El declive estadounidense. China y el auge decolonial

Sea como se quiera observar, la retirada de las tropas estadounidenses del territorio afgano ha hecho que muchas personas vaticinen un acelerado declive de su hegemonía a nivel mundial, especialmente cuando en el horizonte se yergue China como potencia económica global. Esta situación, sin embargo, no podría catalogarse como algo inminente, dada la gran influencia que ejerce todavía Estados Unidos en la amplia región latinoamericana y caribeña con una clase política que sigue apuntando sus dardos sobre Cuba, Nicaragua y Venezuela, implantándoles sanciones y bloqueos de todo tipo en su largo afán de derribar a sus gobiernos. Por otra parte, el surgimiento de nuevas referencias geopolíticas y económicas, especialmente en Asia, y los convenios suscritos por China con una variedad de naciones de África y nuestra América, hace pensar a muchos que tal declive sí es irreversible.

China, en este caso, plantea que pueda existir un mercado global donde sea factible una mayor equidad entre las diferentes áreas de civilización del mundo, lo que, de una u otra manera, sustituiría la vieja tradición imperial con que actuó Estados Unidos a lo largo del siglo pasado y parte del presente, siendo nuestra América la víctima más recurrente de tal tradición, antes, durante y después de la Guerra Fría con la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Convertida en la gran fabrica del planeta, China mantiene un atractivo para muchos gobiernos y empresarios, interesados en compartir sus grandes dividendos; lo que equivaldría a una liberación de la tutela gringa.

Algunos analistas enlazan esto con el desplazamiento de lo que se dió en identificar como Occidente desde el siglo XVI hasta nuestros días. Lo que coincidiría con la ola de decolonialidad del pensamiento que vienen promoviendo desde hace algunos años intelectuales y pueblos originarios como parte de la lucha que se ha de librar en esta parte del mundo. El siglo XXI estadounidense que se anticipaba indetenible ya parece ser cosa y la misma realidad interna de Estados Unidos se orienta a ocuparse de los asuntos domésticos que de los foráneos aunque la clase gobernante no desea desprenderse aún del destino manifiesto que los convierte en paladines de la civilización cristiana, occidental y capitalista. No se trata de una decadencia de los valores de la libertad y la democracia, como algunos lo hacen creer, habituados a alabar todo lo proveniente del Tío Sam. Sería, más bien, el acoplamiento de los valores identitarios tradicionales de nuestros pueblos y aquellos heredados de la intelectualidad de vieja Europa, lo que elevaría a la humanidad a un mejor nivel de vida.

En este marco de referencia, es inevitable confiar que la nueva realidad emergente produzca o haga posible el surgimiento de nuevas formas de coexistencia pacífica, sin arsenales nucleares que hagan temer por la vida de la humanidad entera. Pudiera hablarse de una jerarquía de países, algunos de los cuales, a pesar de su soberanía, mantendrían una relación de cierta subordinación respecto a otros mientras sus economías se complementarían, en una relación simbiótica, si vale la comparación. Habrían, ciertamente, centros de poder geográficamente distinguibles, en cualquiera de nuestros continentes, compartiendo una visión diferente a la visión imperialista de las distintas potencias que dominaran el mundo. Sería lo que los gobernantes de China han denominado la «prosperidad común». En medio de todo esto, no hay que olvidar que la resistencia contra el sistema capitalista y sus defensores «occidentales» marcarían una profunda diferencia por parte de nuestros pueblos y éso será el factor más importante en lo que resta del siglo XXI.



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Homar Garcés


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