“Napoleón quería gobernar al género humano, Bolívar quería que se gobernara por sí, y yo quiero que aprenda a gobernarse.” (Simón Rodriguez. Sociedades Americanas)
Que el género humano aprenda a gobernarse. Esta idea-fuerza emancipadora de auto-gobierno de Simón Rodriguez es mucho más subversiva y contestataria, que la de todos aquellos malos aprendices, sicofantes y sinecuristas de la tesis del “culto a la personalidad”, tan prestos al mito cesarista en el campo ideológico del proceso bolivariano.
Lo sugerente del debate reside en que, pretendiendo trasplantar mecánicamente el esquema político “jefe-partido único-clase-masas”, cuya genealogía es propia del imaginario jacobino-blanquista de la revolución (tan cuestionado por voces como Luxemburgo, Pannekoek y el mismo Trotsky a principios de la revolución Rusa), pierdan de vista que en debates posteriores; en la propia Revolución Cubana, fueron Fidel y el Che quienes intentaron tomar posiciones “heréticas” frente a la posición “ortodoxa” del estalinismo, tanto que promovieron un camino propio del socialismo (léase bien: “camino propio de socialismo”), no calco y copia, luchando contra aquellos que justificaban repetir el camino ya previamente trazado por el “marxismo soviético”.
En palabras llanas, no hay que ser sumisos ni con el “marxismo soviético” ni apelar a “calcos y copias” hacia la “revolución cubana”. En este contexto, seria conveniente asimilar en su profundidad didáctica la frase del argentino José Ingenieros: “La revolución socialista rusa es un experimento cuyas enseñanzas deben ser aprovechadas, sin que ello importe creer que es un modelo cuyos detalles convenga reproducir servilmente en cualquier otro país.” Lo mismo diremos sin ambigüedades sobre la “revolución cubana”, pues no creemos que una revolución democrática, descolonizadora y eco-socialista para el siglo XXI, analizada desde enfoques teóricos contra-hegemónicos, deba caer en seguidismos ideológicos de ningún tipo.
Una cosa es aprovechar las enseñanzas de la revolución cubana, sus logros, afirmar la solidaridad contra el bloqueo imperialista hacia Cuba, otra cosa creer que es un “modelo cuyos detalles convenga reproducir servilmente”; sobre todo, cuando el potencial revolucionario de la democracia participativa y protagónica, basado en un régimen de plenas libertades políticas y sociales, con presencia de diversas organizaciones con fines políticos, con un Estado Democrático y Social de Derecho y Justicia consagrado en la Constitución de 1999, es muy superior a las imposturas sectarias, por ejemplo, del X Congreso del PC soviético de la era leninista, cuando se suprimieron las tendencias y fracciones, prefigurando el colectivismo oligárquico que constitucionalizará Stalin a partir de 1936. Si usted quiere evitar el Estalinismo, analice los pormenores de la democracia socialista, del protagonismo desde abajo, desde el pueblo organizado, consciente de sus derechos y de su poder transformador.
Hoy sabemos que el estalinismo fue prefigurado en la propia política leninista, y esto no es nada casual, sino una procedencia que remite a la “democracia de la minoría revolucionaria” que data del imaginario jacobino-blanquista. Contra esto, basta leer el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. “Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.” (Manifiesto Comunista-1848).
Aquellos que defendieron en su momento la tesis del “partido único” (léase bien: único), y que aún no plantean abiertamente la defensa del “régimen político de partido-único”, les molesta la existencia de una diversidad de tendencias revolucionarias, así como la necesidad de una alianza amplia de partidos y movimientos (Frente Único Revolucionario-Mariategui, que no es lo mismo que plantear “Partido único”).
Podrían aprender mucho del Frente amplio de Uruguay, de las palabras del ahora Presidente montonero uruguayo Pepe Mujica, en entrevista concedida a Walter Martínez, pues compartimos con Mujica que la enfermedad de la izquierda es el “sectarismo”. Nada mejor entonces, que aquella frase del cubano Jorge Fraga en plena efervescencia revolucionaria, cuando señaló que: “El ‘culto a la personalidad’ no es otra cosa que la fase superior del sectarismo”.
