Libia y el mundo del petróleo

El mes pasado, en el tribunal internacional sobre crímenes durante la guerra civil en Sierra Leona, el juicio del ex presidente liberiano Charles Taylor llegó a su fin. El fiscal general, el profesor de derecho estadunidense David Crane, informó a The Times de Londres que el caso estaba incompleto: los fiscales pretendían encausar a Muammar Kadafi, quien, dijo Crane, “era finalmente el responsable por la mutilación y/o asesinato de 1.2 millones de personas”.

Pero el encausamiento no se daría. Estados Unidos, el Reino Unido y otros países intervinieron para bloquearlo. Al preguntarle por qué, Crane dijo: “Bienvenido al mundo del petróleo”.

Otra víctima reciente de Kadafi fue sir Howard Davies, el director de la Escuela de Economía de Londres, quien renunció después de revelaciones de los lazos de la escuela con el dictador libio.

En Cambridge, Massachusetts, el Monitor Group, una firma de consultoría fundada por profesores de Harvard, fue bien pagado por servicios tales como un libro para llevar las palabras inmortales de Kadafi al público “en conversación con famosos expertos internacionales”, junto con otros esfuerzos “para mejorar la apreciación internacional de Libia (la de Kadafi)”.

El mundo del petróleo rara vez está lejos en el telón de fondo en asuntos que conciernen a esta región.

Por ejemplo, cuando las dimensiones de la derrota estadunidense en Irak ya no podía ocultarse, la retórica bonita fue desplazada por el anuncio honesto de objetivos políticos. En noviembre de 2007 la Casa Blanca emitió una declaración de principios que insistía en que Irak debe conceder acceso y privilegio indefinidos a los invasores estadunidense.

Dos meses después, el presidente George W. Bush informó al Congreso que rechazaría la legislación que limitara el emplazamiento permanente de las fuerzas armadas estadunidense en Irak o “el control de Estados Unidos de los recursos petroleros de Irak”; demandas que Estados Unidos tendría que abandonar poco después ante la resistencia iraquí.

El mundo del petróleo ofrece una guía útil para las reacciones occidentales ante los notables levantamientos pro democráticos en el mundo árabe. Al dictador rico en petróleo que es un cliente confiable se le da virtual rienda suelta. Hubo poca reacción cuando Arabia Saudita declaró el 5 de marzo: “Las leyes y las regulaciones en el reino prohíben totalmente todo tipo de manifestaciones, marchas y plantones así como la convocatoria a los mismos ya que van contra los principios de la Shariah y las costumbres y tradiciones sauditas”. El reino movilizó a enormes fuerzas de seguridad que rigurosamente aplicaron la prohibición.

En Kuwait, pequeñas manifestaciones fueron sofocadas. El puño de hierro golpeó en Bahrein después de que fuerzas militares encabezadas por Arabia Saudita intervinieron para garantizar que la monarquía sunita minoritaria no se viera amenazada por llamados a reformas democráticas.

Bahrein es sensible no sólo porque alberga a la Quinta Flota de Estados Unidos sino también porque colinda con áreas chiítas de Arabia Saudita, ubicación de la mayor parte del petróleo del reino. Resulta que los recursos energéticos primarios del mundo se localizan cerca del norte del golfo Pérsico (o golfo Arábigo, como a menudo le llaman los árabes), en gran medida chiíta, una potencial pesadilla para los planificadores occidentales.

En Egipto y Túnez, el levantamiento popular ha conseguido victorias impresionantes, pero, como informó la Fundación Carnegie, los regímenes permanecen y “al parecer están decididos a frenar el ímpetu pro democrático generado hasta ahora. Un cambio en las elites gobernantes y el sistema de gobierno sigue siendo un objetivo distante”; y uno que Occidente buscará mantener así.

Libia es un caso diferente, un Estado rico en petróleo dirigido por un dictador brutal que, no obstante, es poco confiable: Un cliente digno de confianza sería preferible por mucho. Cuando estallaron protestas no violentas, Muammar Kadafi actuó rápidamente para aplastarlas.

El 22 de marzo, mientras las fuerzas de Kadafi convergían en la capital rebelde de Bengasi, el principal asesor sobre Medio Oriente del presidente Barack Obama, Dennis Ross, advirtió que si había una masacre, “todos nos culparían a nosotros por ello”, una consecuencia inaceptable.

Y Occidente ciertamente no quería que el coronel Kadafi aumentara su poder e independencia sofocando la rebelión. Estados Unidos se unió a la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de una “zona de exclusión aérea”, que sería puesta en práctica por Francia, el Reino Unido y Estados Unidos.

La intervención evitó una probable masacre pero fue interpretada por la coalición como la autorización para el apoyo directo a los rebeldes. Se impuso un cese el fuego a las fuerzas de Kadafi, pero se ayudó a los rebeldes a avanzar hacia el oeste. En poco tiempo conquistaron las principales fuentes de la producción petrolera de Libia, al menos temporalmente.

El 28 de marzo, el periódico en árabe con sede en Londres Al-Quds Al-Arabi advirtió que la intervención dejaría a Libia con “dos estados, un este rico en petróleo y en manos de los rebeldes y un oeste encabezado por Kadafi y sumido en la pobreza... Dado que los pozos petroleros han sido asegurados, podríamos encontrarnos enfrentando a un nuevo emirato petrolero libio, escasamente habitado, protegido por Occidente y muy similar a los estados emiratos del golfo”. O la rebelión respaldada por Occidente podría seguir adelante hasta eliminar al irritante dictador.

Se arguye comúnmente que el petróleo no puede ser un motivo para la intervención porque Occidente tiene acceso al mismo bajo el régimen de Kadafi. Cierto pero irrelevante. Lo mismo pudiera decirse sobre Irak bajo el régimen de Saddam Hussein, o Irán y Cuba actualmente.

Lo que Occidente busca es lo que Bush anunció: el control, o al menos clientes dignos de confianza y, en el caso de Libia, el acceso a enormes áreas inexploradas que se espera sean ricas en petróleo. Documentos internos británicos y estadunidense insisten en que el “virus del nacionalismo” es el mayor temor, ya que podría engendrar desobediencia.

La intervención está siendo realizada por las tres potencias imperiales tradicionales (aunque podríamos recordar –los libios presumiblemente lo hacen– que, después de la Primera Guerra Mundial, Italia llevó a cabo un genocidio en el este de Libia).

Las potencias occidentales están actuando en virtual aislamiento. Los estados en la región –Turquía y Egipto– no quieren participar, tampoco África. Los dictadores del golfo se sentirían felices de ver partir a Kadafi; pero, aun atiborrados de las armas avanzadas que se les ofrecen para reciclar los petrodólares y asegurar la obediencia, apenas ofrecen más que una participación simbólica. Lo mismo aplica en otros lugares: India, Brasil e incluso Alemania.

La primavera árabe tiene raíces profundas. La región ha estado en fermentación durante muchos años. La primera de la ola actual de protestas empezó el año pasado en el Sahara Occidental, la última colonia africana, invadida por Marruecos en 1975 y retenida ilegalmente desde entonces, de manera similar a Timor Oriental y los territorios ocupados por Israel.

Una protesta no violenta en noviembre pasado fue sofocada por fuerzas marroquíes. Francia intervino para bloquear una investigación del Consejo de Seguridad sobre los crímenes de su cliente.

Luego se encendió una llama en Túnez, que desde entonces se ha extendido para volverse una conflagración.



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Noam Chomsky


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