Centenares de personas han sido condenadas a muerte por la justicia en los Estados Unidos. Muchos (uno detrás de otro) han ido al encuentro de la muerte sintiéndose culpable de su propia inocencia. Los mártires de Chicago de 1886, Sacco y Vanzetti, famosos espías que jamás pasaron información al adversario, negros víctimas del racismo, anarquistas víctimas de su creencia en Proudhon o Bakunin, comunistas víctimas de profesar su fe en la doctrina marxista, han sido algunos de renombre que fueron sentenciados a la pena de muerte y, ahora, la justicia gringa no encuentra manera de sacudirse ese penoso y denigrante episodio de su historia.
El Papa Juan Pablo II, con toda su intensa concepción idealista del mundo y esencialmente reaccionaria contra el comunismo, tuvo el valor de reconocer uno de los grandes errores, generador de tragedia y de ignorancia, de la Inquisición (poder absoluto de la Iglesia), considerándolo como un régimen de despotismo y de hoguera para las ciencias. Igualmente, reconoció que el hombre no fue hecho por Dios sino por evolución y salto de la propia naturaleza. En Estados Unidos, los gobernadores, los jueces y el Presidente, creen fervientemente en Dios. Van a misa, se persignan, solicitan perdón, piden comprensión, imploran justicia, se dan sus tres golpecitos de pecho, se hacen la señal de la cruz, besan el anillo sagrado del obispo, rezan su padre nuestro de cada domingo y (sin que los escuchen) el credo en la explotación del hombre por el monopolio, se toman su hostia, dan la media vuelta, se golpean suavemente el trasero, salen de la Iglesia como si fueran santos e inmediatamente son capaces de cometer las peores injusticias y pecados del mundo entero: condenar a muerte a un inocente, ordenar un bombardeo contra niños y ancianos, reprimir con violencia incontrolable una protesta por el respeto al derecho a la vida, declarar una guerra alegando mentiras como verdades de hechos ciertos.
La pena de muerte es lo más común en Estados Unidos. La noticia relevante e importante es que un hipotético condenado a muerte sea declarado inocente o ya definitivamente condenado, perdonado a cadena perpetua sin pago de una abultada cifra de dólares de fianza. La justicia gringa, la más ética del mundo, absuelve a un gringo capturado con varios kilos de cocaína y condena a un latino por diez gramos de la misma sustancia. La justicia gringa, sin pruebas, condena a un negro sospechoso de dar muerte a un blanco y declara inocente a un blanco, con pruebas fehacientes, de producir la muerte de un negro, porque la mirada de éste hizo presumir que iba a cometer un delito contra la moral pública. Y sin embargo, existen los ideólogos y los epígonos de la justicia de Estados Unidos, que no creen que el mundo ande patas arriba.
En verdad, por ahora, no discutamos si la pena de muerte es o no una violación al derecho a la vida. Sólo sabemos que la única revolución que no fusiló ni un solo enemigo, fue derrumbada a la década por los que fueron perdonados luego de haber cometido crímenes de lesa humanidad. Limitémonos a la pena de muerte en los Estados Unidos, partiendo que tengan toda la razón del mundo para hacerlo contra quienes produzcan hechos criminales comprobados de violación del derecho a la vida de otros.
Lo primero que tendríamos que aceptar, es que otras naciones también tendrían potestad legal para aplicar la pena de muerte. En varios países del planeta se aplica y nunca se producen los estallidos de críticas moralistas o humanitarias como en los Estados Unidos. En China, por ejemplo, fusilan a grupos masivos de personas, supuestamente, condenadas por delincuentes. Nunca hemos visto a los voceros de la Casa Blanca darle rienda suelta a su ira moralista y filantrópica para condenar esos fusilamientos. Hay países donde el condenado pierde desde un dedo hasta la vida de acuerdo a la tipificación comprobada del delito cometido. Nunca los voceros de la Casa Blanca estallan su ira de condena a esa realidad de justicia. Si el condenado a muerte es en Cuba, por comprobados crímenes o hechos delictivos graves (violación a menores), inmediatamente los voceros de la Casa Blanca lanzan una campaña prolifera en desinformación, acusando al Gobierno cubano de violar descaradamente el derecho a la vida de los cubanos por una dictadura insoportable.
Vamos al grano:
El caso del joven héroe de la guerra del Golfo donde los aliados, prácticamente sin pisar tierra y desde el aire, masacraron a una parte del pueblo iraquí, McVeigh, llegó a convertirse en boomerang para la justicia de los Estados Unidos, mucho antes de la ejecución de la pena de muerte. Un fin justo tiene que ser conseguido por medios justos. McVeigh sentía repulsión por la política del Estado gringo. La concebía como un despotismo propiciador de innumerables injusticias, productor de miseria y de tragedias en el mundo entero y dentro de su propio pueblo. Lamentablemente, escogió el método del terrorismo individual para hacer valer su pensamiento. Cierto es que ese medio no se correspondía con el justo pensamiento del joven McVeigh. Pero lo hizo real y produjo la muerte a una cantidad de personas inocentes y, más, cuando no eran parte del Estado gringo. Demos –por ahora- la razón a la justicia gringa para haberlo condenado a muerte y ser ejecutado. ¿Pero allí termina el dilema?
