Sin detenernos a pensar en la pérdida -ingrata pérdida- que ha tenido
el mundo por la infausta sorpresa de la muerte del Gabo al dejarnos
desamparados con su visión sincera de Cien años de soledad que, lo
acompañó a recorrer “el mundo ancho y ajeno”, en varias ediciones y en
todos los idiomas que se tiró y, a darnos a conocer en su envoltorio
familiar que de Colombia salió envuelto en gloria con un fin inédito
y, a México fue a dar y, con un rosario de años encima con que se
internó en el S-XXI, recibió la orden de partir hacia otros horizontes
abiertos a su figura, llevando de la mano su maleta inventiva de la
pasión literaria que, Aureliano Buendía, le regaló manoseada por demás
por generaciones de incertidumbres cercanas en que recogió millones de
lágrimas que soltaron a su memoria todas las putas tristes que, le
dieron voluntad a su alma de amamantarlas de cariño que, al saberse
desamparadas de un “Macondo” que deshoja páginas enteras cubiertas de
un Amor en tiempos de cólera que enluta un destino con un cintillo
negro de tristeza que quedó marcado por el tiempo de La Hojarasca que
retoñan en El otoño del patriarca que bien pudiera consagrar a El
general en su laberinto de quietud taciturna.
Fueron más que suficiente: Doce cuentos peregrinos, para darnos cuenta
que los años pasan en sucesión sincronizada que se van de la mano
sonrientes y, abrigado a su niñez que interiorizó su devenir de
conformar reliquias estéticas de su narración sonriente dentro de lo
real maravilloso de su lenguaje oportuno de tanto fluido propio que
amoldó con paciencia y, a cambio se ganó, además de su premio nobel,
el decorado a su investidura que silenciosa y apasionada de
espontaneidad, Úrsula Iguarán, con prontitud le tejió el suéter de
inmortalidad a su recuerdo que llevará por años y, que lucirá cuando
esté frente a los inventores y, promotores de la palabra palpitante
que desnudaron interioridades, forrados de pasado, lo esperan para
conversar sin desperdiciar las horas que serán eternas como él que
supo sembrar y cosechar ideas, como uno más que se internó en Los
funerales de la mama grande en La mala hora cuando El coronel no tiene
quien le escriba la carta que siempre esperó y, que el Gabo con su
afán de escritor les dio vida y, colocó y, marcó con rigor potencial a
cada uno de sus personajes en su geográfica y física dimensión.
Un señor muy viejo con unas alas enormes, se lo llevó para siempre que
entre briznas de olas espaciadas entró en El relato de un náufrago que
afortunadamente quedó como La crónica de una muerte anunciada que de
tanto esperar por el auxilio de William Faulkner que años atrás lo
condujo por los senderos entrecortados de la psicología y profundidad
emocional como drama de su prosa larga y léxico meticuloso que lo
internó, Cuando era feliz e indocumentado dentro Del amor y otros
demonios que circundaron el correr de sus días entre tragos y
trasnocho con amaneceres que anuncian la, Noticia de un secuestro que
más tarde al correr de las horas serán compensados, Del amor y otros
demonios que plantado como el artista que descorre el telón con su
presencia y, entre aplauso y aplauso afinará el galillo de su entereza
y sin ver hacia los lados, soltará, Yo no vengo a decir un discurso,
que, la política la haga los que juegan con la paciencia ajena y, es
mejor y más sutil alabar el campo sembrado entre calles de tierra que
con una luna roja de un porvenir adelantado se recoge en la silvestre
travesura de un desliz que acampa en el recodo más cercano, entra un
perfume que contagia a un entrevistado con El olor a la guayaba.
El Gabo se hizo genio y figura de la literatura universal y, como los
caminos se hacen, él supo hacer el suyo con dedicación y entrega que
enderezó entuertos inimaginados y se recreó y nos recreo con su
prosapia íntima con la furia de sus deseos y, nos deja un acordeón
vibrante de emociones en sus libros que el tiempo es atrapado en cada
uno de ellos que son tantos que escapan al momento fugaz de traerlos
todos al presente, pero que gritarán en cada amanecer como niños
huérfanos que buscan el consuelo de sus ídolos en ritos que saltan y
se los lleva el viento a descansar en cada respiro en que tragamos con
la vista lo que serán huesos, alma, corazón, vísceras, dolencias que
son la vida en sí en ese complejo de vivencias que echamos andar por
los senderos de la recreación y, él nos deja un tiempo y un espacio
con toda la relatividad que nos acerca al futuro y, a su nombre un
adiós de despedida -agradeciéndole el poder- que a través de los años
deslizó su gran pasión de escritor empedernido y, su gran voluntad de
servirle al mundo como un ciudadano colombiano que sacó de la
abstracción perdida a Latinoamérica con su elocuencia de humano
forjador de dramas. Y, por siempre su alma cruzó el umbral de los
inmortales.