No
se trata de fatalismo ni predicción de mal aguero; se trata de realidades
insalvables, ¡por
ahora!,
que le dan un contenido de imposibilidad al logro de una paz concertada,
mediante el diálogo, a un conflicto político armado que va rumbo seguro a pasar
por encima del medio siglo de edad. Quien haya creido que en esta década, donde
se camina el trayecto de los años cuarenta a los cincuenta de violencia en
Colombia, se vaya a producir el equilibrio de las fuerzas físicas y mentales de
la sociedad colombiana, se equivoca irremediablemente. Hay demasiada tela por
cortar todavía y las tijeras están incompletas.
Todo
intento, todo acto, todo paso, sea interno en Colombia o externo más allá de
sus fronteras, que estimule el diálogo por la paz, tendrá la bendición de Dios,
de todos los pacifistas del mundo, seguramente de la mayoría de los colombianos
y de las colombianas, de todas las personas que anhelan que la justicia venga
garantizada por medio de la palabra pronunciada y concertada en un diálogo, de
todas las voluntades de paz con justicia social, pero eso no determina la
realidad ni decide el destino de Colombia. Sin embargo, es justo y es de
humano, cada vez que se tenga oportunidad de palabra, oral o escrita, se
invoque el diálogo por la paz para toda la sociedad colombiana. En ese contexto
es que se debe valorar la persistencia del presidente Chávez en relación con la
prestación de sus buenos oficios buscando una apertura de diálogo que pueda resultar
fructífero en una mesa donde la veeduría internacional juegue un rol de mucha
importancia, no para dictar cátedras de paz y de cómo llegar a acuerdos, sino
en el estímulo del espíritu de la paz y en la verificación de los diálogos para
que no se deje por fuera del estudio las causas que originan los conflictos
armados y que son, en primera instancia y de contenido determinante, de
carácter económico. Precisamente lo que ha frustrado diálogos en Colombia sobre
la paz ha sido que quienes detentan el poder político nacional del Estado no se
plantean llegar a ningún compromiso -o por lo menos aún no los han autorizado
los amos de la economía internacional y nacional- que modifique los esquemas de
la economía capitalista colombiana comprometida y cómplice de las atrocidades
de la economía foránea imperialista que la dirige, la controla, la somete y la
mueve a completa disposición de su nueva visión de reparto y neocolonización
del mundo. Esta
es la verdad y no otra. Además, tengamos esto clarito: que en este mundo de dominio de
la globalización capitalista salvaje es imposible, desde todo punto de vista
mientras no triunfe el socialismo en el mundo entero, que podamos vivir un
tiempo de verdadera paz, porque a lo máximo que se podría alcanzar, sería a un
período -no sabemos por cuánto tiempo- que se materialice como ni de paz ni de
guerra. En todo caso, sería ésto lo que podría resultar si en Colombia se
llegase a una salida concertada de paz mediante un proceso de diálogo al
prolongado conflicto político armado que va rumbo a cumplir la mitad de un
siglo.
¿Por qué no es posible una
paz concertada inmediata en Colombia?
Quien
haya estudiado, con cierto interés de verdadero conocimiento el conflicto
político armado colombiano, sabe que existen raíces muy profundas que resultan
muy difícil de resolverse con prontitud, bajo la creencia de una palabra
empeñada, en una mesa o escenario de diálogo aun cuando sea impulsado por los
más reconocidos y serios pacifistas y filántropos del mundo. No nos olvidemos,
a diferencia de lo que exponen esos expertos internacionalistas que meten su
cuchara en todas partes para crear confusión y no para aclarar realidades, que
el conflicto político armado colombiano es el choque, el enfrentamiento radical
de dos concepciones de vida diferentes y diametralmente opuestas y antagónicas,
producto de intereses -en primera instancia- económicos que hacen a uno pocos
inmensamente ricos y privilegiados y muchísimos inmensamente pobres y sufridos.
