El
juicio jurídico, payasada y burla montadas por los gobiernos gringo e
inglés con sus secuaces ‘iraquíes’, contra Saddam Hussein, recoge ese
espíritu grotesco del impostor cuando en una sentencia jurídica busca
entretener el descontento de un pueblo, para clavarle a éste por la espalda la puñalada que lo resigne al despojo y saqueo de toda su esencial riqueza económica.
Saddam
Hussein no merece ser juzgado por un tribunal normado por la voluntad
del invasor. Esa es una de las tantas pruebas que desnudan el derecho
como bazofia. Sólo el pueblo iraquí tiene la facultad para juzgar,
condenar o absolver a sus dirigentes. Saddam Hussein fue, sin duda, un
depredador del ser humano, un déspota que concentró tanto poder que se
volvió autócrata y cometió crímenes de lesa humanidad. Que Garzón –en
nombre de la suprema majestad de la justicia española- ande de vuelo en
vuelo cazando presa para juzgarla, no es más que una risa de la
historia criticándole su impertinencia. Que el tribunal de La Haya
–epicentro de toda contrarrevolución- juzgue en nombre de la “justicia
universal”, es la prueba que el derecho se hizo del milagro del ojo
clínico del jus utendi et abutendi.
Saddam
Hussein, sentado en el banquillo de los acusados por crímenes de lesa
humanidad, resulta ser más un gato que un león. 140 asesinatos y 300
detenidos ilegalmente y –seguro- torturados, son las pruebas
irrefutables para juzgarlo. Quien esos actos comete es, sin duda, un
torturador, un déspota, un criminal de lesa humanidad. El pueblo iraquí
tiene las pruebas en sus manos para juzgarlo y condenarlo a los ojos de
la luz universal cuando ya no estén los invasores en su terruño.
Saddam Hussein, no en favor de su defensa sino más bien en su contra, no
es el único que ha llegado a la cifra de 148 asesinatos para ganarse el
derecho a ser juzgado jurídicamente por crímenes de lesa humanidad.
Bastaría, en nuestra Suramérica, con una simple percepción de reojo y
comprobar que Pinochet superó con creces esa cifra y va a morir de
ancianidad, feliz entre los brazos de sus descendientes y los jueces
‘chilenos’ complacientes que le hicieron la
vuelta para salvarlo de ser juzgado por crímenes de lesa humanidad,
convalidando un informe médico que lo exonera de culpa alegando que no
está cuerdo. La historia se encarga de ese otro juicio: el que condena a los culpables a vivir eternamente en el desprecio de toda razón humana.
En toda la historia de la lucha
de clases se cometen crímenes de lesa humanidad argumentando criterios
políticos. No pocas veces igual se producen alegando razones
ideológicas: jurídicas, morales, estéticas, religiosas, filosóficas, racistas.
Por detrás, bien resguardada la razón suprema, la economía determina el
cauce los hechos. Sólo cuando ya no tenga ningún respiro de vida el jus
utendi et abutendi, el hombre dejará de ser lobo del hombre. Será
entonces el momento en que la humanidad cargará sobre sus hombros el
gigantesco y pesado cofre con los cadáveres de todas las ideologías de
clase para ser enterrado al revés y no al derecho. De esa manera
evitará que a alguna boca suelta enconchada e inconforme se le ocurra
expresar su arrogante sonido de lobo.
Si
Saddam Hussein resultase juzgado por el tribunal obediente de la
voluntad del invasor, por 148 crímenes y 300 arrestos, terminaríamos
creyendo que la torpeza de los impostores construyó un mártir para la
resistencia iraquí. Si lo juzgase el pueblo iraquí en el libre
desenvolvimiento de su soberanía, aunque sea por un solo crimen sin
necesidad de ningún subterfugio jurídico, nos resultaría un acto de
verdadera justicia social.
Toda
autoridad o ciudadano que acepte una invasión a su territorio para
reducirlo a la opresión, decidirle su destino y despojarlo de sus
bienes, resulta un cómplice activo de las atrocidades del impostor. Eso
termina siendo un indicio suficiente para ser juzgado por el delito de
<<traición a la patria>>.
El tribunal que juzga a Saddam Hussein no posee la autoridad –de
ninguna naturaleza- para erigirse en potestad de hacerlo con el sentido
irrestricto de apego a la aplicación de justicia soberana.
Si
Saddam Hussein es juzgado y declarado culpable –independiente del
resultado de la sentencia que ya tiene en sobre por desclasificar el
invasor- de 148 crímenes y 300 arrestos, contados y supervisados por
los juristas y testigos acusadores, tendríamos que suponer que al no
contabilizarse la cantidad de muertos, desaparecidos, mutilados,
arrestados y torturados -producto de los genocidios indiscriminados del
invasor a Irak-, no existiría ningún indicio valedero para juzgar y
condenar a los tenebrosos y magnates del terrorismo de Estado, señores:
George W. Bush y Tony Blair.
Todo
imperio, en el hacer sus guerras de exterminio y de conquista, cree que
sus crímenes no son una deuda pagable por él, sino un crédito que
cobrará por salvar de la ‘esclavitud’ al pueblo que coloniza. Bush es
actualmente el político y mandatario más terrorífico que conozca la
humanidad. Por sus crímenes, incontables a los ojos de la estadística,
cree que su alma –vestida de blanca paz y azul de esperanza- irá al
reino de los cielos. Que Dios la recibirá con sus alas abiertas
premiándole sus atrocidades en la tierra. Ningún alto cardenal del
Vaticano ha alzado su voz para excomulgar a un criminal del género más
depredador de la raza humana: el hombre-lobo que se atribuye la potestad de Dios para exterminar a miles de miles de seres humanos en nombre de la libertad. Saddam Hussein, en cambio, por sólo 148 asesinatos y 300 arrestos perdió su derecho de ir al cielo al lado de su único Dios: Alá.
Sólo
los pueblos, cuando conquistan la plenitud de su potestad para decidir
su redención, pueden juzgar con equidad las conductas incompatibles con
el respeto y acatamiento a la libertad colectiva e individual. Y eso
está por encima del derecho erigido en ley. Mientras el derecho esté
dirigido o amenazado por las bayonetas de la política que custodian los
intereses económicos, toda voluntad que le obedezca es una bazofia
legitimando la desigualdad.