Más allá
de los manidos recursos de la descalificación, la rotulación y la
estigmatización que encarnan las vías del dogmatismo y el doctrinarismo
ideológico, hay que ejercitar el indeclinable principio de la criticidad
radical en la construcción de alternativas socialistas basadas
en la radicalización de la democracia, y no en su liquidación.
Decía Henry Lefevbre, que los intelectuales no han hecho sino interpretar
el marxismo, que de lo que se trataba era de transformarlo.
Pero Lefebvre tal vez omitía que a través de determinadas prácticas
históricamente analizables, la transformación del marxismo derivaba
en una doctrina de justificación del estatismo autoritario, y no en
una teoría crítica radical. En el texto de Cesario R. Aguilera
de Prat: “La teoría bolchevique del Estado socialista”,
quedan expuestas las sutiles distorsiones y re-significaciones que explican
el pasaje de una teoría de la “extinción del Estado” (Lenin),
como encarnación institucional de la lógica de la dominación,
a su inversión ideológica en la tesis del “fortalecimiento del Estado
Socialista” (Stalin), en abismal contraposición de los planteamientos
tanto de Marx como de Engels. Una lectura obligada para quiénes barren
bajo la alfombra tres debates claves de cualquier revolución: la posibilidad
de “construcción del socialismo en un solo país”, el debate sobre
la cuestión sindical y los consejos obreros, el reconocimiento de tendencias
en los partidos revolucionarios y el multipartidismo en la sociedad
política. ¿Y que tiene esto que ver con lo que en Venezuela ocurre?
Pues mucho. Ni los espejismos del estalinismo ni del estatismo autoritario
edulcorados con la retórica del nacionalismo popular revolucionario,
ofrecen atractivo para encauzar las esperanzas democratizadoras de una
emancipación radical para el siglo XXI. El giro hacia la izquierda
en América Latina y el Caribe no puede encallar en las viejas rocas
doctrinarias del socialismo burocrático del siglo XX.
La discusión, el debate, la polémica en un clima de libre expresión
de las ideas y pensamientos son elementos constituyentes del propio
carácter democrático de una revolución, construida a múltiples
voces, desde múltiples corrientes, articulando la unidad para la acción
transformadora desde la propia democracia interna del campo revolucionario.
Las páginas finales de Nicos Poulantzas en su obra: “Poder, Estado
y Socialismo”, permiten reflexionar críticamente sobre la transición
hacia un socialismo democrático, comprendiendo los callejones sin salida
tanto de la socialdemocracia reformista como del llamado “socialismo
real”. Para Poulantzas la problemática consiste en encarar una
transformación radical del Estado articulando una ampliación y profundización
de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades
(que fueron también conquista de las fuerzas populares) con el despliegue
de las formas de la democracia directa de base y el enjambre de focos
autogestionarios. Obviamente, se trata de una revolución democratizadora,
no de afirmar la doctrina del “Estado socialista”, que administra
los “intereses generales” de la sociedad a través del cuerpo burocrático.
Estas fantasías del “Estado de todo el pueblo” son las mismas que
se cristalizaban en las apariencias jurídico-constitucionales de la
Constitución soviética de 1936. Falso, se oculta el carácter clasista
y de dominación de unas fracciones sociales sobre otras de toda
forma/Estado. El asunto es que la única formula limitante de los
desvaríos de la estadolatría residen en la ampliación y radicalización
de la democracia, en el control social y político de los poderes
del Estado, en la democratización de la esfera pública estatal.
Poulantzas apunta a los problemas identificados ya por Rosa Luxemburgo
en su crítica a la revolución rusa: una interpretación del marxismo
que amputa las libertades civiles y políticas, termina por condenar
la revolución en el cadalso de la burocracia. Un partido dominante
que funciona como partido único, la burocratización interna de este
partido, la confusión entre partido y Estado, el fin de todas las manifestaciones
de democracia de base, y peor aún, el encapsulamiento corporativo de
las iniciativas populares, llevan al socialismo al mismo callejón sin
salida: Estadolatría. Siendo la sociedad política y el Estado el centro
del ejercicio del poder político, la lucha de multitudes tiene que
modificar las relaciones de fuerzas en el interior de los propios aparatos
de estado y en la sociedad política a favor del poder popular. Nada
de sustituciones que infantilizan y encuadran desde arriba el poder
popular. La democracia participativa y protagónica no es la democracia
jacobina. No se trata de la deificación del hombre idealizado unida
al desprecio profundo por las personas reales; un “hombre nuevo”
que reclama su sumisión ante una minoría virtuosa, que le promete
su redención mediante una dictadura, justificando incluso el terror.
La moral compulsiva transplantada a la clase y al partido, hizo organizar
la sociedad soviética según el modelo de la fábrica despótica, donde
el Estado y las demás organizaciones sociales fungen como “látigos”
o “correas de transmisión”. Este espíritu tecno-burocrático,
estatista, tuvo como consecuencia la negación de los valores del proyecto
socialista, la negación de la emancipación social, cultural y política
del las mayorías sociales. Pues sin democracia radical, sin socialización
del poder no hay Nuevo Socialismo.
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