La primera reacción de los gobiernos occidentales frente la nueva crisis fue la repetición del socorro del 2009. Redujeron las tasas de interés, inyectaron liquidez y decretaron alivios fiscales. Buscaron aplanar la curva económica como su equivalente sanitaria, para distribuir la caída del PBI en el tiempo.
Pero el remedio de la década pasada tiene efectos muy dudosos en la coyuntura actual. El rescate ya no involucra sólo a los bancos, sino que incluye a incontables áreas de la economía. Dos razones tornan muy difícil el reimpulso del nivel de actividad. La economía ya se encaminaba a la recesión antes del coronavirus y la abrupta paralización de medio aparato productivo tendrá severos efectos acumulativos.
Al comienzo de la crisis el grueso de los economistas asoció la gravedad de la convulsión con su duración. Plantearon tres escenarios posibles de menor crecimiento, recesión o depresión. El primer caso sólo implicaba un deterioro del contexto previo, el segundo la recreación de lo sucedido en el 2009 y el tercero un desmoronamiento equivalente a los años 30.
Pero en las últimas semanas se precipitó un fuerte desplome de la economía estadounidense que afianza las evaluaciones más sombrías. Las solicitudes del seguro de desempleo han trepado a un ritmo vertiginoso y en pocos días han superado el número alcanzado a la largo de varios meses, durante la convulsión del 2008-2009.
Estos datos preanuncian una lluvia de quiebras que no podría ser contenida con socorros oficiales. Algunas consultoras pronostican un derrumbe del 34% del PBI en el segundo trimestre, que superaría en tres veces y media el peor cómputo desde 1947. Este panorama induce a múltiples analogías con la gran depresión.
El reciente informe del FMI es igualmente categórico. Estima que el "gran confinamiento" en curso provocará una caída del PBI tres veces superior al 2009. También la OIT considera que la pérdida de 195 millones de puestos de trabajo dejará muy atrás ese antecedente.
Todos los debates sobre la eventual intensidad o flaqueza de la futura recuperación han perdido relevancia. En lugar de evaluar si el repunte presentará una forma de V, U o L, la discusión gira en torno a la caída previa. Ya comenzó una fulminante desvalorización de los capitales impactados por la pandemia (turismo, hotelería, transporte) y se dirime su extensión a una incontrolada secuencia de bancarrotas.
La dinámica del temblor económico está a su vez imbricada con el itinerario de la pandemia. Son dos recorridos internacionales que se entrecruzan, impactando a una región tras otra cada 40-50 días. No es un shock uniforme, sino una cadena de conexiones entre zonas afectadas. Lo que comenzó en China y golpeó a Europa ahora afecta en Estados Unidos. Aunque se descubra rápidamente la vacuna o algún tratamiento efectivo contra el coronavirus, las consecuencias de la convulsión actual serán perdurables.
PLANIFICACIÓN Y REDISTRIBUCIÓN
Ya afloran tendencias que presagian cambios de gran porte. Predomina un nivel de intervención de los estados -con procedimientos análogos a la economía de guerra-que supera ampliamente lo observado en el 2008. Las nuevas regulaciones introducen mecanismos de gestión estatal, con modalidades de planificación más emparentadas con el keynesianismo de oferta que con su par de demanda. En lugar de sostener el poder compra se privilegia el control de los precios, la supervisión del abastecimiento y la producción de los bienes esenciales.
Las normas de mercado pierden primacía frente a disposiciones que inciden en la gestión directa de las empresas. Esa nueva supervisión es indispensable para contener el automático derrumbe que generaría el confinamiento del grueso de los trabajadores en sus hogares.
La intervención estatal precipita incontables conflictos con los capitalistas que especulan con los precios (alcohol en gel), con el desabastecimiento de insumos básicos (artículos de limpieza) o con la negativa a amoldar su actividad a las exigencias sanitarias. El choque de Trump con General Motors y Ford -que retardan la producción y demandan altos precios por los respiradores- es un ejemplo de las nuevas tensiones.
