Guatemala: dos años antes (1966), día 2 de octubre por la madrugada un austin deportivo se desplazaba a 90 kilómetros por hora sobre la carretera Roosevelt en los alrededores de la ciudad de Guatemala. ¡Maldición! una mala jugada del destino: el vehículo se volcó y se incendió de forma inmediata. Tres ocupantes: dos mujeres y un hombre. Una salió en llamas del vehículo y sobrevivió. Los otros dos perecieron quemados. Ivonne Flores (militante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Luis Turcios Lima (comandante de las FAR).
Duro y trágico el golpe para los revo lucionarios guatemaltecos la muerte de Ivonne y del eterno comandante Turcios Lima. Igual fue un revés para los movimientos de liberación que se batían disputándose poder contra las fuerzas leales al siempre capitalismo salvaje. Dicen algunos biógrafos del excelso y joven comandante, que su deceso fue el suceso decisivo y catalítico de la fase transitoria de involución que el proceso revolucionario guatemalteco hubo de soportar. La historia no se detiene. Turcios Lima está dentro de ella para ¡siempre comandante!
México: dos años después (1968), día 2 de octubre por la noche, en la plaza de Tlatelolco, mueren acribillados casi 500 estudiantes por las balas asesinas del gobierno presidido por Gustavo Díaz Ordaz. Desde allí para nombrar esa plaza hay que recordar que fue testigo muda de aquella trágica noche de Tlatelolco. México estaba abolido, dice Carlos Monsiváis. “Reprimir es gobernar. Gobernar es explicar serena y patriarcalmente la represión”. Era la deducción que hacían los campesinos, los obreros y los estudiantes víctimas de las tropelías del gobierno de Díaz Ordaz. México había sido premiado con los Juegos Olímpicos (1968) y el Mundial de Fútbol (1970). México tenía que estar completamente “pacificado” para que el escenario no tuviera ni una sola palabra de reclamo para los dos más grandes eventos deportivos del planeta. Ninguna idea de justicia social puede estar por encima u opacar eventos de tan magna naturaleza. Esa es la consigna de las fuerzas del orden bajo las bayonetas del capitalismo. Díaz Ordaz sólo tenía que vivir y disfrutar las olimpiadas (donde se disputaban la URSS y los Estados Unidos la supremacía de las medallas doradas) y el choque de los titanes del fútbol y la oportunidad de ser sede del primer tricampeón en la historia de la copa Jules Rimet: Brasil, tal como lo logró. Si la sangre del pueblo mexicano era necesario que ahogaran las plazas y calles mejicanas, para que el escenario estuviese pacificado, la orden estaba dada por adelantado.
Unos meses antes, en la Francia de la gran revolución burguesa y de Robespierre pero esencialmete de Marat, los estudiantes inundaron el ambiente con slogans y creencias circulares: ¡prohibido prohibir! ¡Hacer el amor es hacer la revolución y hacer la revolución es hacer el amor! ¡Seamos realistas, exijamos lo imposible! Esas consignas viajaron al nuevo mundo como antes lo hicieron las ideas de la revolución francesa despertando conciencia de independencia. En los Estados Unidos, el rock tenía visión del mundo, el movimiento hippie se rebeló contra el sistema negando la higiene y la sumisión. La efigie del Che estaba en el pecho de cada joven que quería pensar y ser parte del protagonismo de la historia de su patria. El pequeño Vietnam ya había derrotado al gigante del planeta. Cuba y su revolución eran el centro de atención de todos los movimientos insurgentes y de la mayoría de los estudiantes de América Latina y el Caribe. La música de protesta llegaba a muchos corazones y despertaba simpatía por los rebeldes en cualquier parte del mundo. Era la década de los sesenta la más sangrienta y más revolucionaria del siglo XX.
Los estudiantes rechazaban la importación de “héroes ajenos”. La manifestación del silencio alzó las efigies de próceres patrios: Hidalgo, Morelos, Zapata, Juárez y Villa, simbolizaban el pensamiento y el sueño de los estudiantes. Una madre levantó su mano en ¡V! encabezando el sepelio de su hijo asesinado por la espalda por sólo expresarse en una pared. Los políticos del sistema dictaban discursos de halago generacional y ensoñaciones apocalípticas. Así lo dice Carlos Monsiváis.
Dice Sergio Zermeño, en su obra “México: una democracia utópica el movimiento estudiantil del 68”, que “En 1968 los estudiantes mexicanos emprendimos una lucha. Nuestros objetivos eran tan obvios como inciertos. Sabíamos contra quién y contra qué dirigir nuestra cólera. Habíamos sido golpeados injustificablemente por la policía como tantos otros, vivíamos bajo un régimen en el que las decisiones eran tomadas por el Estado y sus vastas extensiones, y luchábamos contra esa prepotencia”.
