En medio del colapso del “socialismo realmente inexistente” en el año 1989, el campo intelectual de izquierdas aun se posicionaba bajo el espíritu de dos atractores ideológico-políticos para la izquierda: el “reformismo socialdemócrata” y el “marxismo-leninismo”. Estos atractores ideológico-políticos aparecían como magmas hegemónicos de referencia, generando efectos de invisibilización y subalternización de otras corrientes, que constituían legítimos espacios de diferencia, disidencia, desprendimiento y apertura para un pensamiento socialista abierto a la crítica radical y a la diversidad de tendencias.
El 15 de noviembre de 1959, concluía en Bad Godesberg el primer congreso extraordinario, y noveno ordinario, que celebraba la socialdemocracia alemana (SPD), desde el final de la II guerra. A partir de Godesberg, la renuncia a Marx como legado teórico que fecundara el ideario político, y la aceptación de la economía de mercado como realidad existente convertirían al SPD en partido “apto para los salones”. Se abandonaba así la referencia a la centralidad de las clases trabajadoras, y se hablaba de un partido “atrapa todo” de “izquierda”. Sin embargo, el abandono del marxismo había ocurrido mucho antes en la práctica, cuando gran parte de la tribuna parlamentaria social-demócrata no impedía la aprobación de los créditos de lo que a la postre fue la entrada de Alemania a la “primera guerra mundial”.
Años después, ésta socialdemocracia se negó a establecer un frente común con los comunistas del KPD para frenar la llegada de Hitler al poder. Pero hay elementos todavía mas desconocidos, como las actitudes racistas, colonialistas y chovinistas de muchos miembros de la socialdemocracia europea. No han aprendido mucho desde entonces. El arco decepcionante del reformismo social-demócrata puede cerrarse con la declaración de Antonny Giddens, quién declaró la muerte ya no del marxismo, sino del propio socialismo. El trayecto de las capitulaciones hace emblema con la siguiente afirmación: “la idea de que una economía controlada y que corresponda a las necesidades humanas pueda sustituir a los mecanismos de precio y ganancia, una vez puesta a prueba, ha fracasado en todas partes.
Era una idea equivocada”. Giddens llegó efectivamente tarde a Von Mises. Y el proceso de neo-liberalización de la socialdemocracia pasaba en los 80 y 90 por los cuerpos de Touraine y Dahrendorf, anunciando también a su manera la muerte del socialismo, e incluso de la propia socialdemocracia. No extraña entonces que por efectos miméticos comprensibles en actitudes derivadas de la “colonialidad del saber”, voces de “intelectuales latinoamericanos” sean ecos, réplicas, reflejos adelgazados de estas despedidas-capitulaciones euro-céntricas. Tenemos capataces con látigo, y capataces con lengua y letra. Veremos que ocurre ante la recesión generalizada en puerta. Veremos si el futuro será decidido en los salones neoliberales que encuadraban los intentos de fundar una “Tercera vía”. Pero estimados y estimadas, el otro lado de la ecuación tampoco da muestras de vitalidad, de fecundidad alguna. El “marxismo-leninismo”, nebulosa de dogmas creados luego de la muerte de Lenin, cuyo operador doctrinario fue Stalin y su nomenclatura, que en su texto-maestro “Principios de leninismo”, instituyó el Diamat/Hismat, no dejó de hacer estragos en las filas del imaginario socialista como imaginario revolucionario. Ha sido Castoriadis quién ha retratado con profundidad los espejismos que atraviesan esta codificación del marxismo, en su ya conocido ensayo: “la pulverización del marxismo-leninismo”.
Podríamos diferir en algunas extrapolaciones que sugiere Castoriadis, pero no se aleja de expresiones propias de Marx y Engels cuando señalaban de algunos “marxistas” que: “a decir verdad, no perderíamos gran cosa si pasáramos por ser ‘la expresión adecuada’ de esos perros tontos con los que se nos ha confundido estos últimos años” (Marx y Engels, Correspondencia). Marx y Engels se rebelaron contra el espíritu de secta que prevalecía entonces en las organizaciones revolucionarias: “¿Cómo gente como nosotros pueden tener su lugar en un partido?, se preguntaban preocupados por “conservar por encima de todo” su capacidad de trabajo y la libertad de su compromiso. Muchos años más tarde, conocemos la humorada de Marx disociándose del calificativo de «marxista». Marx fue un polemista, y sin libertad no hay posibilidad de polemizar.