La regulación estatal es una exigencia de la pandemia que puede intensificarse si se generalizan las quiebras. La economía de guerra suele implicar una presencia directa de los gobiernos en la gestión de las firmas. Muchos analistas recuerdan que esa incidencia fue dominante, cuando el gasto público escaló del 8-10 % del PBI (años 30) al 40% en 1942-45.
Mientras que la planificación de la oferta despunta objetivamente como una respuesta a la crisis, la redistribución del ingreso es explícitamente rechazada por los principales gobiernos occidentales. No adoptan medidas significativas para garantizar los empleos, sostener los salarios o proteger a los desamparados. En este terreno, todos los anuncios son insuficientes en comparación a los socorros ofrecidos a los capitalistas.
Las medidas requeridas para que la crisis sea solventada por los poderosos, no dependen sólo de la magnitud de la convulsión. Exigen una fuerte influencia de la lucha social o la eventual existencia de gobiernos progresistas. Ya existen fuertes voces en esa dirección en torno a dos demandas: la implantación de una renta básica universal que asegure la supervivencia de toda la población y la introducción de significativos impuestos a las grandes fortunas.
Esas propuestas toman en cuenta que el nivel de consumo no ha incidido en el desencadenamiento de la crisis, pero sería determinante para contener los efectos del desplome. Sin una drástica redistribución de ingresos resultará será muy difícil emerger del desmoronamiento que se avecina. Al igual que la planificación de la oferta, la reducción de la desigualdad social no es incompatible con la continuidad del capitalismo, pero su conquista implicaría una dinámica muy crítica para el sistema actual.
TRES COMPARACIONES CON EL PASADO
La comparación del escenario en curso con tres procesos de principios del siglo XX permite clarificar ciertas singularidades de la corona-crisis. En primer lugar, la pandemia actual ha sido contrastada con la gripe española, que empezó en Estados Unidos y Europa en 1918 y alcanzó su cenit en la India en 1920. En este último país se produjo la mayor parte de los 30 o 50 millones de fallecidos que causó esa infección.
Ese atroz número de víctimas marca una diferencia sustancial con la pandemia actual. La distancia es aún mayor con la peste negra del Medioevo, que costó la vida a un tercio (o la mitad) de la población europea.
El abismo entre la protección actual de la vida humana y esos precedentes históricos es muy indicativo del avance de la ciencia. En un marco de significativo aumento de la esperanza de vida y extraordinarias mejoras nutricionales, la brecha entre contagiados y fallecidos por el coronavirus distingue al siglo XXI de las devastadoras pestes del pasado.
El capitalismo es un sistema de explotación que degrada a los asalariados, pero está sometido a fuerzas democratizadoras e importantes presiones para preservar la fuerza de trabajo. Por esa razón, ciertas normas de la salud pública están incorporadas al funcionamiento de los estados.
En los hechos, no hay espacio para el darwinismo social, ni para las provocadoras sugerencias de consumar la reforma previsional, acelerando la muerte de los ancianos. Salvaguardar vidas es la principal preocupación del grueso de la sociedad.
La segunda comparación con la internacionalización económica de principio del siglo XX es igualmente relevante. Ese período de mundialización es frecuentemente citado como el gran antecedente de la globalización actual. Quiénes consideran que la internacionalización es un proceso cíclico (y por lo tanto carente de novedad) suelen resaltar ese precedente.
Pero a diferencia de lo ocurrido en esa época, la globalización de las últimas cuatro décadas desbordó la órbita comercial y financiera. Incluyó a la actividad productiva y al consumo y por eso generó un conflicto con la ausencia de mundialización del sistema sanitario. Esa contradicción es un desequilibrio contemporáneo totalmente ajeno a las tensiones del siglo pasado.
El carácter inédito de la pandemia justamente radica en la velocidad y el contagio que impusieron la globalización, la urbanización y la industrialización de los alimentos. El coronavirus estalló al compás de cadenas globales de valor y formas masificadas de turismo, que eran inexistentes a principio del siglo XX.
El tercer contrapunto con esa época se localiza en la gran guerra de 1914-18, que antecedió en forma inmediata al estallido de la gripe española. Ese entrelazamiento fue tan estrecho, que el número de muertos por la pandemia quedó diluido entre los fallecidos durante la contienda bélica. El traumático recuerdo de la Primera Guerra subsumió la impresionante devastación de la infección.