Los estudiantes querían una sociedad más democrática y que no hubiera necesidad de cambiarse el nombre y ponerse una capucha para que los reconocieran y los identificaran. Para los estudiantes, lo dice Sergio Zermeño, “... es difícil hacer sociología en México y en los países en desarrollo, en las sociedades heterogéneas, pero no es imposible. Ahí donde hay acción hay objeto de la sociología en su sentido más estricto: el enfrentamiento conflictivo de las fuerzas, clases, agregados sociales. Qué mejor oportunidad para entender el carácter de nuestra sociedad –donde no han sido las grandes conmociones sociales las que han permitido eslabonar la historia desde hace varios decenios- que profundizando en ese desangramiento que fue el 68...”. Los estudiantes hicieron el capítulo más dramático de su sociología la noche de Tlatelolco, un 2 de octubre de 1968. Los mercenarios de la vida, los asesinos de siempre, los verdugos de pueblo entero también hicieron su mejor y más indigno capítulo de su antisociología con la matanza de estudiantes. Díaz Ordaz sólo hizo su biografía festejando su victoria sobre centenares de cadáveres de estudiantes.
Mao (victorioso en China) y Trotsky (vilmente asesinado en México en 1940) eran, para el gobierno y algunos dirigentes estudiantiles sin sangre de rebeldía, los ideólogos culpables del “desorden”, de la “conspiración nacional e internacional”, de la “provocación” y “agitación” de oficio contra el gobierno de México. Ninguna causa interna servía de fundamento a la rebeldía estudiantil. Así se piensa y así se dice en los círculos de la burguesía y sus servidores cuando ninguna obra del gobierno garantiza democracia, justicia y libertad. Los estudiantes son demasiado sensibles para que los engañen con discursos académicos que niegan la miseria y la represión y al frente las tienen como camino cierto para su pueblo.
La lucha había comenzado. El pliego petitorio hablaba por los estudiantes. El gobierno no habla, actúa y reprime. Sus bayonetas respondían por el gobierno. El ejército pisotea el territorio libre de la academia. Los estudiantes dicen que así no se dialoga. Quieren soluciones justas y no las amenazas. Ninguna prueba de parafina para descubrir las manos asesinas. Los obreros se acercan a los estudiantes. Los campesinos se acercan a los estudiantes. Todo parece hacerse posible. Se hace una trilogía de temor para el gobierno. “¡Preparen armas, que vamos a disparar!” era la orden de alerta para los asesinos.
El Zócalo hace mucho está manchado de sangre. Los estudiantes no hicieron más que agregarle su cuota. La muerte en Tlatelolco será más sangrienta y más cuantiosa. Los estudiantes gritaron frente al Palacio Nacional. Las palabras chocaban contra los muros. Los políticos acuartelados escuchaban pero no miraban. Nunca aprendieron hablar con el corazón. El contenido más profundo del movimiento estudiantil le atormentaba los oídos al mandatario bien custodiado alrededor de su sillón de mando. El Che estuvo en el Zócalo y también en la plaza Las Tres Culturas en Tlatelolco. Su efigie era motivo de admiración para los estudiantes y de odio para el gobierno.
Dice Sergio Zermeño que la manifestación del 27 de agosto fue el punto cúspide, en el que la alianza de este actor colectivo (estudiantes-obreros-campesinos) mostró su mayor identidad, su más alta consistencia, su coherencia leviatánica, pero también, al final del acto, su desarticulación y su desmoronamiento. El 2 de octubre sería un cierre sangriento y de alto precio pagado por los estudiantes en su lucha por su ideal.
Los estudiantes habían hecho su campamento principal en la plaza de la Constitución. La Carta Magna de México había sido vilipendiada por los que antes juraron cumplirla y hacerla cumplir. No había ningún capítulo para tantas muertes. Allí discutían, se desplazaban, reflexionaban, comían, dormían y mantenían viva su esperanza de triunfo. El 28 de agosto llegaron dos batallones de infantería, doce carros blindados de guardias presidenciales, un batallón de paracaídas, cuatro carros de bomberos, doscientas patrullas azules y cuatro batallones de tránsito. Eran menos que los estudiantes pero tenían las armas y la impunidad para el crimen. Desalojaron a los estudiantes. Un “histórico triunfo” para el gobierno: ocuparon el campamento de los estudiantes y descubrieron que allí había sólo mexicanos e ideas y no armas para la muerte.
