¡Los pueblos no deben reír primero que Obama, porque éste puede reír de último y mejor!

Sorpresa de color: un negro acaba de ganar, por vez primera y quizá por última, la presidencia de Estados Unidos. Los racistas blancos están de luto pero no vencidos, siguen teniendo en sus manos los hilos más importantes del poder político, económico e ideológico en Estados Unidos. Los racistas negros, seguramente, estén riendo de primero. La mayoría de los votantes estadounidenses, sin importarles el color de la piel, aspiran una evidente y consustancial mejoría en sus condiciones de existencia. Obama ha obtenido ese mérito en la historia política de Estados Unidos. Recibirá muchos elogios de los cinco continentes. No hubo manera de hacerle trampa al negro, porque mucho pueblo votó por él. MaCain se quedó con los crespos hechos y el dedo montado en el gatillo. Tendrá que disparar al aire ¡por ahora! Ojalá las aves no tengan que pagar la venganza del derrotado.

La mayoría de los analistas políticos como de la gente del pueblo estadounidense y hasta del mundo, creen y aseguran que la victoria de Obama vino decidida por la pésima gestión presidencial de Bush, por el excesivo espíritu guerrerista de éste y por la imposibilidad de solventar crisis aceleradas por políticas incompatibles con todas las realidades del momento. Digamos o aceptemos, para no andar en eso de profundizar en análisis históricos, que es cierto. Eso no nos debe conducir a reír primero que el mismo Obama ni que los mismos estadounidenses. Los que crean que –globalmente- el pueblo de Estados Unidos no le importe vivir como los pueblos del mundo subdesarrollado, se equivocan. Los sectores medios estadounidenses –especialmente si una crisis les pone la soga al cuello- no escatimarían ningún esfuerzo en hacer casi exactamente lo mismo o repetir –como farsa y como tragedia- lo que caracterizó a la revolución de 1848 en Europa: se enfrentarán a la alta burguesía imperialista o monopólica pero sabrán meterle un cuchillo bien filoso por la espalda al proletariado para que el mundo no los confunda en un mismo sueño y terminarán conciliando con los primeros recurriendo a un gobierno fuerte, agresivo, belicoso y represivo que no crea en pajaritos preñados, sino en sus intereses económicos y punto.

Ningún presidente, por muy potencia que sea su país y por mucha potestad que tenga para gobernar, resuelve –de manera definitiva- crisis con recetas monetarias o de otra naturaleza si el Estado no toma medidas que modifiquen radicalmente la estructura económica de una sociedad y, sobre ésta, los factores superestructurales y eso pasa, necesariamente por profundos cambios a nivel internacional. Obama, no fue elegido para eso y ni siquiera le debe pasar velozmente por su imaginación por no decir conciencia. Nunca debemos confundir el rezo de un campesino o de un obrero por la paz y la justicia con el rezo de un monopolista económico o de un alto funcionario del régimen burgués, porque los dos últimos no solicitan en la Iglesia la paz sino mayor dominio y ampliación de sus mercados, su influencia política y sus espacios vitales teniendo la menor resistencia posible de los explotados y oprimidos. Para eso ha sido elegido Obama. Tampoco nos olvidemos que la globalización capitalista sólo tolerará ronquidos democráticos como un mal necesario justo hasta el límite en que no rompan los eslabones de la cadena con que explota y oprime tantos pueblos.

