La caída de la URSS, colmó de triunfalismo a las usinas del pensamiento conservador en el mundo Occidental. Con el socialismo real derrotado, era inevitable según F. Fukuyama el tránsito a un mundo regido por la economía de mercado, el fin de las confrontaciones en las relaciones internacionales y la victoria del liberalismo político. Samuel P. Huntington cuestionaría este triunfalismo, revitalizando el argumento realista del Choque de Civilizaciones, que en el fondo habla de otra clase de optimismo basada la hipotética superioridad de la Civilización Occidental (Europa – EE.UU.) frente a una potencial amenaza Islámica – Confuciana.
A más de dos décadas de estos planteamientos, la dialéctica de lo concreto ha desmoronado estas tesis auto placenteras que se fraguaron producto de la ebriedad unipolar en la postguerra. Advierte Immanuel Wallerstein, que la decadencia en la hegemonía de los EE.UU. antecede a 1989, con la derrota de Vietnam y la potencial fractura de la Tríada (Estados Unidos, Unión Europea y Japón), el cambio es inevitable en el poder mundial ante la desintegración del actual sistema-mundo. Los halcones en Washington, intentan la coacción en base a la superioridad militar como último recurso para evitar la caída; aunque China y Rusia han elevado sustancialmente sus inversiones en defensa como respuesta.
Los eventos de Maidán (2014) en Ucrania nos remiten a la lectura obligatoria de P. Taylor sobre los códigos geopolíticos. El golpe de Estado y la tensión por Crimea van más allá del jaloneo entre Rusia y Occidente, que mantuvo a Yanukovich como un acróbata a la espera de paquetes económicos. En 2008 luego del letargo post guerra fría, Rusia reaccionó ante el desmantelamiento de la Comunidad de Estados Independiente, con la guerra relámpago contra Georgia evitó la caída de Osetia del Sur y Abjasia que hubiese consolidado la influencia de la OTAN en sus fronteras.
Esta aspereza por Ucrania, indica que el campo minado en torno a Rusia no fue desarmado luego de las negociaciones entre Lavrov y Clinton en 2009, cuando simbólicamente reactivaban al más alto nivel las negociaciones bilaterales. Las revoluciones de colores lograron con éxito la toma de Ucrania (2004) y Kirguizistán (2010), creando condiciones favorables a las exigencias neoliberales de Occidente, amenazando la influencia de la élite nacionalista rusa. A pesar de la penetración, Putin aprovechó el factor del gas para relajar las tensiones con el gobierno corrupto de Julia Tymoshenko; esta relación mejoró con el ascenso de Yanukovich, a pesar de los compromisos ucranianos con las OTAN y Chevrón / Shell.
El resurgimiento de Rusia en la escena mundial, muestra que no será el consenso la única vía para resolver las cuestiones internacionales en el poder multipolar. La maniobra de Putin sobre Siria, revela su indisposición a perder más líneas frente a Occidente. Rusia consolida la Unión Económica Eurasiática como parte del reordenamiento en el espacio post-soviético, había logrado aproximar a Ucrania a partir de incentivos económicos que han funcionado en países como Tayikistán donde mantiene una base militar estratégica, posición significativa para su protagonismo activo en The New Great Game en Asia Central.
En esta fase lánguida de la hegemonía estadounidense, florece la geopolítica de Zbigniew Brzezinski sobre la implosión rusa desde las fronteras, avalando un golpe suave de extremistas de derecha en Kiev que amenazan con deponer la Flota rusa del Mar Negro en Sebastópol; mientras Rusia alega el riesgo de una “purga” étnica en las provincias orientales. Putin no se ha turbado frente a las amenazas occidentales y ha respondido con la doctrina Kosovo (fin del acta de Helsinki), anexionándose una Crimea estratégica desde la época del Imperio (XVIII). Otro actor como China mira con moderación los sucesos, ensanchando al máximo su poder blando, a sabiendas de las tensiones en su región por la ADIZ en el Mar Oriental que implican una potencial colisión frente a Japón y EE.UU..