En Colombia, la insurgencia no está luchando o en guerra por el reparto de un
pedazo de la tierra a los campesinos o porque le eleven los salarios a los
trabajadores, no está en combate por más canchas deportivas y mejoramiento de
escuelas en las ciudades ni porque asfalten unos cuantos kilómetros de vías
agrícolas, no batalla porque se les garantice una docena de diputados o
senadores en el Congreso de la República ni porque le otorguen dos o tres
ministerios en un gabinete burgués. No, eso nunca. Se plantea la conquista
del poder político para desde allí ejercer un gobierno que aplique un programa
de carácter socialista para toda Colombia. Eso no es ni una menudencia ni una
perogrullada, aunque unos cuantos analistas, pagados con parte de la plusvalía
que producen los obreros a los capitalistas para desinformar y engañar al
pueblo, se empecinen en jurar y perjurar que la insurgencia colombiana perdió
su ideología y ahora, no es más que bandas de terroristas, secuestradores,
bandoleros, narcoinsurgentes y delincuentes al margen de la ley y del orden moral
burgués.
Quien
se olvide o desconozca, para hacer sus análisis de la violencia o de la paz en
Colombia, que es la oligarquía colombiana la más reaccionaria, violenta, mezquina, maniobrera, usurera, amante del
exceso en la riqueza y en el privilegio, más comprometida con la violencia
irracional y el genocidio, de más elevado espíritu de venganza, por lo menos de
América Latina, no acertará correctamente en sus conclusiones o predicciones. Y
no olvidemos tampoco que el Estado (fundamentalmente su gobierno) tiene toda
una historia de hechos de masacres aun en períodos que no han sido ni de
verdadera paz ni de verdadera guerra, como fue el caso del genocidio contra los
obreros bananeros un mes de diciembre de 1928 en la provincia de Santa Marta. Menos olvidemos que el poder judicial en
Colombia se ha caracterizado por administrar “justicia” colectiva juzgando a
las víctimas como victimarios y, en otros períodos, aplicando “justicia” sin
rostro inspirados únicamente por el odio irracional contra todo lon que huela a
insurgencia. Ni mucho menos olvidemos tampoco que la fuerza armada colombiana,
en su generalidad, ha durado mucho tiempo estando prácticamente bajo el mando
de la superioridad militar estadounidense y de altos amos del capital
financiero, lo cual le ha formado una concepción de que los civiles que se
oponen a los intereses estadounidenses, en América Latina, son una especie de
excremento que debe ser borrado del mapa. De allí, que la orden de la horrible
matanza de los bananeros mencionada anteriormentre la haya dado justamente el
gerente del monopolio United Fruit Company y no un colombiano. Los militares
colombianos, miserablemente, obedecieron y cumplieron la orden, aunque por ello
no dejaron de ser monstruosos culpables materiales del crimen de lesa
humanidad.
En
Colombia, sépase, es demasiado vieja la historia de la conspiración de unos
oligarcas contra otros, ambos enriquecidos sobre el sudor, la sangre y el
llanto de los explotados y oprimidos; es también de vieja data la venganza, la
inspiración en la violencia hasta para resolver los problemas más simples y
cotidianos de la vida común. En Colombia, si no lo creen busquen otro ejemplo,
es la única región del mundo donde se hace presente todas las expresiones de la
violencia social conocidas hasta ahora por el género humano. ¡Increíble pero cierto!:
aun así es el pueblo más alegre del mundo y uno de los más trabajadores en
tiempo de guerra o en tiempo ni de paz ni de guerra. No nos olvidemos
igualmente, a diferencia de esos conflictos bélicos cuya inspiración
aparentemente ha sido de carácter religioso pero en el fondo han sido por
cuestiones económicas, ha sido Colombia, como el país más religioso del mundo
de acuerdo a su situación demográfica, donde los jerarcas de la Iglesia han
estimulado la violencia conservadora al extremo y la atrocidad contra el
liberalismo, sea éste oligárquico o “democrático”. Por algo una famosa consigna
de Jorge Eliécer Gaitán, era:: “¡Derrotaremos a la oligarquía liberal y aniquilaremos a la
oligarquía conservadora!” El derrotado y aniquilado fue Gaitán al ser asesinado, y en
la celebración del crimen coincidieron tanto la oligarquía conservadora como la
oligarquía liberal. Lo importante era salvar sus intereses ante la amenaza
pronunciada por Gaitán y la “chusma” que lo seguía. En Colombia sí existe, a
diferencia de la mayoría de los países de América Latina, una verdadera y
prolongada historia de la violencia social, del crimen organizado, de la
masacre y del asesinato selectivo, de la instigación a la violencia, de
violación a la palabra empeñada como a los fundamentales derechos humanos. Ni
el Libertador ni tampoco el Abel de la independencia (Antonio José de Sucre) se
salvaron del odio irracional y del espiritu de criminalidad de la oligarquía
colombiana y sus servidores políticos e ideológicos.