Obama –independiente de su color de piel y con todo el respeto que se merece- sabe, como todo buen demócrata que no pocas veces resulta tan semejante –en defensa de su imperio en momento de sumo peligro- a todo mal republicano y quiera el alma de Martin Luther King él no sea así, que la globalización capitalista (con la creación de super monopolios) superó no solo al monopolio común de la fase imperialista, sino también y necesariamente los límites continentales. De allí la imperiosa urgencia de dominio absoluto de los mercados para sus bienes y capitales, el apoderamiento lo más barato posible de fuentes de materias primas y, para que nada le obstaculice su dominio en la “paz” de los resignados, es de obligatoria importancia establecer nuevas políticas coloniales o de reparto del mundo. Para todo ello se sustentan en ese factor histórico que aún continúa haciendo estragos en el mundo: el desproporcionado nivel de desigualdad –en múltiples aspectos pero especialmente económico y militar- que existe entre las grandes potencias altamente desarrolladas del capitalismo y las demás naciones del planeta. Obama fue elegido para regirse por esas realidades y no para que ande inventando redención del mundo. La fuerza de Obama no estará en el Obama de piel negra, sino en lo de antipatía y rechazo tengan –hasta ahora- el proletariado, la mayoría de la población estadounidense y buena parte del resto del mundo contra el socialismo.

Ningún candidato, con probabilidad de triunfo en Estados Unidos, llegaría con vida al día de las elecciones si prometiera públicamente entregar el poder a los trabajadores, expropiar a los monopolistas, decretar la disolución del ejército por la creación de una milicia popular, proponer la creación de una nueva Internacional Comunista, devolver todas las empresas a sus países que actualmente pertenecen a super monopolios estadounidenses, acelerar la extinción del Estado haciendo todo lo que contribuya a la desaparición de las clases sociales, intervenir militarmente para derrocar gobiernos capitalistas y entregar el poder a los socialistas. Obama no está para eso, sino más bien para garantizar todos los dominios y buscar ampliarlos de manera “pacífica” a otras regiones donde Estados Unidos es superado por otras potencias imperialistas. El color de la piel no nos dice nada, porque hay negros que defienden al imperialismo como hay blancos que lo combaten. Obama pertenece a la primera caracterización y no a la segunda, sin negar el gran salto dado por la mayoría del pueblo votante estadounidense que se decidió por el negro y no por el blanco y, además, por saber que MaCain era prometedor de continuidad rígida de las guerras imperialistas. Hay que reconocer que gran parte de los estadounidenses le propinaron una derrota política a la guerra.

El elemento esencial de la situación política internacional en su globalidad no es las crisis inevitables del capitalismo, sino la crisis que desde hace décadas viene viviendo, de manera resignada, la dirección del proletariado casi a nivel mundial. Mientras el proletariado de los países capitalistas altamente desarrollados no rompa, abierta y radicalmente, con las atroces políticas de Estados y de guerras imperialistas, las crisis por sí solas no derrumbarán el régimen de globalización salvaje que atrofia y mantiene al mundo al borde de terribles y trágicas hecatombes sociales y, además, nunca saldrá el planeta de las garras perversas de mafias super monopólicas que disfrutan de la mayor parte de la riqueza y el privilegio repartiendo sólo migajas para que la inmensa mayoría de la humanidad se debata entre elevados niveles de pobreza y sufrimiento ya insoportables. Obama fue elegido para sostener ese profundo nivel de desigualdad que favorece a Estados Unidos en contra del resto del mundo. Por eso nada hay que creer en las promesas de los catires que formarán parte del gabinete de Obama. ¡Ah!, y de los negros tampoco. Obama es el nuevo vocero del imperialismo estadounidense para sus propios fines y si se desvía, unos cuantos metros de la línea o del círculo en que debe moverse, no dudemos que será disparada la bala que le cegará la vida. Y allí acabará, sin revolución alguna, la biografía del primer negro que llegó, en calidad de presidente de Estados Unidos, a la Casa Blanca.

