El coronavirus es una calamidad natural potenciada por el capitalismo. Desde hace muchos años se esperaba un cataclismo semejante como consecuencia del cambio climático, el calentamiento global, las inundaciones o las sequías. Pero la catástrofe irrumpió a través de una pandemia, en un sistema económico-social que deteriora la naturaleza, corroe la salud y desprotege a los vulnerables.
Lo más impactante de la infección es la velocidad y escala de los contagios. Como aún no ha concluido la primera oleada de irradiación se desconoce la peligrosidad del virus. Pero es evidente que supera los efectos de una gripe corriente. Hay más de mil millones de personas enclaustradas en sus hogares, en un inédito experimento social de confinamiento. El antiguo antídoto de las cuarentenas ha reaparecido a pleno.
El estrago natural en curso no equivale a una guerra. Aunque la intervención que despliegan los estados presenta muchas semejanzas con escenarios de conflagración, en el primer caso impera la protección y en el segundo la destrucción de vidas humanas. En lugar de batallas y bombardeos hay resguardo de víctimas y socorro de afectados.
La analogía con la guerra es muy peligrosa. La utiliza Trump para crear un clima de hostilidad contra el "virus de China" y la fomentan los derechistas para resucitar los viejos estigmas del colonialismo. Con diatribas racistas contra el "cólera asiático" se acusaba en el siglo XIX a los países orientales de expandir la infección.
Los mensajes de batalla contra un "enemigo invisible" facilitan la militarización. Incluyen peligrosas analogías con la "guerra al terrorismo", que muchos gobiernos occidentales instalaron para propagar el miedo frente a un agresor omnipresente e indetectable. La pandemia no es una conspiración, un castigo divino o un acontecimiento azaroso. Constituye un avatar de la naturaleza que asume dimensiones gigantescas por los desequilibrios que genera el capitalismo contemporáneo.
DETERMINANTES ECONÓMICOS
El demoledor impacto económico de la pandemia está a la vista, pero el coronavirus no generó esa eclosión. Sólo detonó tensiones previas de las finanzas y la producción.
Desencadenó en primer término otro estallido de la financiarización. El gran divorcio entre el bajo crecimiento mundial y la continuada euforia de las Bolsas anticipaba un convulsivo desarme de otra burbuja. Era inminente la devaluación de los capitales inflados durante la última década, mediante recompras de acciones y especulaciones con bonos. Pero esa previsible conmoción financiera asumió una envergadura descomunal.
Esta vez el desplome de los mercados obedece más a los pasivos acumulados por las empresas (deuda corporativa) y los estados (deuda soberana), que a los desbalances bancarios o al endeudamiento de las familias. A diferencia del 2008, la crisis empieza en las compañías y se proyecta a los bancos, invirtiendo la secuencia de la década pasada. Las empresas no pueden afrontar el pago de intereses con sus ganancias corrientes.
La sobreproducción es el segundo desequilibrio que irrumpió junto a la pandemia, con un gran desplome del precio del petróleo. En los últimos dos años el excedente de mercancías fue determinante del enfrentamiento comercial entre Estados Unidos y China.
El estallido actual ha interrumpido los suministros y quebrantado las cadenas globales de valor. Se ha transparentado la gran dependencia mundial de los insumos fabricados en Oriente y la enorme incidencia de los sobrantes que acumula China.
El coronavirus ha detonado, por lo tanto, las tensiones generadas por la financiarizacion y la sobreproducción. Pero la magnitud de la crisis obedece a otros desequilibrios gestados en las últimas cuatros décadas.
Es evidente que la globalización aceleró la tradicional transmisión de enfermedades a través de las rutas comerciales. La expansión de la aviación incrementó en forma exponencial el número de viajeros y la consiguiente multiplicación de los contagios. La pandemia se traslada siguiendo los circuitos del capital. Hay 51.000 empresas de todo el mundo con proveedores en Wuhan y la infección ha transitado por un mapa de concentraciones fabriles y centros de almacenamiento.