2 de octubre. Sólo faltan 10 días para ser inaugurados los Juegos Olímpicos en México 68. Se necesita el silencio como la sumisión al amo. Sólo muchas muertes pueden “silenciar” un día. Siempre se escapa un rumor que lleva el mensaje a otros destinos. El batallón Olimpia estaba preparado para la faena. Sus hombres y su armamento vestirían de luto las olimpiadas. Comenzaron a llegar los estudiantes a la plaza Las Tres Culturas de Tlatelolco. Muchos jóvenes y niños fueron llenando los espacios para que nada quedara vacío. Desde ventanas y balcones se miraban los tumultos. Los oradores hicieron uso de la palabra. Los discursos eran encendidos. Los estudiantes no saben callar cuando las injusticias son demasiado largas y pesadas. Los aplausos testimoniaban el afecto por el contenido. Había muerto la tarde con el sol. Los estudiantes parecían miles de estrellas. Era una sola cultura la de los estudiantes. La otra estaba armada esperando la orden del disparo para la muerte.
Todo parecía que el mitin culminaba con el repliegue de los estudiantes. Ya no había silencio. No hubo un disparo dando orden de muerte. Muchos fueron los disparos directos a la multitud. Había pocos espacios descubiertos para correr y cubrirse el cuerpo de las balas. Muchos estudiantes comenzaron a caer sin vida. Muchos otros heridos. Los estudiantes estaban cercados. Las ráfagas tronaban sin reposo. Ningún asesino descansa mientras las víctimas no satisfagan en grado superlativo su ego. Los estudiantes corrían como podían, saltaban unos sobre otros. Muchos tropezones y muchas caídas. Las balas seguían produciendo muertes. En el Palacio Nacional, Díaz Ordaz estaba feliz. Los ministros también estaban felices y consentían la matanza.
Los balcones cerraron sus ventanas. Una bala perdida dio en el corazón de un cuadro de Jesús. No pudieron volarle la cabeza al Che. Las sirenas entonaban cantos luctuosos y fúnebres. Los estudiantes seguían corriendo y los asesinos disparando. Unos niños murieron haciendo una escalera de muertes. Estaban dopados de odio irracional los mercenarios. Los estudiantes gritaban. La sangre corría a cántaro. Daban en el blanco las balas y los estudiantes se derrumbaban muertos. Expertos tiradores los del batallón Olimpia.
El Estado es el poder y la ley. Las metrallas sus voces. Las balas sus respuestas. Los estudiantes los muertos y los mártires. Cesaron por un instante las armas para que los criminales otearan los destinos. Volvieron a tronar y más estudiantes muertos y heridos. Las madres lloraban desesperadas en distintos rincones de México. Alrededor de 500 madres se vestirían de luto. Alrededor de 500 estudiantes muertos. Los “héroes” del Estado no encontraron obstáculos en su camino de sangre y de muerte. México casi entero se vistió de luto, lloró sus muertos y se indignó en silencio. Latinoamérica, casi entera, se vistió de luto. Hizo solidaridad en el silencio. Este, muchas veces, también es culpable de la tragedia. Romper el silencio es obra de victoria. Siguen habiendo silencios peligrosos.
A Tlatelolco le mutilaron parte de sus entrañas. Había que dejarle una herida de largo tiempo. Los soldados y policías de la muerte fueron condecorados. Derrotaron a un enemigo muy poderoso y terco: los estudiantes. Ningún criminal fue sentado en el banquillo de los acusados. Los estudiantes presos ocuparon su lugar en Lecumberri.
Héctor Aguilar Camín, dice Carlos Monsiváis, ha señalado una realidad complementaria de la mitología que la matanza de Tlatelolco engendra y define: la escasa o nula respuesta ante los asesinatos diarios, los tlatelolcos inadvertidos de, por ejemplo, los indígenas de Chiapas y en Hidalgo. Chiapas hablaría 26 años después con Marcos cubierto el rostro con un pasamontañas para que lo reconozcan y lo identifiquen. Los estudiantes hicieron su épica al querer construir, en 1968, una democracia y una nueva moral política. Un alto precio literal de vidas pagaron por su osadía. En México, como en muchas regiones del mundo, los sueños de justicia y democracia se vuelven utopías reprimibles. Díaz Ordaz fue el vocero de la culpa. El régimen de capitalismo salvaje el verdadero culpable de la matanza de estudiantes en Tlatelolco. En la historia nunca habrá espacio ni tiempo para redimir a los asesinos.
Cuarenta y tres años de aquella trágica y dramática matanza de estudiantes. Los dolores aún existen y son las libertades que no se han conquistado. Los asesinos que sobreviven tienen su historia en secreto. Los estudiantes muertos la escribieron sembrándose en la tierra. Hoy, ya maduros, juegan sus huesos para regresar rebeldes cuando todo el pueblo mexicano responda al llamado del general Emiliano Zapata. Villa se encargará de la frontera. Hidalgo y Morelos darán la misa de bendición a los nuevos combates. Juárez se enfrentará a los imperios. Lucio Cabañas llenará los montes de guerrilla. Y cada Marcos se batirá en la lucha política sin capucha ni seudónimo sembrando los campos y las ciudades con nuevos amaneceres. Y la plaza Las Tres Culturas, por antonomasia, se llamará para siempre: campamento de los estudiantes mártires.