Estupefacto queda quien mira nomás, ello sin atreverse a aventurar una reflexión porque al final de ella podría terminar preguntándose para qué diablos sirve el mundo y su civilización, esta noción tan cincelada a largo de los tiempo y libros, tal sublimada; o esa rimbombante elaboración legal que se llama derecho, derecho internacional, respeto, sociedad, progreso, avance, humanismo o lo que sea que apunte a la convivencia del hombre y los pueblos en paz.
En el contexto político, económico y social del mundo presente, es realmente peligroso para la salud mental ponerse a valorar nada que apunte a ensalzar progreso humano alguno, porque esta historia nuestra de cada día pareciera ser, cada vez más, la relación de cómo se deconstruye la vida culta y sus logros, esto es, la historia y la reflexión, el humanismo, la acumulación mental positiva de los tiempos. Podría resultar sin sentido alguno hablarle, por ejemplo, a un joven sobre las bellas artes, humanismo, progreso, educación, altruismo, futuro, si los líderes planetarios andan como andan y parecieran tener como objeto el exterminio del mundo y su planeta, o, por los menos, el mundo de los demás, que no el de ellos. Es muy probable que termine carcajeándose, tildando a uno de maricón y anticuario.
Hay la conciencia de la crisis, es cierto, y también el sentir de su efecto sobre la carne viva que palpita necesidades. Hay problemas, es verdad. Tú los ve, él los ve, cuando no los viven. En Grecia, otro ejemplo, hay la estampida, y parece ya un problema lo elemental humano animal y social, como comer, trabajar, vivir... Y en tantos otros lugares que sobra mencionar, incluyendo hasta los mismos países donde pernotan los pocos dueños que tiene este mundo, esto es, ese acendrado 1% capitalista dueño del 99% restante del planeta. En los mismos EEUU estallan los problemas, con manifestaciones indignadas, con luminosos brotes de conciencia, y miedos e incertidumbres respecto del futuro, dolores del alma y cuerpo respecto del presente...
Hay la crisis, sí, pero ello no obsta que se sienta coraje y desilusión, y ese gran impulso de tratar de abandonar la condición humanista y abrazar el animal que llevamos por dentro para irnos a pastar al monte, a medrar y fornicar sin reglas. Se puede pensar que en momentos de crisis se aflojan las cuerdas, los tornillos y los goznes de las puertas, pudiéndose tolerar el ruido del descontrol; pero, como se dijo, no obsta ello para sentir indignación. ¿Caramba, porque se hundan los EEUU en sus problemas, por ejemplo, hay que aceptar con alegría y naturalidad que los hijos de sus madres acaben con medio mundo? No, no y no.
A diario se oye la estupidez hablar, razonando... (Se ha llegado a un punto en que la estupidez también razona y va a la escuela. No es de extrañar: durante la Edad Media hubo una noción estrafalaria del mundo al revés y muchos vivieron de cabeza). Dice la estupidez que se justifica, que es lógico que el todo o nada del gran país en crisis se presente como opción válida de cara a su supervivencia; que se justifica, desde el punto de vista animal, su instinto aniquilador, porque nadie quiere perecer así como así; y se justifica, también, desde el punto de vista de la razón, sus concreciones de supervivencia, como el bombardeo, el expolio, la invasión, la muerte, el genocidio, la contaminación ambiental...
He allí a lo que ser refiere este escrito. Se pierde la capacidad de asombro, se acepta la hecatombe bélica, el egoísmo y la supervivencia como valores humanos de primer orden. Y no está mal enfocado que sea así con respecto a la supervivencia, se da ahí la razón, pero no parece justificable cuando es posible sobrevivir sin acabar con tantas vidas y sociedades, cuando se asoman por ahí otras opciones salvadoras.
Pero, claro, se sabe. Este mundo es el mundo. Es un hecho tecnológico, hasta el punto que funciona como máquina, despreciando en sus propios objetivos a sus mismos operadores, los seres humanos. De película, pues, cuando metal maquinario domina las mentes. El descomunal robot de la construcción humana, el inmenso aparato de la civilización, el gran modelo de vida, capitalista si usted lo quiere ver así, que aspira a ordenar en billetes, tornillos y funciones hasta la fisiología de los humanos sentimientos. La máquina no puede parar y menos morir, aunque su funcionamiento sea el eterno movimiento de la locura, locura que se duele y conduela de la perdida material y no moral, sino vital.
¿Habrá, pues, que aceptar el desmán y la guerra como los eternos valores? ¿Será que al fin tuvo razón el futurista Filippo Tommaso Marinetti (1876) cuando proclamó acariciar a la guerra como el instrumento de depuración humana, de higiene del mundo? Quizá. Tal parece el sino de nuestra triste historia humana. Y, sin ir muy lejos, así fue durante la primera y segunda guerras mundiales, cuando los pequeños países europeos que modernamente han asediado al mundo (Francia, Inglaterra, Alemania, España, Italia y ahora EEUU) enloquecieron por un problema de mercados entre ricachones. Los duques, magnates, generales, comerciantes, reyes, sintieron primero el rigor de una crisis (como la del presente), luego se preocuparon por sus haberes (disfrazándolos con la palabra patria, como hoy se hace con la democracia), después calcularon que había que combatir para salvar sus tesoros (disfrazados con nacionalismo), para, finalmente, mandar a los pendejos a morir por ellos.
