La asonada militar en Egipto abre la vía a un incierto futuro. La exclusión de los Hermanos Musulmanes, la lejanía de elecciones, el reforzamiento del poder de los cuarteles y el recorte en libertades civiles sitúan al país en una involución hacia tiempos pasados.
Tahrir continúa siendo la metáfora perfecta de la evolución política de Egipto. Hace dos años y medio, llena hasta la bandera, fue el escenario de una inédita confluencia entre revolucionarios e islamistas (estos con varios días de calculado retraso) que terminó por hacer caer a Hosni Mubarak. Luego llegó la Junta Militar y el triunfo de Mohamed Morsi, miembro de los Hermanos Musulmanes. Entonces giró el eje.
Desde el 30 de junio, la plaza se reconvirtió para acoger a una nueva entente: la formada por liberales, nacionalistas, progresistas y «feloul», es decir, partidarios del antiguo régimen, que salieron a la calle a protestar contra el Ejecutivo de la Cofradía, el primero democráticamente elegido. Unas marchas que terminaron aplaudiendo a rabiar un golpe de Estado que devolvió al Ejército lo que nunca dejó de ser suyo: las estructuras de poder en el país más importante de Oriente Próximo.
Ahora, a dos meses del pronunciamiento, Tahrir permanece vacía, triste, como cubierta por una fina capa de polvo y arena. En el centro todavía se mantienen algunas tiendas de campaña, casi fosilizadas, convertidas en altares para Abdul Fatah al-Sissi, militar golpista y rostro omnipresente en las inmediaciones. En los días grandes, los viernes de protestas, la plaza se engalana con tanques y alambre de espinos. En Mohamed Mahmoud, uno de los accesos que concentró muchas de las batallas de aquella primera revuelta de 2011, los grafittis que claman para «no olvidar» se mantienen ahora como un recuerdo macabro.
La restitución del poder de los cuarteles supone un nuevo puñetazo sobre el tablero que tendrá consecuencias, no solo internas, sino también para toda la región, ya de por sí convulsa. La pregunta es si todavía queda algo de aquella rebelión que cambió las reglas del juego al grito de «pan, libertad y justicia social» o el camino de regreso a los tiempos anteriores a Tahrir es ya irreversible.
Dos meses después de la asonada, el régimen golpista se ha consolidado. Con los tanques en la calle y miles de soldados desplegados, lo extraño sería que no hubiese logrado imponerse. Especialmente si se tiene en cuenta que la fuerza y las armas vinieron acompañadas por la complacencia y el aplauso directo de un importante sector de los egipcios. De puertas adentro, resulta estremecedor comprobar el progresivo envilecimiento de una parte de la sociedad, dispuesta a aplaudir cualquier exceso contra los Hermanos Musulmanes. Todo vale para excluir de la sociedad a la organización más numerosa y organizada del país.
Se trata de un proceso que no comenzó el 30 de junio, sino mucho antes. Primero, con el hostigamiento contra el Mohamed Morsi. No se puede negar que el primer jefe del Ejecutivo pecó de autoritario. Aunque tampoco hay que obviar que su margen de maniobra era escaso. De ahí se pasó a la demonización. Y el círculo se cerró. Escuchar a muchos egipcios reivindicar que en esta parte del planeta el voto libre solo podrá ser implementado cuando se garantice que una parte sustancial de su población no podrá acceder al poder político resulta descorazonador. Pero constituye una variable imposible de obviar.
Sin elecciones en la agenda. «Si piensas en lo que ocurrió (el golpe) y lo analizas desde la teoría, puede parecer que no es democrático. Pero Morsi tuvo una oportunidad. Se pidieron elecciones y él no cedió. ¿Dónde has visto millones de personas pidiendo ir a las urnas y que el Gobierno diga que no?», argumentaba Hossam Abd El Ghaffar, un alto cargo del partido Al-Dostour (Partido de la Constitución, fundado por Mohamed El Baradei).
Se da la paradoja de que, además de la dimisión del presidente Morsi, la convocatoria de elecciones era otra de las grandes demandas de Tamarrod, la organización que recabó millones de firmas y puso en marcha la inmensa movilización previa al golpe. Una reclamación que ha desaparecido por completo de la agenda desde el mismo momento en el que Al-Sissi tomó las riendas del país y delegó la presidencia en Adli Mansour.