En el Medioevo la peste negra tardó una década en propagarse y en 1918-19 la gripe española se difundió al cabo de varios meses. En cambio en la era del just in time, el coronavirus contaminó a 72 países en muy pocos días.
También la urbanización ha potenciado la diseminación de infecciones, a través de aglomeraciones y hacinamientos de la fuerza de trabajo, que deprimen las respuestas inmunitarias.
Pero los especialistas atribuyen mayor incidencia en la generación de la pandemia actual, a la creciente destrucción del hábitat de las especies silvestres. Esa demolición es un resultado de la enceguecida industrialización de actividades agropecuarias. Ese proceso multiplica la irradiación de bacterias y la expansión de enfermedades derivadas del quebranto de la biodiversidad. La deforestación ha incrementado en forma exponencial la transmisión de virus por el creciente contacto de los seres humanos con animales encerrados.
Los dos brotes del Ébola (2013-2016 en África occidental y 2018 en la República Democrática del Congo), emergieron cuando la expansión de nuevas industrias de productos primarios desplazó a las poblaciones originarias de los bosques, perturbando los ecosistemas locales.
El exótico hallazgo de un murciélago infectando comidas en los mercados asiáticos, induce a olvidar la frecuente transmisión de bacterias en los centros corrientes de producción. Allí se efectiviza el ingreso habitual de los patógenos a la cadena alimentaria.
Los estudiosos enfatizan la estrecha relación de los distintos virus, con un modelo de industrialización ganadera que enriquece a las empresas multinacionales. Esas compañías impusieron la reducción de las inspecciones sanitarias y transfieren a la población, los costos de su mortífero modelo de diseminación de enfermedades. Toda la sociedad termina solventado con graves padecimientos, las altísimas ganancias obtenidas por la agro-industria.
Esa actividad ha exacerbado una dinámica histórica del capitalismo, que siempre forzó lucrativas modalidades de ganadería, para abaratar alimentación y el costo de la fuerza de trabajo. Esos procedimientos originaron epidemias en Inglaterra en el debut del capitalismo y en África a fines del siglo XIX. Pero los últimos cuarenta años de extractivismo neoliberal han desatado una venganza mayúscula de la naturaleza, que ahora convulsiona a todo el planeta.
GLOBALIZACIÓN SIN CORRELATO SANITARIO
El cataclismo actual tiene determinantes inmediatos (financiarización y sobreproducción) y estructurales (globalización, urbanización y agro-negocio). Pero su causa subyacente es la ausencia de correlato sanitario, al avance registrado en la globalización de la producción y el consumo. Se fabrica y consume con patrones mundiales, en un marco de estructuras de salud invariablemente nacionales.
Esa contradicción salta a la vista en la monumental expansión -sin resguardo sanitario- que tuvieron la aviación, los hoteles o el turismo. Se internacionalizaron actividades lucrativas, preservando las fronteras en un ámbito como la salud, que involucra mayores riesgos e inciertas ganancias.
Esa desconexión expresa la principal contradicción del período. Un segmento estratégico de la economía se ha globalizado en el viejo marco de los estados nacionales. Por esa razón el capitalismo no pudo anticipar, evitar o manejar el torbellino del coronavirus. Una gestión preventiva (y efectiva) de la pandemia hubiera requerido el comando sanitario de la OMS, coordinando todos los test y cuarentenas a escala global.
Pero ese organismo no cuenta con un status equivalente a las estructuras que manejan las empresas o los bancos transnacionales. Nunca fue el epicentro de las conferencias de Davos, ni despertó la atención del G 20. Tampoco actuó como un verdadero dispositivo interestatal. Por esa desconexión, todos los estados nacionales actúan por su cuenta frente a la pandemia.
