Un niño con su cara semienterrada en la arena, sus manos inertes, su camisita roja, sus pantalones azules, sus zapatos negros y un dolor insondable empozado en el alma de todos quienes contemplamos desolados la fotografía que tomó la mañana del miércoles la periodista Nilufer Demir . En declaraciones que recogen los diarios dijo: "No podía hacer nada por él. Lo único que podía hacer es que su grito fuera oído en el mundo, y lo hice con su fotografía".
La imagen, en efecto, ha recorrido el mundo. El cadáver del niño sirio sobre una playa turca, aunque sólo sea por un minuto, ha impactado la conciencia de millones de personas. Su ropa no está desgarrada ni sus zapatos se han desprendidos de sus pies. Una extraña compostura para un náufrago. ¿Qué angustia alimentó el llanto de su agonía? ¿Acaso la resignación tempranamente aprendida le quitó agitación al último minuto? ¿O el terror paralizante de los gritos, de la oscuridad y de la agitación de las aguas congeló todo movimiento?
Se ahogó junto a su hermano de cinco años, junto a su madre y junto a otros emigrantes, desesperados y abandonados como él, en su vano afán de un poco de paz. "Las manos de mis dos hijos se escaparon de las mías", ha dicho su padre, Abdulá Kurdi, un hombre atormentado que hoy quiere retornar a su tierra y no salir de allí hasta que muera.
Es el mismo desenlace final de quienes murieron encerrados en la bodega de un barco, apiñados en un camión, asfixiados en un transporte abandonado, en la maleta de un automóvil, en el último naufragio, deshidratados en el mar o el desierto, en los ahogados que mañana recogerán en alguna playa del Mediterráneo. Toda una masa humana corriendo desesperada hacia la muerte, huyendo de la muerte para encontrarse con la muerte.
De nada sirvieron los esfuerzos, las caminatas interminables, la sed, las angustias por evadir el fuego cruzado y a los fanáticos religiosos, los encuentros inesperados, el sol, la lluvia, los ahorros propios y los aportados por familiares y vecinos. Fueron inútiles las gestiones ante la embajada de Canadá y ante organizaciones internacionales, sedes diplomáticas de países europeos. Todos tenían asuntos más importantes que atender. Todos tenían trabas, requisitos, trámites ineludibles, tardanzas. Solo indiferencia, evasiones. O, en todo caso, países empeñados en levantar barreras para impedir que entren a sus territorios, antes que en ayudarlos de algún modo.
Nada pudo la leve esperanza de que en su caso sería distinto y que finalmente alcanzarían un poco de sosiego y una nueva oportunidad para la vida. Todo acabó en aquella playa de Turquía.
De nada han servido las denuncias de las prensa, las recriminaciones del Papa Francisco, los miles de muertos que en una cadencia interminable e inmisericorde han sido arrastrados hasta las playas, o destrozados sus cuerpos entre las piedras y arrecifes, o devorados por los animales o hundidos para siempre en los abismos del mar. De nada ha servido el clamor de tanto sufrimiento junto ante los ojos de todos. Los veraneantes de la Costa Brava española, los vacacionistas de la Riviera Francesa o de las playas italianas o griegas siguen disfrutando de las mismas aguas que han devorado a quienes huyen de la muerte. Una ligera contrición, acaso alguna lágrima solidaria y de nuevo la rutina de la indiferencia, alguna novedad, una nueva apuesta por la evasión, por la liviandad.
Esta tragedia no ha llovido del cielo. Las guerras en África han sido alimentadas por las apetencias imperialistas, por el afán de control político, por los vendedores de armas, por el reparto de los mercados y las zonas de influencia. Marina Albiol, diputada por Izquierda Unida en la Eurocámara, lo ha denunciado con claridad: "los países que provocaron los conflictos de los que huyen los refugiados, ahora se nieguen a ayudarles… La UE ha promovido guerras en Oriente Medio y provisto armas a los conflictos y sus políticas también han llevado a las poblaciones al hambre y la miseria".
Regímenes consolidados, algunos de ellos de origen democrático, electos por el pueblo, han sido hostigados, desestabilizados, con el afán de colocar títeres de los intereses imperialistas, medio para apropiarse de sus recursos. Los civiles llevados por delante son daños colaterales menores, el sufrimiento de los pueblos y el desquiciamiento de su seguridad y sosiego es asunto sin importancia que no quita el sueño a los centros de poder.
¿No hay límites para la codicia? ¿No hay miseria que calme la voracidad insaciable del imperialismo? Libia, Siria, Irak, Nigeria, Senegal. Por todos estos pueblos han capeado como dueños absolutos. Siempre hay un país al que se le puede exprimir más y obtener de sus famélicos recursos el néctar con que el llamado mundo desarrollado derrocha recursos, indiferente a la tragedia que se desarrolla ante sus propios ojos.
Después de contemplar esta fotografía ya no podemos ser los mismos. No es posible cerrar el periódico, arrumarlo para el basurero, prepararnos para descansar, cerrar los ojos y dormir tranquilos con la estúpida esperanza de que mañana será un día distinto. La imagen insistente retornará la camisa roja, los pantalones azules, los zapatos negros y el desamparo que exige a gritos justicia.