Dos hechos han sacudido la conciencia de muchos ciudadanos a nivel mundial: por una parte, la brutal y desproporcionada represión policial ordenada por el presidente Iván Duque en contra de las movilizaciones populares que repudiaron su reforma tributaria, lo que ocasionó la muerte de muchos colombianos; por otra parte, el desalojo violento y extremo de sus viviendas de familias palestinas en Jerusalén a manos del Estado de Israel con el propósito de otorgárselas a colonos, de una manera que muchas personas identifican esta acción igual a lo hecho en Sudáfrica bajo el régimen de apartheid.
La mayoría de los colombianos protestan contra la pobreza extrema a que ha sido reducida una cantidad ingente de familias, la explotación de los trabajadores mediante el neoliberalismo capitalista y la normalización colectiva de la muerte, de la desigualdad social y económica y la violencia desatada por el paramilitarismo y los diferentes organismos de seguridad del Estado, reflejada mayormente en el asesinato de dirigentes sociales, indígenas y ambientalistas, sin que -hasta ahora- ninguna instancia de justicia haya castigado a los responsables materiales e intelectuales. Las evidentes relaciones directas del expresidente Álvaro Uribe y el presidente Iván Duque con el narco-capitalismo y la violencia narco-política se han extendido a autoridades de todo grado, a tal punto que no se puede negar que en Colombia se instaló un régimen narco-paramilitar que, además, cuenta con el beneplácito de los diversos inquilinos que ocuparon (y ocupan) la Casa Blanca.
El bombardeo sistemático de edificios, viviendas, escuelas, granjas, calles e infraestructuras vitales para la población palestina en Gaza, aunado al asesinato de personas de distintas edades da cuenta de la violación de los derechos humanos a manos de las fuerzas militares y policiales israelitas, en lo que muchos denuncian como crímenes de lesa humanidad y, frente a lo cual, exigen la intervención de la Corte Penal Internacional como alternativa para frenar los desmanes de la omnipotencia criminal exhibida sin pudor por el Estado de Israel. En Jerusalén, familias que ocupan sus viviendas desde largo tiempo, mucho antes de la creación del Estado de Israel, son víctimas -sin ninguna contemplación- del desalojo y la represión ante la mirada impávida y cómplice de los gobiernos de Estados Unidos y de algunas naciones europeas y americanas, siguiendo un patrón preestablecido y reforzado por las grandes cadenas noticiosas del mundo que presenta a los palestinos como un pueblo fanático del terrorismo al que sería preciso (y positivo) controlar y destruir porque, entre otras cosas, ésa sería la «voluntad de Dios».
Frente a ambas situaciones, se activó la solidaridad y el repudio de diferentes organizaciones y personas en todo el mundo, a pesar del silencio y el sesgo mediático impuesto sobre ellas. Estas, además, demuestran algo en común entre quienes han ordenado el uso de la fuerza, lo que no es otra cosa que su deseo de preservar su hegemonía a cualquier precio. Sin embargo, también han servido para mostrarnos a todos que aún subsiste entre nuestros pueblos la resolución de luchar por sus derechos, en especial su derecho de ser libres de todo tipo de opresión.