La tensión en Túnez continuaba ayer en medio de la huelga general que paralizó el país y los concurridos funerales por Chuckri Belaid, el líder de una de las fuerzas del izquierdista Frente Popular muerto en atentado el pasado domingo. Una situación convulsa pero no a causa del atentado del miembro de la oposición, sino que este ha sido el detonante de la crisis que estos días se ha agudizado.
Sigue sin estar nada clara la autoría del atentado, dado el diverso y extenso arco de tendencias y formaciones enfrentadas entre sí, desde los los nostálgicos del viejo régimen hasta los salafistas, pasando por las Ligas de Defensa de la Revolución, supuestamente vinculadas al partido gobernante. En cualquier caso, más claro parece que el atentado contra Chukri Belaid no ha beneficiado precisamente a los islamistas de Ennhada, sino todo lo contrario, dado que si a alguien no le interesa un aumento de la tensión es a quien tiene responsabilidades de gobierno en una situación de crisis económica que no ha hecho sino empeorar. A dos años de la revolución, el principal sustento económico del país, el turismo, se encuentra bajo mínimos, lo que supone un contexto favorable para las fuerzas reaccionarias.
Hoy Túnez es un escenario sumamente complejo en el que el islám político, mayoritario, no solo está enfrentado a toda la oposición, sino que también ha de sortear las presiones de los salafistas que, al margen de su apoyo social, se dejan notar, y el desafío armado de los yihadistas en el oeste del país. La izquierda no ha conseguido erigirse como alternativa, y en esta crisis se halla en una posición muy complicada, junto a los partidarios del régimen de Ben Alí, que refuerzan su capacidad de condicionar la evolución de los acontecimientos. Un escenario de transición lenta en el que será preciso conjugar grandes dosis de prudencia e inteligencia por parte de los interesados en que la revolución salga adelante, a la vista de que algunos tienen en el caos su mejor aliado para abortarla.