Esa conexión está ausente en la actualidad y realza la distinción entre una calamidad actual y una guerra. Por esa ausencia de contexto bélico general, el imperialismo sólo opera como fuerza subyacente de la crisis en curso. Las distintas potencias definen estrategias de acción y no programas bélicos.
Estados Unidos se mantiene replegado sin consumar en forma directa acciones militares externas. Las guerras regionales y las acciones sub-imperiales mantienen las tonalidades precedentes y los nuevos despliegues de tropas cumplen más funciones de auxilio que de matanza.
INTERROGANTES POLÍTICOS
La comparación con las primeras décadas del siglo XX plantea la gran pregunta del momento: ¿desembocará la crisis en una depresión equivalente a 1930? Hubo muchos presagios de esa repetición que no se verificaron durante el temblor del 2008. Pero ahora existen desequilibrios de mayor porte que tornan más creíbles esa amenaza. Los próximos indicadores de caída del PBI, desempleo y nivel de quiebras resolverán el interrogante.
El giro hacia la planificación de la oferta y la redistribución de ingresos no fue en el pasado un mero corolario del desmoronamiento de la economía. Derivó de grandes guerras e impactantes revoluciones. Las determinaciones políticas que signarán el curso actual son desconocidas, pero seguramente estarán condicionadas por el desenlace de la lucha social y la preeminencia de salidas derechistas o progresistas a la crisis.
Las variantes derechistas están a la vista. Dos componentes del neoliberalismo han quedado muy afectados por la conmoción actual. El modelo económico de libre-mercado sufre el embate de la intervención estatal y la ideología de las privatizaciones afronta la revalorización de la salud pública.
Pero un tercer pilar del neoliberalismo se mantiene en pie y podría reforzarse, si el capital retoma su ofensiva sobre el trabajo. El inminente recorte de los salarios y la eventual ampliación del teletrabajo anticipan esa posibilidad. Ya hay empresas que se expanden en la cuarentena con normas de aguda flexibilización laboral (Walmat, Amazon).
Una modalidad de neoliberalismo con mayor presencia del estado rige desde hace tiempo en Alemania (ordo-liberalismo) y la ultraderecha anglosajona propicia otra mixtura, con ingredientes chauvinistas (retro-liberalismo). Mantienen las denuncias del "contagio chino", retomando la vieja tradición reaccionaria de identificar las enfermedades con alguna nacionalidad desvalorizada. Frente a esa estigmatización, algunos autores recuerdan que la gripe española no se originó en la península ibérica. Fue transmitida por los pollos a los soldados en una base militar estadounidense de Kansas.
El principal problema que afrontan las salidas derechistas es el descrédito de líderes, que batieron todos los récords de irresponsabilidad en el manejo de la pandemia. Trump se burlaba del virus y Johnson lo desafiaba estrechando manos hasta que fue internado en terapia intensiva.
La ultraderecha europea tiene ahora la posibilidad de propiciar el rehuido divorcio con el euro, pero no está claro cómo asociará la pandemia con su campaña contra la inmigración. La transmisión del virus ha sido un resultado de la globalización de la producción y del consumo y no un efecto de la movilidad de la fuerza de trabajo. El contagio provino de los viajeros y no de los refugiados.
A diferencia de las opciones reaccionarias, aún no se vislumbra cuáles serían los canales de gestación de una salida progresista. Pero esa oportunidad cobra fuerza con nuevas demandas, en un escenario trastocado. La protección de los trabajadores frente a la pandemia y el acceso igualitario a la salud se ubican al tope de esas exigencias. En muchos países ya se discute la nacionalización del sistema sanitario.
En las evaluaciones de más largo plazo se ha instalado un clima de gran especulación, para desentrañar qué sucederá cuando concluya la corona-crisis. El grueso de los futurólogos desliza todo tipo de predicciones, presuponiendo que el capitalismo saldrá indemne. Reflexionan sobre el "día después" sin saber cuál será la intensidad de una conmoción que recién se inicia. Con la habitual inconsistencia del periodismo cortesano disparan opiniones sobre un estadio posterior, ignorando lo que sucederá antes.