La existencia de una economía mundializada gestionada por múltiples estados nacionales es una disfuncionalidad del capitalismo contemporáneo, que los neoliberales ignoran por completo. Sus exponentes presentan el coronavirus como una desgracia de la naturaleza que afectó a un sistema próspero y saludable. A lo sumo, estiman que hubo "errores", "falta de previsión" o "irresponsabilidad" de los "políticos populistas".
Pero la credibilidad de esos argumentos es nula. No hay forma de entender lo que está ocurriendo si se desconecta la crisis de sus basamentos capitalistas. Los neoliberales igualmente aprovechan una importante diferencia con el 2008, cuando fue inmediatamente visible la culpabilidad de los banqueros. Ahora presentan a la economía como otro paciente más afectado por la infección.
Muchos críticos del neoliberalismo destacan esas inconsistencias y remarcan los múltiples enlaces de la pandemia con el modelo económico actual. Pero frecuentemente suponen que esa desventura será resuelta mediante la simple intervención del estado, como si el capitalismo fuera un ingrediente prescindible del problema. Por el contrario, el enfoque marxista coloca directamente al capitalismo en el banquillo de los acusados.
Pero es importante evitar las miradas simplificadoras que observan a la pandemia, como un mero desencadenante de turbulencias financieras o productivas. Hay que registrar los desequilibrios subyacentes y el gran alcance de la contradicción que opone a la mundialización con los estados nacionales. Esa tensión explica más lo sucedido que la enunciación de múltiples desajustes.
IMPACTOS EN VARIOS SECTORES
La crisis del coronavirus ha propinado un duro golpe al neoliberalismo. En pocas semanas se ha generalizando una drástica intervención de los estados con alcances superiores al 2008. Esa regulación impacta sobre incontables áreas sometidas al proceso de privatización.
Los neoliberales temen que esos cambios sean perdurables y desemboquen en la reversión de la gran mercantilización de las últimas décadas. Buscan cualquier argumento para ocultar cómo el desmantelamiento de la salud pública desguarneció a la población.
Es cierto que también la crisis del 2008 alimentó muchos presagios de fin del neoliberalismo. Esas caracterizaciones estaban centradas en la expectativa de regular los bancos y ocurrió lo contrario. La financiarización perduró mediante el rescate y reciclaje del mismo sistema. Pero la convulsión actual difiere de ese precedente, desborda ampliamente a las finanzas y socava varios pilares del neoliberalismo.
La crisis acrecienta en lo inmediato la desigualdad. El coronavirus no es un virus democrático que afecta a todos por igual, con distinciones meramente etarias. Son evidentes las brechas sociales de cobertura y recursos para enfrentar la desgracia. Esa diferenciación quedó enmascarada al comienzo de la pandemia por la gran contaminación de viajeros y por su incidencia en la clase media, las elites y hasta los presidentes y sus ministros.
Pero la desigualdad salta a la vista en el tratamiento de los afectados. En Estados Unidos se propaga entre 30 millones de personas que carecen de seguro médico, afectando duramente a los empobrecidos. Los afroamericanos representan un tercio de la población, pero cargan con el grueso de los fallecimientos relacionados con la Covid-19. Es probable que nunca se conozca la verdadera cifra de muertos por el alto número víctimas indocumentadas. Las fosas comunes en Nueva York son el símbolo de esa extrema crueldad.
La inequidad se afianza con el programa de rescate dispuesto por el gobierno estadounidense, que otorga gigantescos subsidios a las empresas y migajas a los trabajadores. Dos tercios del incremento del gasto público están destinados a socorrer a las empresas y sólo el tercio restante a compensar a los trabajadores.
Otro impacto de la convulsión es la diferenciación laboral que introduce el nuevo esquema de teletrabajo, actividades indispensables y precarización. Esa distinción afianza un corte entre labores domiciliarias, procesos esenciales a la intemperie (salud, alimentación) y dramático desamparo.
En la casa se desarrollan los trabajos de cierta calificación, en la calle se desenvuelven las tareas rutinarias y en los márgenes sobreviven los informales. Esa diferenciación acentúa una fractura previa, que en muchos países converge con coberturas sanitarias privadas, sindical-cooperativas o públicas.
