Gloria Gaitán, hija del asesinado líder colombiano en 1948 Jorge Eliécer Gaitán, lanzó una nueva proposición a la mesa de diálogos por la paz en Colombia que se realiza en La Habana, para que se tome en consideración el famosísimo y breve discurso que un 7 de febrero de 1948 pronunciara su padre en la Manifestación del Silencio que tuvo como escenario la plaza Bolívar de Bogotá. No sé cuántas personas en este mundo –en general- y en Colombia –en lo particular- hayan leído ese discurso. Tal vez, muchos o, quizás, pocos pero hayan sido pocos o muchos nada le resta importancia y vigencia al contenido de ese extraordinario discurso pronunciado por el gran líder y eminente orador que la oligarquía colombiana asesinó para evitar que llegara a la Presidencia de la República con una aplastante mayoría de votos populares.
Creo que no vale la pena o no tiene mérito que me ponga a analizar el discurso de Gaitán, porque cualquier ser humano, incluso los que no saben leer ni escribir, muy fácil pueden entender su contenido, su hermosísimo contenido como su notable profundidad sicológica, sociológica, histórica y hasta se puede asegurar una pieza literaria de marca mayor. Además, por ser muy breve, es preferible copiarlo textualmente y que cada lector saque su conclusión. Ojalá que quienes se encuentran dialogando en La Habana no dejen pasar la histórica oportunidad de leerlo, analizarlo y reflexionar sobre él y, especialmente, como una expresión de respeto y seguro para algunos de admiración por ese hombre que hacía vibrar a las muchedumbres de emoción cuando cantaba las realidades de Colombia y prometía luchar incansablemente por los más sagrados sueños del pueblo colombiano: la paz con verdadera justicia social, libertad y solidaridad, amor y ternura. Ese era Jorge Eliécer Gaitán.
Pues, aquí va el discurso. Disfrútenlo literaria y políticamente:
“Señor Presidente Mariano Ospina Pérez:
Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a vuestra Excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria.
En todo el día de hoy, Excelentísimo señor, la capital de Colombia ha presenciado un espectáculo que no tiene precedentes en su historia. Gentes que vinieron de todo el país, de todas las latitudes —de los llanos ardientes y de las frías altiplanicies— han llegado a congregarse en esta plaza, cuna de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión de defender sus derechos. Dos horas hace que la inmensa multitud desemboca en esta plaza y no se ha escuchado sin embargo un solo grito, porque en el fondo de los corazones sólo se escucha el golpe de la emoción. Durante las grandes tempestades la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y ésta tiene el poder de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen.
Señor Presidente: Aquí no se oyen aplausos: ¡Solo se ven banderas negras que se agitan!
Señor Presidente: Vos que sois un hombre de universidad debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido, que logra contrariar las leyes de la psicología colectiva para recatar la emoción en un silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa.
Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave, y no por triviales razones. Hay un partido de orden capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que sólo se escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras, que aquí se han traído para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados.
Señor Presidente: Serenamente, tranquilamente, con la emoción que atraviesa el espíritu de los ciudadanos que llenan esta plaza, os pedimos que ejerzáis vuestro mandato, el mismo que os ha dado el pueblo, para devolver al país la tranquilidad pública. ¡Todo depende ahora de vos! Quienes anegan en sangre el territorio de la patria, cesarían en su ciega perfidia. Esos espíritus de mala intención callarían al simple imperio de vuestra voluntad.
Amamos hondamente a esta nación y no queremos que nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto de su destino inexorable.
Señor Presidente: En esta ocasión no os reclamamos tesis económicas o políticas. Apenas os pedimos que nuestra patria no transite por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de paz y de civilización!
Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes. Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia!
Impedid, señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo que puede pedir un pueblo. En vez de esta fuerza ciega desatada, debemos aprovechar la capacidad de trabajo del pueblo para beneficio del progreso de Colombia.
Señor Presidente: Nuestra bandera está enlutada y esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones solo os reclama: ¡que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes!
Os decimos finalmente, Excelentísimo señor: Bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. ¡Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia!”