DILEMAS TEÓRICOS
La evaluación de ciertos dilemas previos a la pandemia permite evitar los dislates de la futurología. La principal incógnita retoma la misma disyuntiva del 2008. ¿Quedará cerrada la etapa que puso en pie al capitalismo globalizado, digital, precarizador y financiarizado de las últimas cuatro décadas? El gran temblor de la subprime no condujo a esa clausura y sólo renovó una variante del mismo ciclo. ¿Se avecina otro reciclaje o el fin del modelo actual?
La respuesta convergerá con la definición de la continuidad o freno de la mundialización. Los indicios de desglobalización que ya se avizoraban en el declive del comercio mundial han derivado en un abrupto escenario de encierro nacional y revalorización del mercado interno. Todos los países se repliegan. ¿Pero es un viraje temporario o perdurable? ¿Serán desmanteladas las cadenas globales de valor? ¿Cómo podría fragmentarse un mundo digital que enlaza al grueso del planeta?
Otro interrogante involucra al desenlace de la pugna entre gigantes que opone a Estados Unidos con China. La mayor parte de los augurios presenta a la potencia asiática como ganadora de esa partida. Esa evaluación registra el traslado del epicentro de la pandemia a Norteamérica y el impactante envío de ayuda humanitaria de China a su principal rival. Ese cargamento tiene contundentes efectos simbólicos.
Pero los llamativos episodios del coronavirus no zanjan el resultado de la batalla entre ambos contendientes. Lo que está en juego es el escenario de la disputa. Estados Unidos y China confortaban en torno a dos tipos de globalización, que ahora podrían asumir otro significado.
Si ese choque desemboca en definiciones quedaría también esclarecido el proceso de desarrollo desigual y combinado, que condujo a China escalar posiciones aprovechando las "ventajas del que llegó tarde". Un desenlace clarificaría si esa dinámica ha beneficiado (como Alemania en el siglo XIX) o perjudicado (como Alemania en el siglo XX) al país.
La pandemia también reavivará los irresueltos debates sobre las ondas largas. La corona-crisis ilustra un típico caso de shock externo, que afecta al conjunto de la economía. Pero ese impacto no esclarece el escenario subyacente. Si la etapa en curso está signada por una onda descendente: ¿se refuerza la misma caída? Si por el contrario el contexto era ascendente: ¿se inició un viraje contrapuesto? Y si la dinámica de los movimientos largos estaba extinguida: ¿renació la vieja secuencia?
Las grandes crisis suelen aportar respuestas a las incógnitas teóricas de los períodos previos. Por el momento esos interrogantes están abiertos. Precisar las preguntas permite contar con una brújula para definir los problemas a resolver.
SUSPENSIÓN DE LA LUCHA, IDEOLOGÍA DEL PÁNICO
Es evidente que la pandemia ha generado efectos coyunturalmente adversos para todas las organizaciones populares. Desarticula su funcionamiento, obstruye la deliberación, impide las asambleas y anula las movilizaciones. Con las calles vacías se ha obturado el principal canal de las protestas.
La desmovilización se ha impuesto por un camino impensable, al cabo de un año de impetuosas acciones populares que tendían a converger a escala global. Esas luchas callejeras han quedado transitoriamente neutralizadas por el encierro que exige la cuarentena. Los aplausos y los ruidazos desde los balcones no reemplazan la contundencia de cualquier marcha.
Ese freno de los reclamos afecta en mayor medida a los protagonistas de las protestas. Los trabajadores precarizados -que en todo el mundo hicieron oír sus demandas en la calle- no cuentan ahora con el relativo refugio del teletrabajo. Tampoco forman parte del proletariado requerido para los servicios básicos.
La lucha de clases que había retornado con creciente intensidad en el 2019 ha quedado suspendida. Su reaparición está fuera de duda, pero se ha creado una incógnita en torno a las fechas y formas de ese resurgimiento. Los fuertes reclamos para exigir en la cuarentena, licencias pagas y equipos de protección personal anticipan el tono de las próximas batallas.
