Tunes y Egipto, ya en aparente calma, fueron los primeros en captar la atención mundial, incluida la de los gobiernos y empresas que tienen negocios petroleros en esas naciones. A la lista se siguen sumando otros países, entre ellos Libia, donde algunos sectores cuestionan al gobierno de Muammar Al Gaddafi, cuya Revolución Verde desde el principio incomodó a muchos, fundamentalmente a los representantes de los intereses de Washington y de Tel Aviv, por lo que siempre ha estado amenazada.
No se puede negar que junto con el líder egipcio Gamal Abdel Nasser, Gaddafi levantó banderas de la unidad de la Nación Árabe; se enfrentó al Occidente presionando a los países que apoyaban a Israel en sus atrocidades contra el pueblo de Palestina; amenazó con el retiro de las licencias de explotación a las empresas que funcionaban dentro del territorio (en 1973 nacionalizó el 51% del capital de todas las compañías extranjeras) y se incorporó al desarrollo de energía nuclear. Por ello en la década de los 80 se le calificó de enemigo del imperio y se colocó en una lista de gobiernos considerados por Estados Unidos como terroristas, entre los cuales estuvo también el de Sadam Husein.
En 1986, Ronald Reagan ordenó el bombardeo al aeropuerto de Trípoli, los cuarteles de Al´Aziziyah, sede del manejo de las Fuerzas aéreas libias y residencia temporal de Muammar al-Gaddafi, el puerto militar de Sidi Balal, y la Base Aérea de Benina. En esos ataques Muammar Al Gaddafi perdió uno de sus hijos.
Libia, sexta economía en el continente africano, ocupa el cuarto lugar entre los países miembros de la OPEP y cuenta con sólo 6 millones de habitantes, lo cual revela el nivel adquisitivo de su población. De allí la voracidad manifiesta del imperio por apoderarse de sus recursos.
A principios de esta década (2004), la política de la nación del norte de África hacia Estados Unidos y Europa fue flexibilizada (a Gaddafi se le acusó entonces de ceder a los intereses de Washington). Fueron reanudadas las relaciones diplomáticas entre Washington y Trípoli; entonces Libia fue retirada de la lista de países terroristas. Pero a 8 años de esas “demostraciones amistosas”, ello no ha sido suficiente para que el régimen de Muammar Al Gaddafi esté fuera de la mira de Washington, cuyo interés por este país es el petróleo. Este recurso representa prácticamente la totalidad de sus exportaciones (95%), el resto está distribuido entre gas y rubros agrícolas.
La otrora revolución de la República Libia Jamahiriya además de levantar la economía, a través de precios justos para su petróleo, apoyó las luchas de pueblos como el de Palestina, lo cual le valió ser calificada entre las naciones aptas para ser invadidas por los gendarmes del mundo, quienes gracias a los últimos acontecimientos tienen el camino abierto para la intervención, incluso a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Guerra avisada
La situación en Libia da al traste con el concepto de revolución popular que supuestamente está en marcha en Tunes y Egipto. Tal parece que la mesa estaba servida para llegar hasta Trípoli. Intervenir Libia facilita el ataque contra Siria e Irán. Porque definitivamente aunque son obstáculos para sus proyectos, los objetivos no son Mubarak, Gaddafi, Ahmadineyad o Nasrallah, entre otros. El fin del imperio es dominar de una vez por todas la región. Hagamos memoria de todo el camino que recorrió Estados Unidos para invadir Irak.
El plan anunciado por la entonces Secretaria de Estado de George Bush, Condolezza Rice de trabajar para darle un nuevo rostro al Medio Oriente, sin Islam y con gobiernos “impulsados” por Washington en esa región energética está aplicándose minuciosamente.
La inestabilidad y el caos que siguió a la llamada “guerra contra el terrorismo” o “doctrina de la guerra preventiva” formó parte del plan para darle una nueva forma a las relaciones de poder en esa región; dibujar nuevas fronteras políticas y militares que pudieran derrotar a los movimientos antiimperialistas enfrentados abiertamente a Washington y Tel Aviv. Las subsiguientes masacres contra pueblos como el de Palestina y Líbano develaron parte del propósito de la Casa Blanca, desde donde siempre se ha financiado y dotado de recursos para la guerra en esa zona convulsa gracias a la intervención extranjera.
El plan busca la división en el Medio Oriente, tanto ideológica, religiosa, como territorial, que facilite la incursión de las fuerzas del llamado gobierno mundial o corporativo.
Este proyecto tiene entre sus líneas transversales generar sentimientos contra Islam. La llamada Islamofobia se ha exacerbado especialmente luego de la implosión de las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001, lo cual sirvió para justificar los crímenes que Estados Unidos y sus aliados cometieron inmediatamente después en Afganistán, Irak, Palestina y Líbano.
La judeofobia permitió a los nazi el exterminio de millones de judíos y la posterior invasión a Palestina por parte del movimiento sionista. La islamofobia facilita el exterminio de los pueblos árabes y su posterior ocupación por los neocolonizadores.
En Estados Unidos, una gran porción de ciudadanos perciben como negativo al Islam y de los encuestados, uno de cada cuatro asume “posiciones antimusulmanas y antiárabes extremas” (aunque no todos los árabes profesan la religión islámica). Ello no es gratuito, se trata de un trabajo realizado por la inteligencia de EEUU e Israel para justificar las masacres, genocidios e invasiones que ha puesto en marcha.
La excusa del fundamentalismo
Como si no hubiera más fundamentalismo que el Islámico, la propaganda de Estados Unidos ha concentrado su gatillo contra quienes siguen el Corán. Pero ha sido precisamente Estados Unidos, el imperio y su principal aliado en Medio Oriente, Israel, el que ha alimentado el fundamentalismo religioso, en el cual se han refugiado quienes han concluido no tener otro camino que ese.
En Palestina ocupada, lo que ahora se le denomina Israel, fue asesinado el primer ministro israelí, Isaac Rabin, por un sionista fundamentalista;
George Bush animó el fundamentalismo cristiano cuando aseguró recibir órdenes de Dios para invadir Irak. Por cierto que su gobierno al reconocer que había cometido un error en la invasión cuyo objetivo era encontrar armas armas de destrucción masiva puso en un aprieto al mismo Dios.
Irónicamente Estados Unidos es el país donde se comente la mayor cantidad de crímenes originados por el fundamentalismo religioso. Un informe presentado por Christian Security Network, titulado “Delitos contra Organizaciones Cristianas en Estados Unidos” devela que sólo el año pasado se cometieron más de mil doscientos delitos contra organizaciones cristianas.
Cuchillo para su propia garganta
La salida de los mandatarios, unos ya derrocados y otros en peligro de ser depuestos de sus cargos no es garantía para nadie de que en su lugar se instalen regímenes democráticos, participativos y protagónicos, por el contrario, lo más probable es que se repita lo ocurrido en Irak, donde fue instalado un gobierno que responde a los intereses de la Casa Blanca.
La invasión a Libia, bastante adelantada, no se puede justificar, como tampoco evitar la condena que pueda merecer -en el marco de un golpe de estado fomentado desde afuera con apoyo norteamericano- cualquier exceso, violación a derechos humanos o masacres que pueda cometer el estado Libio contra la población.
Pero si hay algo realmente claro son los intereses por lograr la división del territorio Libio, fomentado por grupos de la zona oriental del país, la más rica en petróleo. El separatismo que pueda generarse favorece a los negociadores ingleses que tienen sus recursos invertidos. No en vano Gran Bretaña envió ya sus busques “para defender lo suyo”.