¿Vamos entendiendo una
realidad que conspira contra la paz, porque no existe credibilidad política, la
cual se ha perdido desde hace décadas aun para los más enconados y fervientes
expositores del pacifismo y la filantropía sociales?
Expondré
otro elemento que me parece es de vital importancia tener presente a la hora de
creer que mediante un diálogo político se podría, en un futuro cercano, lograr
una salida política concertada al prolongado conflicto armado que se vive en
Colombia y donde incluso, aunque no se crea, no participa la mayoría de su
población aunque tenga obligatoriamente que desenvolverse dentro de él. Así
son, generalmente, las guerras intestinas y hasta mundiales.
Sépase
también y no lo olvidenos a la hora de análisis sobre las probabilidades de paz
en Colombia, que el sacerdote y guerrillero Camilo Torres Restrepo, estudiando
las causas de la violencia en Colombia, dijo en una oportunidad, lo siguiente:
“Cuando
el pueblo pedía un jefe y lo encontró en Jorge Eliécer Gaitán, la oligarquía lo
mató. Cuando el pueblo pedía paz la
oligarquía sembró el país de violencia. Cuando el pueblo ya no resistía más
violencia y organizó las guerrillas para tomarse el poder, la oligarquía
inventó el golpe militar para que las guerrillas engañadas, se entregaran.
Cuando el pueblo pedía democracia, se le volvió a engañar con un plebiscito y
un Frente Nacional que le imponía la dictadura de la oligarquía”. Sólo, para confirmar
lo dicho por Camilo, baste echar una ojeada muy breve sobre la experiencia que
han vivido los movimientos guerrilleros que se han desmovilizado y han hecho
entrega de las armas. Sólo hay que averiguar un poco y nada más.
Amén
de todo lo anteriormente señalado, en Colombia se ha conformado -debemos aceptarlo
si pretendemos ser realistas y echar por la borda el falso idealismo de los
astrólogos que vaticinan paz sentados en una mesa donde suenan los silbidos de
las balas de la muerte-, toda una cultura de la guerra; toda una concepción de
la violencia aun sin necesidad de hojear los textos clásicos del arte militar;
toda una convicción de incredibilidad a la palabra del bando contrario; todo
gesto o intento que exponga paz lo interpretan -ambos contendientes- como una
maniobra del otro para ganar espacio y protagonismo; toda una motivación que ha
creado, por un lado, un nivel de indiferencia por la conservación de la vida
propia y, por el otro, un ansia extrema por aniquilar al adversario. La guerra
en Colombia ya es generacional fundamentalmente en la insurgencia. Es difícil
que un hijo o una hija de guerrilleros no entre en el conflicto armado y
político como guerrillero o guerrillera. Además, digno de tomar en
consideración a la hora de un análisis sobre la violencia en Colombia, miles de
niñas y niños han quedado huérfanos como consecuencia que sus padres, incluso
sin estar activos en la guerra, han sido asesinados por las fuerzas militares y
paramilitares por el simple hecho de vivir en territorios dominados o
influenciados por la insurgencia. ¿Con qué autoridad moral alguien puede
solicitarle a esos niños o niñas que consuelen sus dolores olvidándose o
perdonando a los asesinos de sus progenitores y se dediquen a ¿qué?, si el
Estado no otorga garantía de ninguna naturaleza para que millones de niños y de
niñas tengan acceso gratuito a la educación en todos sus niveles, a la vida con
seguridad y con dignidad? ¿No les parece que resulta más viable, esos niños y
esas niñas, incursionar en el conflicto armado antes que irse a la ciudades a
vivir como mendigos o pordioseros, y que por cierto son las víctimas de
práctica de los sicarios en su búsqueda de pérdida de toda sensibilidad social
para poder cometer sus grandes y selectivos crímenes contratados con una paga
miserable de parte de los magnates de la muerte?
