La celebrada liberación de la ex candidata presidencial colombiana Ingrid Betancourt y otros 14 rehenes, entre ellos tres estadounidenses en manos de las FARC, aparentemente por parte del ejército colombiano, tiene sin embargo todas las características de una operación contrainsurgente en la que participan desde hace tiempo –como se ha reconocido en Estados Unidos e Israel– decenas de “expertos” de ambos países. El trabajo de “Inteligencia”, que además comprende asesinatos, muertes, secuestros y torturas, así como una inversión millonaria de dólares para “quebrar” e infiltrar, data de buen tiempo atrás. Esto impidió en su momento la liberación de Betancourt, cuando varios presidentes de América latina y Europa participaron de ese intento a partir de la decisión de las FARC de liberar rehenes unilateralmente.
Alvaro Uribe se negó siempre a un intercambio de rehenes por centenares de presos políticos, lo que habría llevado al proceso de paz genuino y necesario, si de la pacificación colombiana se tratara. Pero la desaparición del escenario de las FARC hubiera determinado un cambio en la política de Estados Unidos en América latina, entre otros volver atrás el geoestratégico Plan Colombia y sus derivados, un proyecto de recolonización regional. Sin “enemigo” como las FARC, caracterizadas por Washington como “terroristas” y no como fuerzas beligerantes, tal como lo habían aceptado anteriores gobiernos colombianos en diálogos de paz en distintos momentos de la historia, Estados Unidos no tendría excusa para mantener bases y tropas en Colombia. Y menos para reinstalar allí la base militar estadounidense de Manta ubicada en Ecuador, cuya salida ha solicitado el presidente Rafael Correa. La “Operación Jaque” resulta clave para Uribe –que espera reelegirse rápidamente– y para Washington, a tal punto de que para llegar a esta situación no dudaron en violar la soberanía ecuatoriana el 1º de marzo pasado, para bombardear un campamento de negociación de las FARC, cuya existencia conocía el presidente colombiano y cuando se estaba por concretar la liberación de Betancourt. Esta demora para lograr esos objetivos hubiera podido terminar en una gran tragedia.
De allí surgen las dudas, como revelan las noticias de la radio suizo-francesa sobre la versión oficial de Colombia, que sostiene que la liberación de los rehenes no fue una acción militar, sino “una transacción de 20 millones de dólares”. Un acuerdo negociado con la esposa de uno de los hombres de las FARC detenida y “quebrada” por las fuerzas militares con dinero aportado por Estados Unidos.
Precisamente, el Comando Sur estadounidense que trabaja desde hace cinco años por el rescate de Keith Stansell, Marc Gonsalves y Thomas Howes, detenidos por las FARC en plena acción contrainsurgente, reconoció que realizó no menos de 175 operaciones de Inteligencia en Colombia. Se destinaron 50 millones de dólares por año para ese rescate. Una buena parte fue a parar a manos de los paramilitares. A esto se agrega la ya asumida participación de asesores israelíes de una empresa privada, aprobada por el Ministerio de Defensa de Israel. Así, esta operación que debía ser festejada como una acción de paz evidencia la intervención extranjera en un país de la región y obstaculiza cualquier acuerdo genuino de paz en Colombia y significa la continuidad de una política destinada a utilizar a ese país como un trampolín para otros planes bélicos sobre la región, quitando aire a una América latina con un nuevo mapa político.
La liberación de los rehenes tiene dos caras: el festejo de esas libertades esperadas y el infame uso de esta situación para prolongar la agonía de un país que desde los años ’60 es víctima de un terrorismo de Estado encubierto y donde hay miles de asesinados, secuestrados y desaparecidos. No es precisamente el comienzo de una paz con justicia, dignidad y soberanía, donde la impunidad sea desterrada para siempre.