Bastaría explorar en el DRAE para recoger la memoria ideológica y semántica de un concepto, leer literalmente y entrelineas para explorar los campos connotativos del sectarismo: secuaz, fanático e intransigente de un partido o de una idea: más aún de “una idea de otro”; es decir, y en el estricto sentido del movimiento de la Ilustración: no ser capaz de salir de la propia inmadurez intelectual, política y ético-cultural, a través del ejercicio autónomo de la facultades sensoriales, estéticas, afectivas o intelectuales. Porque ser sectario es vivir bajo un complejo psicológico de dependencia y sumisión con Otro, abdicar al ejercicio y los riesgos de la autonomía intelectual, política y ético-cultural, de la soberanía cognitiva (Morin dixit).
Aquí retomaremos a Gramsci, quien más ha enfatizado el proceso de escisión ideológica que requieren realizar los grupos y clases subalternas para lograr su autonomía política y espiritual frente a las clases dominantes, superando la barra entre gobernantes y gobernados: “Para formar los dirigentes es fundamental partir de la siguiente premisa: ¿Se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes, o por el contrario, se desean crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?, o sea, ¿Se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal vez tal división es solo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones?”(Elementos de política).
¿Qué nos enseña Gramsci? Una vía para la crítica radical de la separación entre dirigentes y dirigidos, entre gobernantes y gobernados. Así mismo, una crítica al “cadornismo”: el término proviene del General Luigi Cadorna, jefe del estado mayor del ejército italiano durante la retirada de Caporetto (1917), de la cual fue el principal responsable. El “cadornismo” simboliza aquí el burocratismo o el autoritarismo de los dirigentes que consideraban como superfluo el trabajo de persuasión de los “dirigidos” para obtener su adhesión voluntaria mediante argumentos, y no solo por arengas temerarias. En fin, la sustitución del mando vertical por el diálogo persuasivo, pedagógico y liberador. Gramsci continua: “(…) la mayor parte de los desastres colectivos (políticos) ocurren porque no se ha tratado de evitar el sacrifico inútil, o se ha demostrado no tener en cuenta el sacrificio ajeno y se jugó con la piel de los demás. Cada uno habrá oído narrar a los oficiales del frente cómo los soldados arriesgaban realmente la vida cuando realmente era necesario, pero cómo en cambio se rebelaban cuando eran descuidados. Una compañía era capaz de ayunar varios días si veía que los víveres no alcanzaban por razones de fuerza mayor, pero se amotinaba si por descuido o burocratismo se omitía una sola comida. Este principio se extiende a todas las acciones que exigen sacrificio. Por lo cual siempre, luego de todo acontecimiento, es necesario ante todo buscar la responsabilidad de los dirigentes (…)”
Decía Paulo Freire, que la acción política junto a los oprimidos debe ser una acción cultural para la libertad, rompiendo con la visión de los opresores que refuerzan los vínculos de dependencia y sumisión hacia las relaciones de poder. Por tanto, el método del liderazgo revolucionario no puede reproducir los métodos del opresor. El liderazgo revolucionario que no sea dialógico con la multitud, mantiene la “sombra” del dominador dentro de si, y es presa de un sectarismo que conlleva a reforzar la lógica del opresor. El diálogo revolucionario se opone a la “propaganda bancaria”, al discurso vertical, a la transformación de la pronunciación del mundo en intercomunicación por la consigna burocrática. Del diálogo revolucionario nace la intersubjetividad, la intercomunicación liberadora, no la palabra hueca. Se trata de comunión con el pueblo, para superar el dirigismo y el mesianismo.
Por tanto, el liderazgo revolucionario no aliena las pasiones revolucionarias con los mitos utilizados por las elites opresoras, como aquel culto a los héroes y jefes, planteando, por ejemplo, que “Las revoluciones siempre se resumen en un Líder”. No, la revolución democrática y socialista no tiene estos resúmenes, es un acontecimiento de multitudes populares, organizada y guiadas sí, por sus centros colectivos de dirección política, que deben “mandar obedeciendo al pueblo”, ser sus servidores públicos. Sin necesidad de recurrir a los mitos de las “revoluciones conservadoras” o del propio fascismo: al “principio del caudillo” (Mussolini-Hitler-Franco dixit). Lo que muestra la historia es que las revoluciones son débiles cuando dependen de una sola figura o rostro (Grenada), pero fuertes cuando se apoyan en un pueblo movilizado, organizado y consciente de su proyecto-liberación. No solo hay que cerrar filas por arriba, sino cerrar filas por abajo, pues hay revoluciones con pueden llegar a ser gigantes con píes de barro. Defender el autogobierno popular implica que hay un abismo entre la democracia socialista y el sectarismo.
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