Las clases dominantes intentarán aprovechar este escenario para profundizar la flexibilización laboral. Buscarán instrumentar la "doctrina del shock", en el contexto de alto desempleo que la derecha suele utilizar para forzar el achatamiento de los salarios.
La corona-crisis ha puesto de relieve, además, la extraordinaria gravitación del mundo digital. Ese tejido mantiene conectados a millones de individuos en medio de la parálisis laboral. Por primera vez en la historia, más de 1000 millones de persona están confinadas y al mismo tiempo comunicadas.
Ese universo de redes afianza la incidencia de una revolución digital, que en el curso de la pandemia incrementó en 40% el tráfico de datos. Las computadoras y teléfonos inteligentes son utilizados no sólo para reorganizar el trabajo. También viabilizan los test y las cuarentenas, mediante el seguimiento de los individuos contagiados, hospitalizados y recuperados.
EL ESPECTRO NEGACIONISTA
El coronavirus ha suscitado reacciones contrapuestas. Los aislamientos sociales que los sanitaristas propician al unísono tienen aplicaciones muy disímiles. La afinidad con el neoliberalismo y la cultura predominante en cada país han sido determinantes de esa implementación.
Entre los derechistas prevaleció desde el comienzo un frontal negacionismo, que incluyó descarnadas justificaciones de índole malthusiana. Varios presidentes propusieron tolerar la expansión del virus para inmunizar a la población, descartando a los ancianos y a los vulnerables. Con esos presupuestos de darwinismo social, el distanciamiento social fue demorado u obstruido en Estados Unidos y Brasil. En el caso inglés, el propio Boris Johnson terminó hospitalizado luego minimizar el alcance de la infección.
Algunos analistas aceptan con toda naturalidad que "morirá mucha gente" y priorizan la continuidad de la actividad económica. Otros cuestionan la cuarentena resaltando la baratura del test y advirtiendo que el confinamiento conduce al colapso de la producción. Pero omiten que se puede implementar el aislamiento social mediante una drástica reorganización de la economía, como siempre ha ocurrido en las situaciones de excepción.
La contraposición entre economía y salud es totalmente falsa. Frente a los cataclismos naturales el funcionamiento de la actividad productiva debe adaptarse a la emergencia, instaurando reglas antitéticas con el libre-mercado.
Los gobiernos occidentales tuvieron a su disposición la experiencia de China y el tiempo suficiente para organizar cuarentenas y pruebas con los reactivos. Pospusieron ambas medidas para no afectar las ganancias de las empresas.
En Italia esa demora condujo a un crimen social. En el área más devastada de Bérgamo no se declaró la cuarentena por presiones de los empresarios, que desconsideraban el peligro forzando la continuidad del trabajo. Esta actitud se mantuvo cuando setenta camiones militares cruzaron la región transportando cadáveres. Sólo las protestas de los trabajadores indujeron al cese de las actividades.
También en Estados Unidos la patronal ha presionado por la continuidad del trabajo. Con ese objetivo impuso que cualquier limitación laboral sea definida por el Departamento de Seguridad Nacional y no por el Centro de Control de Enfermedades.
La influencia del negacionismo se ha extendido incluso a ciertos ámbitos de la izquierda, que comparten los cuestionamientos a la gravedad del coronavirus. Objetan la implementación de la cuarentena, señalando que la infección se asemeja a una gripe corriente. Estiman que la enfermedad tiene baja mortalidad y que es un error convalidar el pánico que desmorona el sistema hospitalario. Sugieren que la pandemia es un complot de los medios y las empresas farmacéuticas.
En una mirada semejante, la pandemia es presentada como un invento para justificar la militarización, mediante la transformación de la ciencia en una religión que esclaviza a la población. Esta óptica converge con algunas presentaciones de la cuarentena como un desechable método medieval.