Frente al peligroso alcance de la pandemia se ha instalado un comprensible temor en toda la población. Ese miedo también desata psicosis de peste que socavan la racionalidad de las respuestas. Los medios de comunicación contribuyen a potenciar el pánico, al combinar el ocultamiento de los problemas con el estímulo del terror colectivo.
La tiranía que ejerce la hipertelevisión en el enclaustramiento multiplica esos temores. Diluye la frontera entre ficción y realidad, en una descarnada batalla por el rating que induce a sobreactuar la presentación de las noticias.
Se ha desatado una competencia de tinte deportivo, para informar cómo evoluciona el ranking de países en la medición de contagios, fallecidos y recuperados. Con ese espectáculo se potencian los miedos y se obnubila la crítica. La combinación de esa artillería mental con las fakenews de la redes obstruye la reflexión y el registro de la responsabilidad del capitalismo en la crisis.
El clima ideológico de pos-verdad y cinismo que imperó en los últimos años ha perdido primacía. Se ha disuelto la atmosfera de quietud que facilitaba ese descreimiento. El nerviosismo y la ansiedad que provocan el coronavirus obligan a recrear ciertas pautas de verosimilitud.
Pero la ideología de la clase dominante no exhibe directrices nítidas. Bajo el impacto de un gran shock, muchos liberales simplemente explicitan su pánico y transmiten pronósticos apocalípticos. El catastrofismo se ha transformado en un credo de sectores asustados del mainstream, que sintoniza con ficciones de Hollywood y distopías de una sociedad sin contacto físico.
Es muy inconveniente apuntalar esa sensación desde la izquierda, con discursos que potencian el susto, la inacción o la impotencia. Los mensajes formalmente realistas de un próximo colapso son contraproducentes si intensifican el pesimismo.
Esa desazón aumenta con los presagios de totalitarismo o inexorable triunfo de la "doctrina del shock", que se propagan previendo mayores sufrimientos de la población y posteriores recomposiciones del status quo.
Esas miradas omiten que la conmoción actual también genera oportunidades para un gran cambio, si la resistencia popular encuentra caminos para forjar alternativas de izquierda. No existe ningún destino predeterminado que imposibilite ese curso. En el comienzo de la crisis sólo prevalecen nuevas disyuntivas e imprevisibles desenlaces.
Es cierto que existe un gran peligro de militarización. La presencia de gendarmes en las calles, no sólo se multiplica para garantizar el cumplimiento de la cuarentena. Además, existe un enorme avance de la vigilancia informática para supervisar el mapa de los infectados, que podría ser posteriormente utilizado para otros fines.
Pero la complejidad del problema radica en que la superación de la pandemia exige el estricto cumplimiento de las normas. Por eso resulta indispensable distinguir en cada situación, los atropellos policiales de la protección de la salud pública. Es tan incorrecta la justificación de cualquier acción de las fuerzas de seguridad, como la exaltación de un liberalismo ingenuo que impide actuar en situaciones sanitarias de excepción.
REVALORIZACIÓN DE LA SALUD PÚBLICA
Es importante registrar los elementos positivos del nuevo escenario. El más relevante es la revalorización de la salud pública. La pandemia ha demolido la creencia liberal, que atribuye a cada individuo la responsabilidad de su propia salud y propicia la conveniencia de gestionarla con un buen contrato de riesgo.
Esa tontería privatista ha quedado desmentida por el coronavirus. Se ha corroborado la inconsistencia de un régimen epidemiológico individualizado, que sólo puede responder a las necesidades corrientes. En todos los países se verifica que la salud es un bien público indispensable para la defensa del cuerpo social frente a las enfermedades.
La ideología neoliberal ha quedado muy golpeada en sus principios de individualismo, competencia y mercado. Ahora impera la necesidad de reglas opuestas de mayor presencia del estado, creciente regulación y primacía de la acción comunitaria.
La pandemia está provocando un terremoto conceptual entre los pregoneros de la privatización de la salud. Salta a la vista que ese sistema es totalmente inoperante en las emergencias sociales. Al igual que el sistema bancario se desmorona en los momentos críticos.