McVeigh murió y ninguno de los muertos que produjo con su acto terrorista, resucitará. Seguramente, desde el infierno, hablará por celular con sus víctimas que deben estar en el cielo y les pedirá perdón. Eso tampoco resolverá el dilema que lo llevó a colocar y hacer explotar la bomba que los mató. Quizá los niños que murieron con la mayor carga de inocencia, sean ya angelitos del cielo y lo perdonarán. Un niño no sabe nada de odio ni rencor ni tiene cálculo de la muerte.
Para Bush con la muerte de McVeigh, según las leyes de la justicia gringa, el caso quedó concluido. Pero el Estado gringo sigue siendo déspota y saqueador de riqueza ajena, continúa cometiendo crímenes de lesa humanidad y sigue decidiendo a su antojo el destino de muchos pueblos y naciones del mundo entero para someterlos a la miseria globalizada. Bush, los gobernadores y los jueces gringos no tendrán ningún inconveniente en seguir creyendo en Dios, que hizo el mundo para que todos fueran justos en la tierra como en el cielo.
La revolución fusila porque se propone hacer justicia verdadera. La revolución burguesa sometió a muchos de sus enemigos a la guillotina. Si no lo hubiera hecho así, sus enemigos se hubieran reorganizado, adquirido fuerza y hubiesen podido derrumbarla en poco tiempo. El capitalismo lleva más de dos siglos matando a sus adversarios, confesos o inocentes, en todas las expresiones de la muerte. Sólo así ha podido sostenerse. Fue posible gracias a la violencia como partera de la sociedad, pero condena toda violencia que sea contraria a los intereses del capitalismo. La ley del embudo: lo ancho para el capitalismo, lo angosto para la mayoría que vive en la miseria.
Una película sensacionalista, como queriendo dar el definitivo ejemplo moral, hizo el Estado y la justicia gringos del caso de McVeigh. Este es el monstruo, el Estado el justo sin pecadores; aquel el terrorista, el Estado la democracia perfecta que regula la vida con justicia social igual para todos; aquel el criminal, el Estado el absoluto defender del derecho a la vida. Hizo lo imposible para que McVeigh recompusiera su pensamiento, solicitara el perdón, le pesara el medio utilizado para su fin, aunque seguro iría con vida a la pena de muerte, donde con una inyección letal (compuesta de pentotal de sodio, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio) se marcharía del mundo de los vivos no sin antes dar pruebas de sufrimiento y de delirio. Una revolución fusila a específicos criminales, pero jamás tendrá moral para someter al condenado a un sufrimiento y delirio antes de recibir el disparo que le quite la vida.
Hicieron el montaje espectacular. Periodistas, testigos y familiares de las víctimas del atentado cargados de odio (tal vez natural) y otros debían ser los únicos comprobadores de la muerte de McVeigh. Antes, con la más precisa arquitectura del mundo, divulgaron los espacios y la cama donde McVeigh iría perdiendo la vida pagando sus crímenes con una suma dolorosa de conciencia y física. McVeigh no sintió jamás arrepentimiento. Contribuyó hacer más fácil el sufrimiento. Lo envolvieron en una sábana blanca como para que sus restos se calcinaran en paz. Drama ridículo de la justicia gringa. Sentía mucho odio contra el Estado gringo para doblarse de arrepentimiento en el último instante de su vida en la tierra. Los terroristas individuales se creen, en vida, héroes y así marchan seguros a la muerte. Tal vez, McVeigh murió creyendo en la resurrección. Bush, los gobernadores y los jueces saben que la vida es una sola. Si Dios hizo el mundo no puede darle doble vida a los injustos.
Consorcios de medios de comunicación poderosos se disputaron la primicia para divulgar al mundo el sufrimiento y el dolor de McVeigh. El Estado tenía que reservarse el aspecto moral de la justicia gringa. Un fusilamiento es menos doloroso, aunque no den una comida y un vino exquisito a la víctima antes de morir, que como lo hace la justicia gringa con un reo para cobrar la pena capital con una inyección letal. La justicia disfruta de los movimientos compulsivos que indican una muerte segura y no rápida como la de un fusilamiento.
McVeigh miró a los testigos. Quizá los consideró parte intrínseca del Estado. Lo amarraron. Lo dejaron ver su entorno por última vez. Lo inyectaron. Hizo los sobresaltos que producen el dolor. Se estiró completo, cerró los ojos para siempre y luego quedó doblado como si hubiera perdido estatura. Así fue comprobada su muerte a los 8 y 14 minutos de la mañana del día domingo 11 de junio de 2001. En los Estados Unidos seguirán héroes, frustrados o perturbados, de guerras de expansionismo y colonización matando gente. Algunos oficiales gringos que en Vietnam cometieron las masacres más cínicas y atroces y condenables, continuarán siendo próceres vivos para la justicia gringa. En los Estados Unidos, más que en cualquier otro país del mundo, persistirán niños descargando sus armas y asesinando niños en las escuelas mientras el Estado se cree el hacedor más perfecto de la democracia más perfecta.
Un boomerang será siempre una acción que revierte negativamente contra sus autores. Mientras predomine el imperio de la injusticia y la desigualdad sociales habrá un héroe terrorista esperando el momento propicio de hacer explotar su bomba, sin importar que en el lugar escogido esté repleto de personas inocentes. El capitalismo salvaje con su globalización neoliberal es el primer culpable del terrorismo. McVeigh fue simplemente una pieza construida por un Estado hacedor de guerras injustas, que se convirtió en un episodio infortunado que no podía ser premiado, dejándole con vida, por sus crímenes. Algún día el Estado gringo pagará sus culpas. Con todo en su contra, McVeigh resultó mucho más humano que el Estado gringo.