Pero la identificación de la pandemia con una maléfica conspiración ha quedado refutada por la extensión y peligrosidad del virus. La OMS ya advirtió que tiene una mortalidad muy superior a la gripe. Al relativizar el daño de la enfermedad se desvaloriza el esfuerzo que despliega la población para preservar su salud. La protección de ese activo distingue a la izquierda y al progresismo de Bolsonaro o Johnson.
DESAPRENSIÓN Y PIRATERIA
También se debate con intensidad las causas del contraste entre países asiáticos, que logran controlar la pandemia y naciones occidentales, que no pueden contenerla. La capacidad exhibida en Oriente para manejar la cuarentena se alimenta del adiestramiento obtenido durante la experiencia previa del SARS. Además, el cumplimiento de la cuarentena tiene raíces en tradiciones amoldadas a ese tipo de disciplina.
Numerosos analistas han destacado que las normas de cuidado (uso de mascarillas, distancia en el saludo, estricta aceptación de reglas colectivas) fueron rápidamente incorporadas en Oriente y afrontan mayores resistencias en el universo individualista de Occidente.
Quiénes desconocen esa variedad de condicionamientos suelen postular que China controló el virus con métodos totalitarios. Omiten que otros países asiáticos recurrieron a las mismas fórmulas para obtener resultados semejantes. Corea del Sur desplegó, por ejemplo, una supervisión digital de la población para detectar contagios, con modalidades más sofisticadas e invasivas que las ensayadas en China.
El uso de las nuevas tecnologías vulnerando la privacidad de los individuos, incluyó al menos en estos casos un propósito sanitario. Esa motivación es más justificada que el simple espionaje practicado con el auxilio de Cambridge Analítica, para manipular elecciones (Trump) o inducir los resultados de un plebiscito (Brexit).
La variedad de respuestas nacionales a la pandemia retrata en forma categórica la ausencia de coordinación mundial. Esta carencia es la principal diferencia con la crisis del 2008. En la década pasada prevaleció una reacción común de los Bancos Centrales bajo el comando de la Reserva Federal estadounidense y el decisivo sostén de China. Esa cooperación ha sido reemplazada por una reacción inversa de pura regulación nacional y restablecimiento de fronteras, en un clima de sálvese quien pueda. El G 20 ha quedado convertido en un G 0, que sólo intentó una reunión virtual para convalidar la inexistencia de medidas conjuntas.
Esa dislocación es coherente con la total desaprensión que imperó en el debut de la pandemia. Todos los gobiernos relativizaron el peligro, con la misma displicencia que desecharon las advertencias de la OMS (2018). Hubo antecedentes muy contundentes con el SARS (2002-03), la gripe porcina H1N1 (2009), el MERS (2012), el Ébola (2014-16), el zika (2015) y el dengue (2016).
Pero como las grandes empresas farmacéuticas no engrosan sus fortunas con la prevención, los principales programas de investigación de virus fueron desfinanciados por los gobiernos occidentales. El desarrollo de nuevos antibióticos y antivirales es poco redituable, para compañías que se especializan en la venta de medicamentos a los enfermos solventes. De las 18 compañías farmacéuticas más grandes de Estados Unidos sólo 3 desenvuelven investigaciones de alguna índole.
La primacía de la competencia por negocios lucrativos -en desmedro de la salud pública- ha provocado la indefensión general frente a la pandemia. Esa rivalidad se ha intensificado ahora para dirimir quién descubre primero la vacuna. Europa, Estados Unidos y China disputan ese trofeo para ganar puntos en las futuras patentes. Trump fue más lejos e intentó acaparar las investigaciones sobornando a varios científicos alemanes.
La misma piratería impera en la captura de los apreciados insumos médicos. Los emisarios de distintos países negocian en los aeropuertos la reventa de los productos ya embarcados. Estados Unidos y Francia adoptaron ese comportamiento de corsarios frente a cargamentos destinados a España o Italia. La pandemia ha exacerbado la dinámica brutal e inhumana que rige al capitalismo.