Por esta razón y cualquier otra que se le antoje a usted, señor lector, es que parece ridículo en el presente hablarle de futuro a un joven, si el presente se corporiza como una nutrida promesa a futuro de destrucción. Cuando el mundo está patas arriba y las hermosas palabras de la civilización humana, como democracia, contrato social, derecho internacional, progreso, se extienden sobre la mesa como involuciones contra sí mismas.
El mundo se ha hecho, en fin, una mentira. Vive de apariencias, de palabras perdidas, de supuestos, de antes e inciertos y lamentables después, de etimologías trucadas. Como si este siglo XXI se presentara a los ojos como la era del fraude civilizatorio, punto de inflexión de una inminente deconstrucción mundial, cambio de paradigma, momento de conversión hacia lo que desde ya podría denominarse barbarismo ilustrado. El progreso y la civilización, la fundamental e histórica antigüedad de valores humanistas del hombre, la Edad Media y sus arcanos, el Renacimiento y sus luces, la historia en general y su conocimiento, el rampante modernismo, cualquier noción constructiva positiva habrá de ser utilizada en los sucesivo para la nueva era de la guerra y la destrucción, para acabar con más eficiencia lo que tesoneramente el hombre a construido para al fin caminar bípedamente.
Doctos generales al frente, académicos ilustrados entre bastidores, poderosísimos magnates con su entretenido juego de las riquezas, donde mueren millares... Bueno…, así ha sido siempre, pero nunca antes se tuvo poder y capacidad de la destrucción a tan galopante escala…
¿Por qué lo dicho? ¿Por qué el pesimismo y el dejo impotencia? Preguntas necias cuando la evidencia del mundo presente grita. Hay una guerra mundial en curso, no tan escandalosa como las precedentes porque el hombre utiliza su cultura, civilización e ilustración para soterrarla (guerras cultas, culturosas, de culturas). Pero la hay con claridad, y el hecho parece enseñar que tal es el sino humano: guerrear para prevalecer. Hoy, como antes, los países líderes mundiales presentan deficiencias, crisis, pero actúan bárbaricamente en civilización para resolver sus problemas. Hay la repetición de la historia de la primera y segunda guerras mundiales, cuando se les movió el piso a las potencias y se fueron a la conflagración. La guerra siempre será una argumentación cívica y civilizada para ir contra la civilización humana.
Sólo que ahora, aparte lo dicho, se desarrolla como un mecanismo crudo de sujeción contra el más débil, impúdicamente. No hay el escándalo del enfrentamiento directo entre los grandes, como lo hicieran en el pasado las potencias entre sí. Hay el abuso, la extralimitación, el expolio del más pequeño por el más grande, cuando no hay, pero a través del campo de guerra que son los países más pendejo, un enfrentamiento entre poderosos.
La reflexión da para preguntas retrospectivas que no se deberían hacer por su crudeza y evidencia descaradas: cae Irak por la mentira forjada de la tenencia de armas de destrucción masiva (en realidad, cae por petróleo); cae Afganistán por la mentira forjada del terrorismo (en realidad, allá hay el lucro con el tráfico de “adormideras”); cae Libia por la mentira forjada de la violación de los derechos humanos de la población civil (en realidad, por cae el petróleo y el agua subterránea de sus desiertos)... Cae la razón y cualquier arresto de humanidad que se puedan concebir. El rico y poderoso enfilándola contra el débil para salvar su mecanismo del dinero, su sistema y su ideología, con la sangre de los otros.
Y da la reflexión, además, para proyectar y seguir tumbando razones o aureolas orgullosas del animal pensante: ¿caerá Irán con el cuento que sea que se le endilgue, pero ─sabemos─ petrolero de fondo; y Venezuela, también por lo mismo? Y cualquier otro que posea herramientas o riquezas para reparar la máquina del progreso plutócrata mundial (recuerde la máxima de la práctica capitalista salvaje: el 1% sujeta el 99%). Menciónese nomás estos casos (Irán y Venezuela), puestos en la mesa del presente, para referirnos a cualquier otro país que encarne la maldición de poseer un don natural.
Finalmente, la reflexión aconseja el armamento, la defensa y la guerra, y no tolera ridiculeces humanistas en decadencia, especialmente esas que aconsejan la paz, la concordia, la democracia, el progreso y la civilización. ¡Caramba, a callar! Mírese no más lo ocurrido bajo tales banderas... Vivimos la nueva era, la dicha, la del barbarismo ilustrado, y vale la vida para contarlo. Se repite: la reflexión aconseja a Venezuela, como Irán lo está haciendo, armarse lo más siniestramente posible para defender sus riquezas naturales, de tal modo que provoque el mayor daño posible al invasor, y nada de oír las voces endulzadas y “progresistas” que emiten ciertas subespecies humanas actuales que aconsejan las buenas maneras y costumbres, el progreso y la civilización, todos flagrantes argumentos huecos, palabras trucadas de la destrucción y el engaño, tan en bogas, que en burla ejercen los poderosos contra los más pequeños para borrarlos del mapa de la vida. ¿Cuál es el cuento de tales ilustrados? Muamar el Gadafi, en Libia, se desarmó tontamente en nombre del humanismo y el progreso nada más para mejor ser presa de quienes lo invadieron. Cuentos jurásicos del barbarismo ilustrado de nuestros tiempos que, por el timbre de sus palabras, se sabe de lejos a qué época pertenecen y por quién y para quién, ideológicamente, medran.
Tendremos que decir, con Marinetti, que el futuro es la guerra, en nuestro caso, venezolanos, defensa y subsistencia.
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