El juicio por los 148 asesinatos de Saddam Hussein

 Juzgar a Saddam Hussein por 148 asesinatos es una bobada que pone en ridículo y desenmascara las tropelías del derecho penal o de cualquier otra naturaleza. El derecho es la más patética y cruel expresión de la desigualdad. Por algo Marx recomendaba que no se tuviera el derecho por igual. Este, transformado en ley, no es el producto de deducciones lógicas, sino de procedimientos empíricos.

El juicio jurídico, payasada y burla montadas por los gobiernos gringo e inglés con sus secuaces ‘iraquíes’, contra Saddam Hussein, recoge ese espíritu grotesco del impostor cuando en una sentencia jurídica busca entretener el descontento de un pueblo, para clavarle a éste por la espalda la puñalada que lo resigne al despojo y saqueo de toda su esencial riqueza económica.

Saddam Hussein no merece ser juzgado por un tribunal normado por la voluntad del invasor. Esa es una de las tantas pruebas que desnudan el derecho como bazofia. Sólo el pueblo iraquí tiene la facultad para juzgar, condenar o absolver a sus dirigentes. Saddam Hussein fue, sin duda, un depredador del ser humano, un déspota que concentró tanto poder que se volvió autócrata y cometió crímenes de lesa humanidad. Que Garzón –en nombre de la suprema majestad de la justicia española- ande de vuelo en vuelo cazando presa para juzgarla, no es más que una risa de la historia criticándole su impertinencia. Que el tribunal de La Haya –epicentro de toda contrarrevolución- juzgue en nombre de la “justicia universal”, es la prueba que el derecho se hizo del milagro del ojo clínico del jus utendi et abutendi.

Saddam Hussein, sentado en el banquillo de los acusados por crímenes de lesa humanidad, resulta ser más un gato que un león. 140 asesinatos y 300 detenidos ilegalmente y –seguro- torturados, son las pruebas irrefutables para juzgarlo. Quien esos actos comete es, sin duda, un torturador, un déspota, un criminal de lesa humanidad. El pueblo iraquí tiene las pruebas en sus manos para juzgarlo y condenarlo a los ojos de la luz universal cuando ya no estén los invasores en su terruño.

Saddam Hussein, no en favor de su defensa sino más bien en su contra,  no es el único que ha llegado a la cifra de 148 asesinatos para ganarse el derecho a ser juzgado jurídicamente por crímenes de lesa humanidad. Bastaría, en nuestra Suramérica, con una simple percepción de reojo y comprobar que Pinochet superó con creces esa cifra y va a morir de ancianidad, feliz entre los brazos de sus descendientes y los jueces ‘chilenos’ complacientes que le hicieron la vuelta para salvarlo de ser juzgado por crímenes de lesa humanidad, convalidando un informe médico que lo exonera de culpa alegando que no está cuerdo. La historia se encarga de ese otro juicio: el que condena a los culpables a vivir eternamente en el desprecio de toda razón humana.

En toda la historia de la lucha de clases se cometen crímenes de lesa humanidad argumentando criterios políticos. No pocas veces igual se producen alegando razones ideológicas: jurídicas, morales, estéticas, religiosas, filosóficas, racistas. Por detrás, bien resguardada la razón suprema, la economía determina el cauce los hechos. Sólo cuando ya no tenga ningún respiro de vida el jus utendi et abutendi, el hombre dejará de ser lobo del hombre. Será entonces el momento en que la humanidad cargará sobre sus hombros el gigantesco y pesado cofre con los cadáveres de todas las ideologías de clase para ser enterrado al revés y no al derecho. De esa manera evitará que a alguna boca suelta enconchada e inconforme se le ocurra expresar su arrogante sonido de lobo.

Si Saddam Hussein resultase juzgado por el tribunal obediente de la voluntad del invasor, por 148 crímenes y 300 arrestos, terminaríamos creyendo que la torpeza de los impostores construyó un mártir para la resistencia iraquí. Si lo juzgase el pueblo iraquí en el libre desenvolvimiento de su soberanía, aunque sea por un solo crimen sin necesidad de ningún subterfugio jurídico, nos resultaría un acto de verdadera justicia social.

Toda autoridad o ciudadano que acepte una invasión a su territorio para reducirlo a la opresión, decidirle su destino y despojarlo de sus bienes, resulta un cómplice activo de las atrocidades del impostor. Eso termina siendo un indicio suficiente para ser juzgado por el delito de <<traición a la patria>>. El tribunal que juzga a Saddam Hussein no posee la autoridad –de ninguna naturaleza- para erigirse en potestad de hacerlo con el sentido irrestricto de apego a la aplicación de justicia soberana.
Si Saddam Hussein es juzgado y declarado culpable –independiente del resultado de la sentencia que ya tiene en sobre por desclasificar el invasor- de 148 crímenes y 300 arrestos, contados y supervisados por los juristas y testigos acusadores, tendríamos que suponer que al no contabilizarse la cantidad de muertos, desaparecidos, mutilados, arrestados y torturados -producto de los genocidios indiscriminados del invasor a Irak-, no existiría ningún indicio valedero para juzgar y condenar a los tenebrosos y magnates del terrorismo de Estado, señores: George W. Bush y Tony Blair.

Todo imperio, en el hacer sus guerras de exterminio y de conquista, cree que sus crímenes no son una deuda pagable por él, sino un crédito que cobrará por salvar de la ‘esclavitud’ al pueblo que coloniza. Bush es actualmente el político y mandatario más terrorífico que conozca la humanidad. Por sus crímenes, incontables a los ojos de la estadística, cree que su alma –vestida de blanca paz y azul de esperanza- irá al reino de los cielos. Que Dios la recibirá con sus alas abiertas premiándole sus atrocidades en la tierra. Ningún alto cardenal del Vaticano ha alzado su voz para excomulgar a un criminal del género más depredador de la raza humana: el hombre-lobo que se atribuye la potestad de Dios para exterminar a miles de miles de seres humanos en nombre de la libertad.  Saddam Hussein, en cambio, por sólo 148 asesinatos y 300 arrestos perdió su derecho de ir al cielo al lado de su único Dios: Alá.

Sólo los pueblos, cuando conquistan la plenitud de su potestad para decidir su redención, pueden juzgar con equidad las conductas incompatibles con el respeto y acatamiento a la libertad colectiva e individual. Y eso está por encima del derecho erigido en ley. Mientras el derecho esté dirigido o amenazado por las bayonetas de la política que custodian los intereses económicos, toda voluntad que le obedezca es una bazofia legitimando la desigualdad.

No existe ninguna razón para solidarizarse con los crímenes cometidos por Saddam Hussein en el ejercicio de su mandato como presidente de Irak, pero mucho menos para avalar a un tribunal que conformó el invasor para juzgarlo siguiendo fielmente su dictamen. Vivimos una fase de la historia en que ningún tribunal celestial sería creíble para administrar justicia-jurídica no dependiendo de los intereses económicos que le deciden su cauce y su veredicto.


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Freddy Yépez


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