Todo talento sobrenatural es una enfermedad en una entraña. Tal literatura que nos encanta, y tal melodía que nos transporta al mundo de los ensueños, ha sido engendrada tal vez por una aneurisma; tal idea que nos inspiran grandes pensamientos, grandes aspiraciones, ha sido escrito con bilis. Tal obra asombrosa, que deja una huella inextinguible en la historia de nuestra Patria, devora, destroza un organismo; tal discurso que despierta a las ideas una generación, es un ataque de nervios; tal potencia intelectual, que llega hasta señalar como en un mapa los límites a la razón humana, es la esterilidad y la impotencia para el cuerpo; y todo héroe es una enfermedad mortal.
El genio es una enfermedad divina, el genio es un martirio. Pero no se puede emprender esa labor titánica sin destrozarse en él completamente. No se puede penetrar en el fuego sin quemarse, no se puede acercar el cuerpo a la nube tonante sin recibir el látigo del rayo. Esos seres, que desde el barro de la tierra se elevan tanto y tanto, que llegan a convertirse en seres transparentes como el agua, en seres luminosos como las estrellas, para desde el escollo de sus naufragios tender su luz sobre generaciones de generaciones, han tenido que alimentar ese resplandor divino que se alza en la milagrosa lámpara de su cerebro, han tenido que alimentarlo con lágrimas de sus ojos y sangre de su corazón.
Pero no: prefirió la lucha social, el sacrificio por su pueblo. Desbordando los límites demasiados estrechos concedidos por nuestro organismo a su desarrollo, corría siempre inquieto en busca de nuevas emociones, sin examinar su naturaleza ni su origen, con tal que sacudieran profundamente el sentimiento. Creed en sus dudas vosotros mercaderes, que lo habéis maldecido, atiborrados de Odio, Ebrios de Sangre, “regoldándose, como diría Sancho, los vapores de vuestra digestión sobre la aureola del héroe”. Maldecid su vida, vosotros a quienes una moral egoísta es tan fácil, porque no tenéis pasiones; y una árida fe cristiana es tan natural, porque no tenéis pensamiento.
La naturaleza, después de haber dotado a sus hijos predilectos con algunas de esas grandes cualidades propias para alcanzar la gloria, les exige que la merezcan por su trabajo y por sus luchas. Así que en el fondo de todo héroe hay siempre un abismo. No se lleva una corona de estrellas en la frente, sin llevar otra de espinas en el corazón. No se penetra en ese templo de la fama para escribir un nombre inmortal, sino a costa de escribirlo con sangre de las propias venas. A veces nace un héroe, trabaja, lucha, cae, recae, muere en el camino de la gloria, y la posteridad, solamente la posteridad le conoce y le venga de las injusticias de sus enemigos. Pero ¿qué más?
Nosotros apreciamos sus obras en un capítulo final, consagrado a un ser humano que más consuelo nos ha procurado a nuestros dolores presentes con los beneficios de sus obras, Sin embargo, la lucha, los choques contra la impura realidad en que se destrozaba su alma, el dolor consecuencia de esa inmoral guerra por defender a su pueblo, lo gastaron y le hicieron doblegarse y caer sobre la Bandera de la Libertad. Y su última palabra, fue “adelante”, como si consolara a su pueblo lloroso y a sus “hijos de batalla” y familiares desolados, asegurándoles la continuidad de la lucha desde otros horizontes.
Indudablemente, el dolor de los dolores consiste en la desproporción que hay entre la idea de justicia, de solidaridad, de igualdad, de bien, y las realidades del país. El único medio de aliviar este dolor es trabajar por la modificación de la sociedad, hasta aproximarla a la idea, y vivir y morir en la seguridad que esta obra no se interrumpirá, sino que será continuada por otras manos.
¡Hasta la Victoria Siempre Amado Comandante!
¡Bolívar Vive!
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