El capitalismo (y mucho menos ahora en su fase de globalización salvaje) no va a cambiar o modificar sus instituciones que tanto necesita para su dominación imperialista. Si Obama hiciera la de un operario, que sí cambia de herramienta cada vez que lo requiere para componer una tubería por ejemplo, están los gendarmes, en obediencia a los super monopolios, que lo apartarán del medio para que venga otro presidente y se adapte a las necesidades y ansias de los amos de los más grandes y poderosos capitales que andan navegando, volando y transitando por el mundo haciendo sus leoninos y jugosos negocios de saqueo y de rapiña a otras economías en poco tiempo. Para que en Estados Unidos llegue al poder un presidente revolucionario es imprescindible una situación por completo excepcional, que no dependa de la voluntad de los votantes ni de los partidos Demócrata y Republicano, sino de una objetividad mundial en que el proletariado sin fronteras lleve la batuta y las banderas de la lucha revolucionaria por la emancipación del mundo y ponga, de verdad verdad, al imperialismo en jaque mate. Se necesita, en definitiva, que las grandes masas de las sociedades –especialmente de las naciones imperialistas- hagan brotar radicalmente ese sentimiento que las impulsa a no seguir soportando los rigores y las tragedias que son establecidas por la vieja sociedad y, además, imposibilitar que quienes gobiernan el mundo continúen gobernándolo como hasta ahora lo han venido haciendo. De allí en adelante las vanguardias políticas tendrán que asumir su papel revolucionario o desaparecerán bajos los escombros de la lucha de clases. Obama no fue elegido para estimular a esas masas para que arrasen con todos los obstáculos que se le atraviesen en el camino de su lucha por su emancipación social, sino más bien para contenerlas por medios que no sean tan violentos como los del gobierno de Bush.

El problema de las promesas de Obama no está en que saque a los presos de Guantánamo para seguir siendo presos en otros lugares, sino que los deje en libertad y devuelva Guantánamo a Cuba; no está en que saque las tropas de Irak y continúe interviniendo descarada y grotescamente en los asuntos internos de la sociedad iraquí para que los super monopolios económicos estadounidenses sigan saqueando la riqueza de los iraquíes, sino en respetar rigurosamente el derecho a la autodeterminación de los pueblos; no está en cobrar más impuestos a los ricos para aumentar el empobrecimiento de la mayoría de la sociedad estadounidense, sino en invertir en el mejoramiento y abaratamiento de los principales servicios públicos para los estadounidenses; no está en mejorar las relaciones diplomáticas o políticas con las demás naciones del planeta, sino en ponerle coto a esas políticas  económicas imperialistas que desangran las economías de las naciones subdesarrolladas; no está en cesar el bloqueo contra Cuba, sino en hacer que las relaciones económicas entre ambos países no continúen sujetas a dispositivos que perjudiquen la economía cubana y estimulen el derrocamiento de la revolución; no está en sustituir a los jefes de la CIA y el FBI y colocar otros, sino en cambiar radicalmente la conducta de actuación de esas instituciones político-policiales para que dejen de cometer tantos crímenes impunes en nombre de la democracia y la libertad; no está en disminuir la hegemonía imperialista en el resto del mundo condenando la ley del desarrollo desigual, sino en hacer o contribuir para que la ley del desarrollo combinado cobre la validez que armonice la solidaridad sobre la base de las necesidades reales de toda la humanidad. Obama, perdónenme los que no lo crean, no fue elegido para eso sino para lo contrario por otras vías más “democráticas y pacíficas”. Quien le pida peras al olmo se queda sin guayaba y sin mango.

No pongamos en duda, para no pecar de radicalismo izquierdista o marxista, la condición de Obama como un buen demócrata que ejecutará algunas políticas que puedan considerarse de “buena vecindad”; que abrirá algunas aperturas de coexistencia pacífica con gobiernos desobedientes a los dictámenes del imperialismo; que puede dejar pasar algunas situaciones y no desbocarse en la utilización bélica para resolverlas. Sin embargo, quienes creen que Obama es una expresión de profundos cambios socioeconómicos para el pueblo en contra de los más poderosos amos de la economía estadounidense sería, en mi humilde y rústica opinión, un desatino político que deja de ver –por dedicarse exclusivamente a mirar las paredes exteriores de la Casa Blanca- la esencia de clase del Estado imperialista, las necesidades globales de la sociedad estadounidense y la obligatoriedad en que se encuentra la economía gringa de más dominio y ampliación de mercados y obtención de materias primas. Tendríamos que preguntarle al proletariado de Estados Unidos: ¿qué va hacer para lograr que Obama ponga la economía imperialista al servicio de la construcción de un nuevo orden social no capitalista?

