Toda guerra, por muy corta que ella sea, germina frustraciones, crea rasgos cultural de violencia, deforma (en pocos o muchos) la visión ideológica de la vida, trastoca neuronas y terminan, muchos o pocos, requiriendo de estudios sicológicos para sanar heridas psíquicas que de no ser tratadas se vuelven más alteradas y responden con violencia ante múltiples aspectos que rodean al afectado.
Toda tragedia será siempre un dolor medular para quienes sobreviven. Por eso el hambre ha sido la expresión más patética del dolor para millones y millones de personas sometidas a los rigores y estragos de regímenes de producción que se fundamentan en la riqueza y el privilegio para los pocos y la miseria y el sufrimiento para los muchos aun cuando hayan hecho avanzar la historia humana con sus “brutalidades”. Pero no es de esa tragedia en sí que tratará este tema aunque tenga su influencia –no pocas veces determinante- para que un suicida asesine indiscriminada e irracionalmente a otras personas antes de marcharse de este mundo.
Dice José Lasso de la Vega que el “… dolor humano es el terrazgo donde nace la tragedia…”, pero agrega algo que parece no es una sentencia de un termómetro que pueda medir la autenticidad del dolor: “El sufrimiento de un alma, que puede sufrir con grandeza, eso y sólo eso es la tragedia”. No se discute que un Marx haya vivido el sufrimiento de la miseria que lo acosó con la grandeza de saber que todo lo que estaba pensando y todo lo que estaba haciendo era en provecho del género humano; no se discute que el sufrimiento del Libertador Bolívar, al convertirse en víctima de quienes fueron antes sus soldados, lo haya soportado con la grandeza de legar patria a sus compatriotas, pero ¿cómo podría soportar con grandeza el sufrimiento esas personas (de cualquier raza, sexo o credo) que ven morir a sus familiares y amigos desesperanzados de encontrar una fórmula que les resuelva satisfactoriamente sus necesidades materiales y espirituales?
Se trata, esta tragedia, de personas que se dejan envolver por los dolores sicológicos que vienen construidos por la autenticidad de una vida material frustrada, con golpes bajos y altos, con realidades que incluso no han sido buscadas sino encontradas en las obligaciones que les impone un régimen que los utiliza pero los desprecia, los pone a guerrear por conservar un interés (esencialmente) económico que no los favorece sino que los somete a la esclavitud social. Lo que a una sociedad le podría parecer una ficción para un suicida asesino es una autenticidad.
Para el suicida asesino su dolor no tiene consuelo y como Ayante se vuelve cruel, se desboca en el crimen, irracional en el trato, abominable en su conducta social. No siente jamás que su dolor es la búsqueda de una libertad que le devuelva la cura sino que la trata como la venganza irracional que se lo agrava. El suicida asesino no le coloca límite ni desprecio individual a su odio. Todo le repugna, porque todo lo asemeja con lo que le desdicha. El suicida asesino lleva el delito por dentro y nadie, ni siquiera el psicólogo, sabe cuándo lo hará explosivo. Camina por las calles como cualquier otra persona, se confunde con la multitud sin que nadie se percate del instinto criminal que marcha junto a ella. El dolor nada le enseña en para la búsqueda de su superación, más bien todo se lo complica
En el país que se infla de arrogancia autocalificándose como el más democrático, poderoso y próspero del mundo (Estados Unidos), símbolo de la sociedad perfecta digno ejemplo a copiar textual y mecánicamente por el resto del mundo, y que tienen sus pobladores –según su gobierno- el mejor y más alto estándar de vida saludable del planeta, cosa paradójica, es donde más se produce, estallidos individuales de violencia sin que nada foráneo les instigue a reaccionar con criminalidad trágica. No se trata de esa expresión de terrorismo individual que se caracteriza por una determinada creencia religiosa que luego de la explosión (donde mueren muchas o pocas personas incluyendo al portador de la bomba o explosivo) va el alma del suicida directo al Cielo a convivir bajo la gracia y la bendición del Dios de su preferencia. No se trata de la grandeza de los héroes trágicos descritos por Sófocles, Eurípides, Esquilo, Hesiodo y Homero como tampoco por nuestro Blanco Fombona y, mucho menos, por el carácter individual trágico (pero más humano) muy bien estudiado y narrado por Shkespeare. No se trata de un Edipo, que sin desearlo ni conocerlo, asesina a su padre cometiendo un delito grave para acompañarlo con otro de mayor tamaño al contraer nupcias con su madre. Y menos aún, se trata de sicariato, ese género de suicida asesino que hipoteca su vida para obtener recursos económicos que beneficien socialmente a su familia sobre el dolor que le propina a otra familia.
El trama o drama que vive un asesino antes de suicidarse ni tiene belleza ni posee alegría, no puede ser tratado con esquemas simples de una pastilla estimuladora de sueño. No, las raíces de ese mal están en el propio sistema que obliga, por una u otra razón, a que una persona cumpla actividades de violencia social sin tener una causa sublime de redención que le forme coraza en la conciencia. Quien se otorga la potestad de pacificador, de creador de justicia y libertad haciendo uso de soldados que arrasan con la tierra y con la gente que encuentren a su paso, no pueden cosechar hombres y mujeres libres sembrando muertes y dolor en las víctimas que terminan siendo (los sobrevivientes) sometidos a una nueva especie de esclavitud social, esa que desde fuera impone todas las normas del comportamiento de los vencidos.
El imperialismo estadounidense ha hecho tantas guerras fuera de sus fronteras, que sus misioneros con bayonetas, de tanto matar y torturar a personas que concluyen siendo totalmente desconocidas para ellos, se crean traumas y frustraciones que van a perturbarle el alma por el resto de su existencia. Una tras otra pesadilla le hace alucinar en una especie de umbral hacia la venganza irracional, indiscriminada, esa que no escoge víctimas sino que ataca en el momento en que se oscurece lamente y penetra en el abismo indescifrable de su agobiante drama personal.
Con frecuencia en Estados Unidos una persona, cargada de problemas que lo deprimen al máximo, saca un arma, dispara indiscriminadamente, asesina unas cuantas personas, se siente satisfecho de lograr su cometido y, luego, se suicida sin esperanza alguna que su alma vaya al reino de los Cielos. Sin embargo, seguro se va sin creer en ese terrible mito que al Infierno van los malos de la Tierra. Ninguna institución del Estado estadounidense se ocupa de analizar, estudiar, investigar y reflexionar sobre los innumerables casos de suicidas asesinos que enlutan muchos hogares y desnudan, ante el mundo, ese macabro rostro de una nación que juega con el destino de los demás; que condena a otros países por tráfico de estupefacientes cuando su población es la mayor consumista de los mismos; que condena y ataca otras naciones alegando combatir el terrorismo cuando es el mayor ejecutor del terrorismo de Estrado cometiendo toda clase de criminalidad gozando de la más abominable impunidad; que critica a otros gobiernos por violación a los derechos humanos cuando nada hace para tratar tantos lisiados mentales, como consecuencia de ir a guerras obligados por un falso concepto de patria y al regreso a casa, que producen masacres de inocentes en el propio seno de Estados Unidos. Si el gobierno estadounidense nada hace por sanar la familia que vive en su seno ¿cómo pretende convertirse en Celestina criticando, juzgando y condenando a las demás naciones donde, incluso, no se producen tantos casos horribles como los de suicidas asesinos?