En Al-Adwa, localidad natal de Mohamed Morsi, el apoyo al presidente derrocado por los golpistas y a los Hermanos Musulmanes es unánime. Allí, el trabajo social de la Cofradía ha tejido un Estado paralelo que llega donde a la Administración no se le espera.
Seguiremos apoyando a nuestro presidente, incluso hasta la muerte. Es legítimo, es de justicia, no tenemos otro presidente que no sea Mohamed Morsi». Shekata Mohamed al-Hady es profesor de inglés en la escuela de Al-Adwa, un pequeño municipio rural ubicado en el delta del Nilo, en la provincia de Sharqiya, a 150 kilómetros de El Cairo. Apenas hay cemento en la carretera principal, casi engullida por la tierra que parece que brotase de los bajos de los edificios que la rodean. Esta humilde localidad es la misma donde hace 62 años nació el depuesto presidente, actualmente incomunicado desde el golpe de Estado del 3 de junio. La realidad egipcia no se limita a la superpoblada capital, blindada por carros de combate y donde el toque de queda intenta frenar las protestas contra el nuevo régimen. Aquí, en las áreas del campo, lastradas por penurias económicas y donde la falta de alfabetización sigue muy extendida, es donde los Hermanos Musulmanes concentran buena parte de su apoyo. Una adhesión popular obtenida gracias a décadas de trabajo social, a llegar ahí donde el Estado era inexistente. Educación, sanidad, recogida de basuras o labores de caridad que les han convertido en una Administración paralela. Como ejemplo, Al-Adwa, donde la defensa de su ilustre vecino es casi doctrina para la mayoría de sus 10.000 habitantes. Puede verse en los carteles electorales con el rostro de Morsi, omnipresentes pero ya decolorados, como si fuesen de otro tiempo, pese a que apenas ha transcurrido un año desde su victoria en las urnas. También en el discurso de todos los que pasean bajo un sol abrasador y que, al ver una libreta, se acercan a dejar claro que su paisano sigue siendo presidente. Es en estas localidades donde los golpistas tendrán más complicado imponer su régimen. Ya en tiempos de Hosni Mubarak, los Hermanos Musulmanes dirigían de facto muchos de los aspectos diarios que afectan a sus vecinos. No parece que esto vaya a cambiar después del repliegue estratégico de los cofrades, que han regresado a la clandestinidad de las mezquitas, ese lugar en el que se mueven como pez en el agua.
«Antes de la revolución del 25 de enero de 2011 la sociedad nos protegía. Y nosotros implementábamos nuestros programas sociales, que son los servicios que el Gobierno no prestaba», explica Mohamed El Hady. Mientras transcurre la conversación, solo interrumpida por los imprescindibles 15 minutos de rezo a mediodía, enumera los planes desarrollados por los religiosos. Se trata del mismo sistema que ya popularizó Hamas, creado en los años 80 a partir de una rama de los Hermanos Musulmanes. La resistencia islámica basó su crecimiento en el poderío militar frente a Israel y una tupida red caritativa, que le hizo ganar adeptos frente a la corrupción que lastraba a la OLP. Aquí se traduce, por ejemplo, en un tractor que recorre el municipio casa por casa recogiendo las basuras. No es un servicio público, sino un Estado paralelo islamista. Al igual que el alcantarillado, puesto en marcha hace apenas 15 años tras una campaña desarrollada por la Cofradía. La lista es larga: distribución de los excedentes de pan, colectas entre los más acaudalados... Incluso reivindican el legado de Morsi, con leyes como aquella que establecía un salario mínimo y un sueldo máximo. «Esto fue lo que provocó que los corruptos y los ladrones quisiesen arrebatarle el poder», remarca Mohamed El Sawy, otro vecino, que alerta a voz en grito de que los golpistas «están provocando una guerra civil» y se marcha por donde ha venido.
Nadie puede negar que los programas sociales han facilitado la vida a los más empobrecidos, que son muchos en esta aldea. Claro, que estas dinámicas nunca transitaron el largo camino que va desde la caridad hasta la justicia social. Además, tampoco se puede olvidar el carácter religioso de quienes levantaron esta estrategia. «Nuestro objetivo es acercar a la gente al islam, pero de forma voluntaria. Si no quieren conocer la verdad, ¿qué podemos hacer?», argumenta Mohamed El Hady, que no tiene nadie quien le refute. En pleno feudo de Morsi resulta difícil hallar a defensores del golpe, que sí alzan su voz en los municipios cercanos.