MIRADAS SOBRE CHINA
La localización inicial de la pandemia en China ha sido coherente con el protagonismo de ese país en la globalización y su consiguiente capacidad para exportar alteraciones económicas al resto del mundo. La expansión de la urbanización, las cadenas globales de valor y las nuevas normas de alimentación fue vertiginosa en la nueva potencia asiática. El peso del país en el PBI global trepó más de 30% desde el 2008 y un fuerte pico de sobre-inversión precedió a la crisis actual. La gran penetración del capitalismo en China explica la magnitud de la convulsión en curso.
Esa expansión deterioró también la estructura sanitaria más igualitarista del período previo y afianzó normas de privatización, que sólo fueron relativamente acotadas en los últimos años. Enormes sectores de la población -especialmente migrante- tienen seriamente limitado el acceso a la salud. Estos problemas recobraron actualidad en el debut del coronavirus.
Existe una gran controversia en torno al manejo inicial de China de ese brote. Algunos sectores remarcan el ocultamiento de la infección en Wuhan y la hostilidad oficial contra quiénes resaltaban los peligros de la enfermedad. Otros desmienten ese silenciamiento y resaltan la decidida acción del gobierno para controlar la epidemia. Recuerdan que la secuencia genética del nuevo virus fue inmediatamente compartida con la OMS y afirman que al cabo de varios ensayos y errores, China mostró un camino para enfrentar los contagios.
La enfática crítica al control represivo en la cuarentena es también relativizada con ejemplos de acción del voluntariado, en un marco de creciente conciencia del problema. En cualquier caso, China comienza a contener la pandemia combinando el cierre total de ciertas localidades, con severas restricciones a la circulación y un distanciamiento social efectivo.
Los gobiernos occidentales observaron con satisfacción y malicia el debut de la pandemia. Esperaban su exclusiva localización en China y el consiguiente debilitamiento del rival asiático. Aunque ese escenario se ha invertido, las campañas contra el "virus chino" persisten con alocados argumentos. Se afirma incluso que el coronavirus fue creado adrede para afectar a Estados Unidos y Trump sugiere una complicidad directa de la OMS con esa operación.
Pero esos disparates contrastan con la efectividad exhibida por China para lidiar con la infección. Ese logro es complementado con la simpatía que generan las actitudes solidarias. Aviones chinos con equipamiento médico han aterrizado en Italia, España y en muchos países de varios continentes.
Pero esa cooperación no presenta -hasta ahora- la dimensión de una nueva "ruta sanitaria de la seda". Además, China es una potencia acreedora de muchas naciones auxiliadas y afrontará un serio dilema, si la crisis desemboca en un default general de sus deudores. En esa eventualidad: ¿el gigante asiático aceptará la cesación de pagos?
ESTADOS UNIDOS Y EUROPA
Estados Unidos ha quedado ubicado en el casillero opuesto de su principal rival. Parecía el ganador geopolítico inicial de la corona-crisis y ahora carga con las consecuencias más duras de la pandemia. Las ventajas del comienzo se insinuaron en la gran la afluencia de capitales internacionales que sucedió al temblor de los mercados. Tal como ocurrió en el 2008, el dólar y los bonos del tesoro se convirtieron en los refugios predilectos de los inversores asustados.
El encierro fronterizo apuntala, además, la estrategia del sector americanista, frente a los segmentos globalizados de las clases dominantes estadounidenses. Algunos analistas estiman que el abrupto repliegue hacia actividades económicas auto-centradas favorece el proyecto de Trump.
Pero esos datos promisorios para el magnate han quedado neutralizados por la masa de contagiados. En Estados Unidos se localiza el mayor número de afectados y todos los días Trump improvisa alguna medida, para afrontar un peligro que desechó en forma explicitica. Desmanteló el equipo de resguardos frente a las pandemias del Consejo de Seguridad Nacional y desconoció los resultados de una simulación de ese cataclismo. Ahora no logra articular un plan mínimo para lidiar con el desastre sanitario.