En
esas condiciones habría que preguntarse “¿Qué hacer o cómo para lograr la paz
si no se cambian estructuras que alimentan, por su elevado nivel de
desigualdades y de injusticias que genera, la violencia en una sociedad de
clases sociales opuestas y antagónicas, donde la minoría obstentala riqueza ,
el privilegio y la impunidad, y una aplastante mayoría padece la miseria, el
dolor y a diario tiene que contar sus muertos sin posibilidad que se haga
justicia sobre los asesinos?” Bueno, lo sabrá Dios, pero no es creible, por lo menos ¡por ahora!, que la insurgencia
vaya echar sus banderas al basurero, deponga sus armas, se desmovilece para
creer en promesas de santas palabras o escrituras oligárquicas. Además,
tendríamos que preguntarnos ¿con qué psicología, ya que ello no es competencia del
psicoanálisis, se va a tratar todos esos miles de miles de ánimos alterados, de
espíritus golpeados, de sentimientos alterados y acumulados de odios
individuales en todos los contextos clasistas y de sectores sociales, que
sobreviven en el dolor producido por la muerte injustificable de familiares o
amigos íntimos?
¿Cuánto
de justicia verdadera habría de lograrse para que se encuentren cara a cara y
no se enfrenten con violencia personas que vienen marcadas por el odio y el
dolor intensos debido a que han perdido, fuera del contexto real de la
violencia, a seres muy queridos? En Colombia han sido demasiadas las masacres, los genocidios,
ha habido tanta impunidad para sus autores, se ha derramado tanta sangre
inocente, se ha invertido tanto capital en la muerte, se ha obtenido tanto
dinero en la guerra como comercio, que ha creado, repito, toda una cultura de
afecto a la violencia, que hace de Colombia el único país donde existen dos
ejércitos (el nacional y el profesional), más una policía nacional que nada
tiene que envidiarle a los ejércitos, más organismos paramilitares, más decenas
de organismos de seguridad, más sicariato, más intervención gringa interna, más
un plan que en esencia es antipatriota, más organización de cárteles del
narcotráfico que también poseen poderosos cuerpos armados, y prácticamente
todos contra la insurgencia. Es Colombia el país actual donde más se depreda
para quitar el agua al pez y muera éste por asfixia mecánica, inanición o sed.
En
esas condiciones, sin duda, debe estimularse el diálogo, desde dentro y fuera
de Colombia, con optimismo pero siendo realistas, respetando que son los
colombianos y las colombianas quienes tienen el primer de los deberes y el
primer de los derechos de buscar su paz, de discutir sus problemáticas, y de
decidir en qué o en qué no se puede concertar los argumentos opuestos o
contradictorios. Lo que sí sé, es que si en Colombia se lograse un período, por
lo menos de tres décadas continuadas, ni de verdadera paz ni de verdadera
guerra, lograría un nivel de progreso que dejaría con la boca abierta a muchos
países que pasarán cien años, de no producirse la transformación del
capitalismo en socialismo, en un estado de atraso y vivencia, por lo menos para
la mayoria de sus habitantes, de
terrible y catastrófica miseria dolorosa.
¡Quiera Dios y quieran los
colombianos y las colombianas, esté yo totalmente equivocado, y venza la paz
más pronto que tarde! Amén y que así sea.