Pese a la asonada, la labor soterrada de los Hermanos Musulmanes no se detiene. Esa es la «mayoría» de la que líderes como Mohamed Beltagy han presumido en las últimas semanas. Tampoco con la represión. Los principales jefes de la Cofradía han sido arrestados y quienes todavía no están entre rejas se han esfumado. Así que miembros que se definen como activistas de base aparecen como únicas voces autorizadas. Ni siquiera los hermanos de Morsi, agricultores que siguen residiendo en Al-Adwa, están dispuestos a dar la cara. La vivienda familiar, cerrada a cal y canto, todavía exhibe los tradicionales dibujos en su fachada que celebran una reciente peregrinación a La Meca. Dentro, solo evasivas. Sayed, de 50 años, concedió una entrevista hace apenas un mes a la agencia Reuters. No quedó satisfecho con el resultado. «Manipularon sus palabras, dijeron que apoyaba el golpe de Estado. No volverá a hablar con la prensa», justifica Mohamed El Hayed, que no se fía del todo. Pone como única condición que se reflejen sus palabras con exactitud. Y recuerda que la clandestinidad no es algo nuevo para la Cofradía. Él mismo fue arrestado durante 15 días en 1997. Posteriormente, en 2000, sufrió una nueva detención. A ello se le sumó el destierro forzoso, ya que el Gobierno le mandó a ejercer como administrativo a cientos de kilómetros de su domicilio.
Una mezquita cerrada y dos víctimas
La caza al islamista no ha terminado. Y tiene diversas ramificaciones. La primera, las posibles incursiones nocturnas del Ejército en busca de más cofrades. «No sabemos cuándo vendrán. Si su número no es muy elevado podremos hacerles frente. Si llegan muchos, ¿qué podemos hacer?», afirma Muntassen, un joven que se encarga de las redes sociales de la rama local de los Hermanos Musulmanes. Tampoco las mezquitas se han librado de los rigores del nuevo régimen. El templo Maraana, el único controlado por el Ministerio de Asuntos Religiosos, fue clausurado poco después de la asonada. Su responsable, el jeque Amr Sayed, cargó contra el régimen de Abdul Fatah al-Sissi y Adli Mansour. Y la mezquita fue clausurada.
También los soldados que no comulgan con sus superiores o con vínculos con los islamistas están sometidos a vigilancia. «Cada vez que hay una protesta me llevan al calabozo. Obviamente, no tengo permiso para llevar armas». Quien afirma esto es un joven miembro del Ejército que no quiere identificarse pero que es familiar de Asaad al-Sheikha, uno de los hombres fuertes de Morsi y que actualmente se encuentra fugado por temor a ser detenido.
La masacre de Rabaa al-Adawiya, que dejó más de 600 víctimas hace dos semanas, también tuvo su impacto en este pequeño municipio. Semanalmente, varios autobuses trasladaban a los vecinos para reforzar la protesta de Nasr City, en El Cairo. Hasta el día del desalojo, el 14 de agosto, en el que dos vecinos de Al-Awda perdieron la vida. Uno de ellos era Ibrahim Abdel Nabil, de 47 años, casado y con cuatro hijos. «Estaba preparado para lo que le ocurrió», argumenta su hermano mayor, Mohamed, quien reclama «justicia» no solo para Ibrahim, sino para «todos los muertos en la masacre». No tiene mucha esperanza y culpan a las televisiones del discurso «antihermandad» instalado en buena parte de la sociedad egipcia. Básicamente, en casi todos salvo en la propia Cofradía y sus seguidores, que son muchos.
«Si esto sigue así, el país puede llegar al colapso en un año», afirma Mohamed, que no sabe leer ni escribir pero que apela a la «lógica» como argumento. También, a las previsiones económicas que apuntan a un descenso en las ayudas a los alimentos básicos como el aceite o el arroz. Si sus sospechas se hacen realidad, el círculo del retorno islamista al Estado paralelo se cerraría. Los Hermanos Musulmanes volverían a hacerse fuertes en lugares como Al-Awda, zonas empobrecidas en donde el asistencialismo cofrade constituye la única alternativa. Aunque también insisten en que las «protestas pacíficas» no desaparecerán de su agenda.
*Gara