Por esa razón se agravó la grieta interna. Los gobernadores desafían la autoridad presidencial y cada estado reacciona por su cuenta. Mientras California y Washington lograron prevenirse con la adopción temprana de la cuarentana, Nueva York eludió el aislamiento y afronta las terroríficas consecuencias de esa omisión.
Toda la estrategia internacional de Trump ha quedado en suspenso. Nadie sabe cómo seguirá su mercantilismo bilateral y el intento de recomponer la hegemonía estadounidense utilizando la supremacía tecnológica, militar y financiera del país. Las concesiones que el millonario bravucón había logrado de sus competidores volverán a la mesa de negociación.
Pero lo más impactante de la crisis actual es el repliegue internacional de un imperio que abandona su disfraz de auxiliador del mundo. Se ha retirado al autoaislamiento y transmite una imagen de impotencia interna, que socava su autoridad para actuar en el exterior.
Algunos analistas estiman que Estados Unidos ha perdido atracción. Ya no es el país que el resto del mundo quiere emular. Remarcan comparaciones con el declive de otras potencias y afirman que atraviesa por el "momento Chernobyl" de la Unión Soviética (1986) o por un equivalente a la crisis de Suez de Inglaterra (1956).
Pero habrá que ver si esta evaluación de la coyuntura se corrobora en el largo plazo. Un contundente indicador del declive sería la caída del dólar y la salida de capitales hacia otros destinos. Este viraje marcaría efectivamente un punto de inflexión. Por el momento la pandemia no elimina la primacía militar del Pentágono, ni el lugar de Estados Unidos como principal resguardo imperial del capitalismo.
En Europa la crisis del coronavirus asume proporciones mayúsculas. La Unión ha quedado prácticamente licuada por el torbellino. Mientras se cierran las fronteras dentro de la propia comunidad, los miembros no logran concertar acuerdos mínimos.
Los líderes proclaman que el virus no tiene pasaporte, pero lidian con la pandemia por su propia cuenta. En la disputa por los medicamentos han quedado sepultados todos los principios de colaboración. Alemania niega hospitales a varios socios y ninguno vende remedios al otro.
La financiación de la crisis concentra el principal conflicto. Las reglas neoliberales de ajuste presupuestario han sido archivadas, pero la forma de solventar la fuerte expansión del gasto público, opone nuevamente a las potencias del norte europeo con los afectados del sur.
Italia convoca a emitir "corona-bonos" compartidos por todos los estados. Pero Holanda y Alemania exigen conservar la norma actual de créditos sujetos a repago, mediante severos ajustes internos. Propician para Italia el mismo mecanismo que asfixió a Grecia.
Salta a la vista las gravísimas consecuencias de ese procedimiento, para un país que aún no controló la tragedia del norte y se prepara para afrontar la expansión del contagio al sur. Lo mismo vale para España que soporta una catástrofe de fallecimiento.
En los dos casos se verifican las terribles consecuencias de los recortes de presupuesto que impuso la política sanitaria neoliberal. La escasez de reactivos y mascarillas es consecuencia de un manejo hospitalario basado en principios de rentabilidad y reducción de costos. Por dónde se lo mire el coronavirus ha reforzado la erosión de la Unión Europea.
La contraposición negacionista entre salud y economía es falsa. La actividad productiva puede adaptarse a la emergencia, mediante las regulaciones que rechaza el neoliberalismo. Las advertencias de la pandemia fueron ignoradas por la baja rentabilidad de su prevención y la competencia actual entre las farmacéuticas ha derivado en piratería entre los gobiernos.
Mientras China contiene una infección que estalló por la expansión del capitalismo, Estados Unidos afronta el contagio en forma caótica. Ya abandonó su disfraz de auxiliador del mundo. La gestión nacional de la pandemia quebranta a la Unión Europea.