Esa verificación se corrobora en los países que han puesto sobre la mesa, la reconstrucción de un sistema sanitario estatal accesible a toda la población. En Irlanda se introdujo el status público de los hospitales privados. El gobernador de Nueva York ordenó utilizar los respiradores de los sanatorios de altos ingresos. La demanda de nacionalizar el sistema gana adeptos, especialmente en las naciones que continuaron cobrando los test cuando la pandemia ya había estallado.
Las incontables iniciativas de cooperación constituyen otro elemento positivo. Voluntarios que participan en el auxilio de los adultos mayores, organizaciones sociales que colaboran en el sostenimiento de la cuarentena, jóvenes que fabrican imaginativos protectores del contagio, cooperativas que se reconvierten para producir mascarillas. El reconocimiento y aplauso cotidiano a la heroica función que cumplen los médicos y enfermeros corrobora ese resurgimiento del sostén colectivo a una labor comunitaria.
En el terreno internacional esa revalorización de la acción solidaria está particularmente encarnada en el ejemplo de los médicos cubanos. Nuevamente los gestos de solidaridad provienen de un país que ofrece socorros, en lugar de encerrarse en su propia protección.
Cuba es una pequeña nación de la periferia que auxilia a las economías desarrolladas. Sus gestos retratan la contraposición entre el egoísmo y hermandad. Frente a la prohibición de exportar artículos medicinales que dispuso la Unión Europea, Italia solicitó ayuda a Cuba (y a China) que respondieron de inmediato.
Las redes sociales pueden convertirse en el gran canal de la nueva sensibilidad cooperativa que despunta con el coronavirus. Cumplieron un papel central en el entrelazamiento de las protestas globales del 2019 y ahora podrían conformar el tejido requerido para construir la respuesta popular al desastre capitalista.
EL BARÓMETRO DE LA ACCIÓN POLÍTICA
Numerosos movimientos populares han difundido programas para enfrentar la conmoción actual. Todos comparten propuestas de alcance mundial, frente a una calamidad que exige respuestas en ese plano. El perfil internacional retoma la tradición de los foros sociales de la década pasada y de dos movimientos de gran peso (feminismo y ecologismo) que actúan en el orden planetario. En los hechos todas las plataformas combinan demandas con un doble destinatario. Hay exigencias inmediatas dirigidas a los estados nacionales y propuestas que reclaman acciones a nivel mundial.
Todos los planteos enfatizan, ante todo, la necesidad de garantizar la cuarentena y la vida de la población. Resaltan la imperiosa urgencia de realizar los test al mayor número de personas, para actuar con eficacia en la contención del contagio. La protección de los trabajadores implica en muchos casos el derecho a permanecer en los hogares, con el pago integral del salario.
También se postulan medidas de centralización, intervención o nacionalización de la actividad sanitaria, junto a la supresión de la propiedad intelectual en el campo de la medicina. Se convoca a recaudar recursos con impuestos a las grandes fortunas y se exige la condonación de las deudas de la periferia.
Los programas propician, además, la suspensión de los desalojos y la introducción de un ingreso universal significativo. Es el momento oportuno y necesario para introducir la renta básica. La pandemia ha demostrado también la imperiosa necesidad de un cambio radical en la producción de alimentos. Son indispensables las formas cooperativas y el protagonismo estatal, para reducir las infecciones que genera el agro-negocio.
La crisis ha incentivado una nueva demanda de explicaciones que relacionen la pandemia con el capitalismo. Ahora se verifica que nuestras vidas son más importantes que las ganancias de los millonarios y que el capitalismo es la verdadera amenaza que afronta la sociedad.
Pero la batalla por la salud contra el lucro es una lucha política que no se procesa con declamaciones. El capitalismo no declinará por el simple efecto de la pandemia, ni desaparecerá en forma espontánea para abrir senderos de reinvención del comunismo.
Dos siglos de experiencia confirman que el sistema actual no colapsa por sus propios desequilibrios. Sólo puede ser erradicado a través de la acción de los trabajadores. Las transformaciones sociales se nutren de intervenciones populares cohesionadas en torno a programas, proyectos y estrategias políticas.
El coronavirus no es el fin del mundo, pero podría dejar atrás el modelo de las últimas cuatro décadas. Ese desemboque requiere penalizar la codicia y premiar la solidaridad.