Los que crean que con el triunfo de Obama se inicia una nueva era para el mundo, tendrían que explicar, primero, la interrogante: ¿qué entienden por nueva era: el derrumbe del capitalismo y el alumbramiento del socialismo o una coexistencia “pacífica” que prolongue la existencia del imperialismo sobre el agotamiento de procesos en sus propios límites fronterizos que intentan conducir la sociedad hacia el socialismo? Sin duda, Obama tratará, por medio de la palabra pero con la espada desenvainada puesta sobre el escritorio al alcance de sus generales, convencer a los desobedientes que el mejor orden democrático es aquel que garantiza la “paz” para el funcionamiento del capitalismo bajo la hegemonía de las naciones imperialistas y, especialmente, del gran protector de naciones subdesarrolladas: Estados Unidos. Lo dijo antes de ser presidente y que no se nos olvide ese simple ejemplo verificador de política imperialista: Chávez fue elegido presidente democráticamente, pero gobierna de manera no democrática. Allí nos dejó eso. Tampoco nos olvidemos, para no hacernos falsas ilusiones, que Jimmy Carter gobernó –en cierta manera- Estados Unidos democráticamente y no quiso dar una respuesta inmediata y violenta a la toma de la embajada de Estados Unidos en Teherán lo que, entre otras cosas, hizo que en su segundo intento de reelección, se lo echaran al pico con el aval de la mayoría de los votantes estadounidenses, lo derrotó un republicano con experiencia en respuesta de vaqueros a las contradicciones sociales, Ronald Reagan.

Los que festejan que un negro haya llegado a la Casa Blanca en condición de Presidente de Estados Unidos, no hay que negarles su derecho de alegría, pero el racismo no es exclusivo de un solo color de piel, aunque nada indique que Obama sea racista, pero –lo queramos o no- es el presidente del capitalismo más altamente desarrollado en el mundo y a eso tiene y debe de obedecer si no quiere ser víctima de los mismos que le dieron la investidura presidencial o de los contrarrevolucionarios agazapados y con poder en todas las instancias del Estado. Nada de lo dicho niega el respeto que se pueda sentir por el espíritu democrático de Obama expresado hasta el presente en sus denuncias contra la guerrerista política del presidente saliente, el señor Bush. Si Obama cumpliera un 50% de sus promesas y se guardara el espíritu violento del imperialismo dentro del límite interior de la Casa Blanca sin llevarlo a ningún otro lugar del mundo, sería, sin duda alguna, una verdadera demostración de su vocación democrática y de respeto a las demás naciones. Pero estamos obligados a preguntarnos: ¿lo dejarán actuar de esa manera los archienemigos de la democracia y la libertad que se mueven como pez en el agua en Estados Unidos y en la propia Casa Blanca?

Téngase la plena seguridad, por ejemplo, que el presidente Obama, sacrificando la tercera reelección del presidente Uribe de Colombia y apostando a Santos por ser la expresión más fiel de la continuidad del Plan Patriota, se opondrá con ahínco y radicalmente como antidemocrática una nueva reelección del presidente Chávez o una tercera de Evo Morales. Allí cambiará totalmente el panorama de sus relaciones con Venezuela y Bolivia. Aparecerá, entonces, el verdadero rostro imperialista del primer vocero negro de la Casa Blanca. El imperialismo (sea presidente un blanco o un negro, sea un republicano o un demócrata o hasta un centroizquierdista) se guiará siempre por la filosofía cotidiana del hotentote: si le robo la mujer a otro, eso es bueno, pero si alguien viene a robármela a mí, eso es malo. Si Obama tuviera la ocurrencia tan solo de cuestionar algunos principios malignos de la globalización capitalista y catalogarlos nefastos para la vida de los explotados y oprimidos, harán ruido las armas de la guerra y, entonces de seguro, le callarán sus opiniones.