No hay socialismo sin mayores espacios de libertad, una libertad que coloca a la libertad-liberal en la prehistoria de la libertad. Marx perseguido, expulsado, vigilado por polizones liberales, monárquicos y conservadores. Todavía hoy, se repiten sacrosantas fórmulas, se hace gala de la osificación doctrinaria del aporte de Marx, para pensar las fuerzas dominantes del mundo capitalista. Mientras la dogmática doctrinaria empobrece el programa de investigación crítico y abierto de Marx, la derecha universitaria avanza en la exclusión de cualquier referencia a Marx en los programas de estudio. Los idiotas de ambos bandos parecen trabajar en la misma dirección. Castrar el pensamiento crítico, censurar, administrar el poder de las fuentes y de los archivos culturales. Sin embargo, hay fuerzas que apuntan a la exigencia intelectual, la innovación teórica, la combatividad y la creatividad política. Habrá que rememorar la potencia en auge de las luchas, de la dignidad y de la esperanza del polo asalariado.
Rememorar la época de los grandes debates teóricos y políticos, con Jaurés y Guesde, Lenin, Kautsky, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lukacs, Gramsci, Korsch, Pannekoek, y tantos otros. En nuestras geografías, Mella y Mariátegui sugieren vías para otros modos de pensar el marxismo. Los problemas de las relaciones entre reforma y revolución son el centro de las polémicas.
La confianza en el progreso, en la ciencia, va de suyo, hasta el cientifisismo. La idea de que el mundo del trabajo asalariado puede expresar el porvenir mayoritario del pueblo parece ampliamente compartida. Jaurés trabaja buscando conjugar democracia y socialismo. Rosa Luxemburgo trata de evitar los dos escollos “del estado de secta y del movimiento reformista burgués” para “unificar a la gran masa popular con un objetivo que sobrepase todo el orden existente, la batalla de todos los días con la gran reforma del mundo”: Socialismo o Barbarie. Pero el catecismo de Stalin va a servir de caución teórica a la desnaturalización de la ambición emancipadora del imaginario socialista, su conversión en dogma represivo de Estado.
Es este el legado teórico-político del estalinismo: pasamos del imaginario de la “extinción del Estado”, a la sobrevaloración del estatismo-autoritario, liquidando la emancipación social y la democracia radical, auténtico legado de Marx. Basta leer a Sánchez Vásquez: “Marx y la democracia”, para comprender los abismos teóricos y existenciales entre Stalin y Marx. Stalin era marxista-leninista, Marx ironizó y señaló: yo no soy marxista.
Esta historia sigue viva en una memoria colectiva marcada por fuertes referencias simbólicas. Marx pudo tener en su tiempo la crítica acerada contra los doctrinarismos que pretendían normalizar y moralizar la sociedad por decreto. Descubrió la posibilidad histórica de ir más allá de las sociedades de clase, de un comunismo en el cual “el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”.
Sus teorizaciones vivas fueron dejadas de lado, desnaturalizadas o tomadas a contrapelo. El «marxismo-leninismo» ha tejido, para varias generaciones, una concepción de las relaciones entre «la» teoría, «la» perspectiva y «el» partido revolucionario, que explica el colectivismo burocrático. Pensar que la sociedad se puede cambiar con la «abolición» de un capitalismo científicamente preconcebido y realizarlo mediante la toma del poder del Estado es un engaño.
Nadie puede pretender ser poseedor del monopolio de una visión de liberación humana. Ésta no se podría construir sin la franca y libre confrontación de ideas acerca del porvenir y acerca de las aspiraciones producto de las urgencias de civilización de hoy. En el contexto del pleno despliegue una “revolución de la información”, con los peligros, oligopolios y asimetrías que encierra, hay que liberar las capacidades de iniciativa de la mayoría: un nuevo reparto de los saberes y de los poderes.
La función del pensamiento crítico socialista es trabajar adecuadamente para la invención política de modos inéditos de cooperación en todos los terrenos de la humanidad que hay que conquistar. Dar cierta consistencia a proposiciones cuyo contenido concrete un proyecto de emancipación enraizado en las exigencias de la época. Solo eso, nada más. Pues la emancipación de los trabajadores materiales e inmateriales es como antes, obra de los trabajadores y...trabajadoras.