Conforme el régimen se asienta, esa cita con las urnas aparece como opción más lejana. Primero se habló de un plazo de seis meses. Luego, de nueve. Y habrá que ver si no se pospone «sine die» bajo el siempre útil argumento del «estado de emergencia». Además, tan importante como el cuándo es el cómo. Es decir, en qué circunstancias se celebrarían estas elecciones. En el actual clima de persecución contra los Hermanos Musulmanes, resulta ingenuo pensar que todas las fuerzas políticas competirían en igualdad de condiciones.
«Primero hay que desarrollar la Constitución. Luego, veremos en qué situación está el país», argumentaba Hossam Abd El Ghaffar. La hoja de ruta de los golpistas es clara: sentar las bases legales para poner en marcha un régimen que dejará fuera a los Hermanos Musulmanes. ¿Para qué jugársela en competir en unos comicios donde la Cofradía podría volver a ganar? Para evitarlo, nada mejor que vetarles el paso. Primero, con matanzas y detenciones. Posteriormente, mediante la ley.
El borrador de la nueva Constitución, elaborada por un comité de expertos y que sustituiría al texto aprobado en referéndum en diciembre de 2012, ya prevé la ilegalización de las formaciones de carácter religioso. La lista de las 50 personalidades que revisarán la Carta Magna, hecha pública ayer, margina a quienes se impusieron en los urnas, lo que vuelve a simbolizar el modelo del nuevo-antiguo régimen. Todo ello, con el as en la manga de un posible entronamiento de Al-Sissi en el caso de que las protestas (convertidas en «terrorismo» por la propaganda oficial) se mantengan. Una opción que Tamarrod ya ha defendido públicamente.
Los dólares siguen fluyendo. Tan importante como el entramado institucional aparece la batalla por en el campo internacional. Un aspecto que tiene especial relevancia en un país clave para el mantenimiento del estatus quo (es decir, de la agenda israelí) en Oriente Próximo. En este punto, tanto los golpistas como los Hermanos Musulmanes acusan a EEUU de estar aliado con su oponente. Sin embargo, el único hecho constatable es que Washington sigue financiando a los militares.
De este modo, la retórica anti Obama adoptada por los golpistas no puede interpretarse más que como una pose de quien sigue llenándose los bolsillos a cambio de garantizar la paz con la entidad sionista. Una opción reiteradamente aplaudida por Tel Aviv. En este contexto, los palestinos se han convertido en paganos de la nueva situación. La enemistad de los militares con Hamas ha provocado que el cerco a Gaza se estreche. Además, habrá que ver cómo afecta la nueva correlación de fuerzas, ahora favorables a Al-Fatah, a las eternas negociaciones internas entre las formaciones de los territorios ocupados.
La amenaza de un ataque de EEUU contra Siria solo permite prever que, en medio de un terrible escenario, siempre todo puede ir a peor.
Obviamente, democracia no es votar cada cuatro años ni el 50 más uno otorga capacidad de gobernar solo para los fieles. Pero con la restauración de los militares como árbitro y guardián de la vida egipcia, el país se ha dejado por el camino la posibilidad de que fuesen los propios ciudadanos quienes castigasen a Morsi por no seguir la hoja de ruta revolucionaria. Nuevamente, son los cuarteles los que hacen y deshacen. Como siempre.
Un hecho agravado con la salida de la cárcel, aunque sea bajo arresto domiciliario, de Hosni Mubarak. No es que el antiguo dictador, de 85 años, aspire a recuperar el poder. Ni siquiera a través de su hijo Gamal, vetado como sucesor por los militares cuando el poder del «rais» era incuestionable. Lo que se ha restaurado es el sistema. Teniendo en cuenta que la situación económica sigue en caída libre y que no se han dado pasos para la redistribución de la riqueza, ciertas libertades civiles constituían la única victoria tangible de dos años y medio de revolución. Un logro que ahora puede ser revertido.
Por ahora, todavía se escuchan animadas discusiones políticas. Aunque los Hermanos Musulmanes cada vez hablan más a susurros. La persecución contra estos podría ampliarse a cualquiera que cuestione el golpe, como los jóvenes revolucionarios, que temen un futuro que les convierta en los últimos perseguidos del conocido poema de Bertold Bretch.
Con los islamistas como fuerza mayoritaria es muy difícil que Egipto logre hacer realidad los lemas de su revolución. Sin su participación en la lucha contra la dictadura militar, resulta imposible. La opción, que nadie descarta, del surgimiento de grupos que recurran a los atentados solo añaden dramatismo a un porvenir oscuro.