El capitalismo, téngase por dicho y hecho, dejó de ser hace mucho tiempo un liberador de naciones contra el feudalismo para convertirse, por siempre, en opresor de pueblos. De allí la imperiosa necesidad de creer –como verdad irrefutable- que mientras exista el campeón de la opresión (el imperialismo) es inevitable que se produzcan guerras, violencias, genocidios, muertes, dolores, miserias y ostracismos. La única manera de suprimir las guerras es suprimiendo las clases y construyendo el socialismo, lo cual implica, como condición sine quo non, la aplastante derrota y el sepultamiento definitivo del capitalismo. La política capitalista será por siempre en tiempos de paz, en tiempos de guerra y en tiempos ni de paz ni de guerra, la de esclavizar a los pueblos y no de emanciparlos. Esa será la horma del zapato que calzará el buen demócrata Obama. ¿Acaso ya no lo indican sus primeras palabras agresivas, amenazantes y condenatorias contra Irán sin nada decir sobre qué hacer con las armas atómicas y de destrucción masiva que posee Estados Unidos? ¿No es eso una ley del embudo: lo ancho para Estados Unidos y lo angosto para el resto de mundo?

Si Bush gobernó siendo un mentiroso compulsivo y belicoso y con un cínico desprecio por las verdades, el demócrata Obama gobernará sin dejar de mentir reconociendo algunas verdades para poder valerse de muchas verdades a medias que resultarán al final, para el resto del planeta, peores y más peligrosas que las mentiras propiamente dichas a secas. El imperialismo no puede ni debe defender pueblos hermanos, sino a grandes y poderosos monopolios amos de la economía. Un presidente del Estados Unidos imperialista, no puede ni debe ser un personaje que deje de cumplir su misión de defender y garantizar un orden económico-social mundial que beneficie, en primera y segunda instancias, al imperialismo. Es todo. Creer lo contrario es como convencerse que un sádico, por ejemplo y nadie se le ocurra imaginarse que esté comparando al presidente Obama con hechos de sadismo, es curable si se le pone a vivir libremente y con las llaves en su poder de todas las puertas en un internado de menores. El mal que aqueja al mundo –en general- y a Estados Unidos –en particular- no se cura de raíz con quitar un blanco y poner un negro de presidente. Es y será una cuestión estructural, de transformación radical de las bases que conduzca igualmente a una nueva superestructura de la humanidad. Los fulgores encendidos de luz de progreso y desarrollo del capitalismo, ahora bajo la dominación de la globalización salvaje de la miseria, son todos leños apagados para siempre. Es imprescindible un nuevo fiat lux, y eso sólo es posible con el socialismo.

Bueno, quiera Dios y quiera Marx uno se equivocase, porque de buenas intenciones está hecho el mundo pero eso de nada vale para la política imperialista ni tampoco para la antiimperialista. De tal manera que lo recomendable es que nuestros pueblos no rían primero que Obama, porque éste puede reír de último y mejor. Y eso significaría: plomo parejo contra quienes se atrevan a levantar banderas de redención contra el imperialismo estadounidense.

¿Cómo podría el demócrata Obama solventar las crisis periódicas de la economía estadounidense sin vulnerar la soberanía y las economías de muchísimas otras naciones? Que lo expliquen los expertos de la economía, porque los pueblos no encontrarán palas para responderla. Que el Dios de su creencia lo ilumine y, por lo menos, haga pruebas evidentes de cordial respeto a las voluntades de otros pueblos y aplique, aunque sea una aceptable dosis, de solidaridad con las naciones más necesitadas de tecnología, de materias primas y de manos amigas.



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Freddy Yépez


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