, la gloria y el honor de las armas alemanas están a salvo. Los lamentables vencidos de Flandes y del Argonne han restablecido su renombre con esta victoria deslumbrante… sobre los 300 espartaquistas del Vörwarts”.
El día 15 de enero Rosa Luxemburg, kart Liebknecht y Pieck son detenidos. La orden secreta -¡qué terrible: de socialdemócratas!- de no dejar a los dos primeros con vida. Los conducen al hotel Eden, pero no el paraíso (faltó el acento en el segunda ‘e’) de la vida sino el infierno de la muerte. El ¡maldito! capitán Pabst dirige el macabro simulacro de legalidad de la detención “preventiva”.
Deciden trasladar a Liebknecht a la cárcel, pero la verdadera orden del crimen va en la manga del responsable del traslado. Antes de sacar a Liebknecht de la sala de interrogatorio donde lo tenían en el hotel Eden, se le acerca el soldado, ¡maldito soldado!, Runge y le propina dos fuertes culatazos que prácticamente le destrozan el cráneo. Moribundo, agonizando lo arrastran ensangrentado y lo meten en un vehículo. En vez de conducirlo a un hospital lo llevan hasta un parque llamado Tiergarten, donde los cínicos, bajo el efecto del odio irracional y de la alegría que produce en el mercenario ver el sufrimiento humano, lo rematan a sangre fría. Los verdugos, los criminales, los asesinos, para legitimar su abominable acto de lesa humanidad y salvar ante el mundo su macabra obra, elaboraron una nota oficial donde creyeron justificaban para siempre su crimen: “Intento de fuga”.
Le toca ahora el turno a Rosa Lexemburg. Unos minutos luego del asesinato de Liebknecht conducen a la misma sala, bajo el mando del teniente Vogel, a la camarada Rosa, llamada por algunos como “la llama ardiente de la revolución”, por otros como “la dama histérica”, por Vandervelde como “la dura amazona del marxismo intransigente”, por Zinoviev como “la primera marxista capaz de juzgar correctamente la revolución rusa en su conjunto”, por Mehring como “la cabeza más genial entre los herederos científicos de Marx y Engels”, por Víctor Adler (psicoanalista y político) como “ fulana… y maligna como un mono…”. Y Lenin la describiría como un águila, que aunque algunas veces vuele más bajo que una gallina, ésta nunca podrá volar a la altura del águila. Bueno, vuelve el ¡maldito soldado! Runge con la culata de su fusil y le destroza el cráneo y la cara a Rosa Luxemburg. Vogel, el ¡maldito teniente!, no quiere quedar por fuera del horrendo crimen, la remata de un tiro en la nuca. Los verdugos, los asesinos de siempre, los torturados de siempre, los cínicos de siempre, los gendarmes del odio irracional contra las buenas causas y amorosos con la perfidia y el despotismo, levantaron el cadáver de Rosa, lo metieron en un vehículo y lo lanzaron en un canal de aguas de Berlín. Los verdugos, los criminales, los asesinos, para legitimar su abominable acto de lesa humanidad y salvar ante el mundo su macabra obra, elaboraron una nota oficial donde creyeron justificaban para siempre su crimen: “Linchada por las masas”.
Noske, el socialdemócrata y autor intelectual de los asesinatos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, se ganaría para siempre el mote de “carnicero sanguinario”. Pabst (capitán), Vogel (teniente) y Runge (soldado), fueron esos oficiales y ese soldado que creyendo cumplir con un deber glorioso de defender su patria, terminaron siendo gendarmes, torturadores y asesinos, defensores ciegos de los intereses del imperialismo y la oligarquía en contra de su propio pueblo, en contra de la redención de la humanidad. ¡Malditos oficiales Pabst y Vogel! y ¡maldito soldado Runge!, pero también ¡malditos Ebert y Moske!... Y más ¡maldito!, todavía, el imperialismo. ¡Vivan: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg!