El capitalismo no es otra cosa que propiedad privada sobre medios de producción y anarquía en los planes de la economía. De ello se deduce que el capitalismo –y menos en su fase imperialista de concentración de capitales en pocas manos- no pueden ni se podrá jamás y nunca vivir sin la realización de gigantescos negocios ilícitos de toda naturaleza. Y el narcotráfico es uno de ellos, no sólo porque produce cuantiosas ganancias a unos pocos con poca inversión sino, también, porque sirve para alienar, anonadar y resignar a millones de millones de personas a los designios de los amos de la riqueza, de los que deciden el destino del mundo en los rigores salvajes de la economía de mercado o mercado mundial.
El narcotráfico ha sido un negocio tan poderoso, tan influyente, tan penetrante y no pocas veces determinante en círculos de poder, que en su diccionario se han insertado varios términos compuestos donde, entre otros, sobresale el de narcopolítica. Y eso se debe a la inversión de capital por los narcotraficantes en las campañas políticas para elegir representaciones en órganos de poder en todas las instancias, destacándose la de presidentes de naciones. Y en Colombia eso se ha vivido con toda la intensidad y pasión que vienen determinadas por la fuerza del capital económico ilícito sobre la política. La aparente persecución de narcotraficantes, la fumigación de sembradíos de arbustos de acción estimulante de cuyo procesamiento se obtienen drogas o estupefacientes, el combate y la deportación de narcotraficantes, han sido revestido –muchas veces- de dramatismo político sin que nada se haga por combatir con efectividad el elevado consumo de las mismas y que, por cierto, es Estados Unidos el mayor consumidor de drogas en todo el mundo pero es la Celestina en la propagación de la idea de querer acabar –por siempre- con ese flagelo. Toda política que se reduzca a eliminar efectos sin tocar las causas que los producen asegura su fracaso antes de dar el primer paso en su aplicación. La ironía en la política es costumbre de Estados omnipotentes o imperialistas: el mayor consumidor de drogas en el planeta, el principal violador de soberanías ajenas, el que goza de posesión de las armas más sofisticadas y de destrucción masiva, es quien se da el lujo de certificar o desertificar (avalar o desaprobar) al resto de gobiernos del mundo en relación con las drogas, la democracia, la libertad, las armas que deben tener en su poder, la manera de cómo vivir y gobernarse otros pueblos o naciones.
¿Quiénes no quieren que se resuelvan las causas y consecuencias del narcotráfico como síntesis o expresión de todo el proceso que implica cultivo, recolección, procesamiento, transporte, distribución, comercialización y consumo de drogas?
Vayamos a argumentos serios y públicos expuestos por propios cultivadores de arbustos como la coca y la amapola que, hasta ahora, han sido en Latinoamérica las de mayor renombre, de más conflicto y que permiten jugosas ganancias a los dueños de capital inversor y a los grandes comercializadores como expresión de la usura y la especulación. Exposiciones, por lo demás, que fueron escuchadas no sólo por periodistas de muchísimas regiones del mundo sino, igualmente, por representantes de Alemania, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, Costa Rica, Chile, Cuba, Dinamarca, Ecuador, España, Finlandia, Francia, Italia, Japón, México, Noruega, Países Bajos, Panamá, Perú, Portugal, Reino Unido, Suecia, Suiza, Venezuela y el Estado Vaticano, así como el Delegado Especial del Secretariado General de las Naciones Unidas y la Comisión Europea. Por cierto, países que son víctimas del narcotráfico. Y, para que se sepa, el Estado colombiano estuvo presente ante esas exposiciones como también lo hizo la Iglesia.
Los representantes de comunidades de la Serranía de Perijá (departamentos Cesar y La Guajira) no sólo reconocieron que cultivan la coca sino, más importante aún, que no desean continuar cultivándola pero que tampoco tienen a la mano (de parte del Estado colombiano) el ofrecimiento de ninguna otra alternativa. Sostienen que ellos no son narcotraficantes, que son solamente campesinos cultivadores de amapola y aun así no han podido salir de la pobreza.
Señalan que las mejores tierras están en poder de pocas familias ricas pero que han sido mal explotadas. Las malas políticas del Estado colombiano han conducido al empobrecimiento de muchas familias que hace más de un cuarto de siglo vivían con comodidades. Los campesinos dicen que el gobierno a eso lo llama apertura económica. Eso hizo que miles de personas pobres se marcharan a las montañas de la serranía de Perijá a talar bosques que dejaron la bonanza de la marihuana, pero denuncian que fueron precisamente los gringos y no los colombianos quienes enseñaron ese cultivo. Reconocen que también participan en la depredación de la naturaleza, acabando con las fuentes de agua para poder cultivar la amapola, porque ésta necesita de tierras húmedas o páramos donde nacen las aguas. Algo alarmante manifestaron los campesinos reconociendo que ellos poco piensan, para poder sobrevivir con sus familias, en la conservación del medio ambiente y mucho menos cuando el Estado no les presenta ninguna propuesta alternativa al cultivo de drogas.
Ojo con esto: reconocieron públicamente que también siembran amapola en Venezuela, porque en Colombia ya no les dejaron aunque sea un pedacito de tierra ni siquiera para ser enterrados al morir, aunque reconocen que el gobierno Venezolano combate la siembra de cultivos ilícitos en su territorio. Denuncian, de la misma manera, que las fumigaciones han afectado, principalmente, el cultivo de plantas alimenticias, lo cual les agrava la pobreza. Pero eso no queda allí, sino que son reprimidos, perseguidos, asesinados, encarcelados o ametrallados desde los helicópteros del Estado colombiano, lo cual conduce al ostracismo completo a miles de miles de familias colombianas.
¿Qué hacemos ante eso?, se preguntan los campesinos. Primero sostienen que son pobres, verdaderamente pobres, siempre pobres, no tienen luz eléctrica ni agua potable, carecen de escuelas, maestros, hospitales, médicos, medicinas, carreteras, casas salubres, tierra propia y no reciben créditos. Son, máximo, jornaleros en los cultivos de cualquier rubro pero, esencialmente, de los ilícitos. No tienen lo que desean tener y lo que menos quieren tener es cultivos de drogas.
Quieren que el mundo los entienda y los ayuden a buscarle una solución a su pobreza que nada tenga que ver con el cultivo de estupefacientes. Denuncian que la ayuda que otorga el gobierno de Estados Unidos al Estado colombiano agrava el mal y no soluciona el problema del cultivo de sustancias ilícitas; que en nada van a mejorar su situación de miseria los campesinos con las fumigaciones, con el ejército colombiano reprimiéndolos y, menos, con bombardeos, ametrallamientos y obligándolos al desplazamiento forzado.
Expresan su temor e incertidumbre por el futuro que se les ofrece en una Colombia que lleva más de cuatro décadas de conflicto armado y político consecutivamente y siempre el Estado colombiano, obedeciendo dictámenes del Estado estadounidense, lo que hace es incrementar la guerra, ofrecer más violencia siendo los campesinos los más afectados, los que más se empobrecen y los primeros en tener que abandonar la tierra donde nacieron y fueron asentadas sus familias y amistades, sus costumbres y sus sueños de justicia social. Los campesinos, propusieron, que el dinero que da Estados Unidos a Colombia sea mejor invertido en carreteras para trasladar los frutos alimenticios de sus cultivos; que les construyan una fábrica procesadora de mora, lulo y curaba y que Europa y otras naciones den garantías de la compra de esas mercancías.
El llamado final que hicieron esos campesinos cultivadores de amapola en su empeño de abandonarlo para dedicarse a la siembra y recolección de bienes alimenticios fue dramático pero real: “Vivimos en condiciones inhumanas, muchas veces peor que los animales. No más fumigaciones que acabarán las aguas, los suelos, la vegetación y los animales de una región que es la segunda vez que se destruye por culpa del poco o ningún entendimiento de los gobernantes. Clamamos al mundo entero que se nos mire como lo que somos: hombres y mujeres de todas las edades humildes y trabajadores de la tierra ”.
Los indígenas también expusieron su punto de vista como una emergencia de raíz a raíz, que toque las causas para la solución a sus necesidades y no se queden las palabras incrustadas en los efectos. El progreso capitalista actual, argumentando la necesidad de colonización, explotación petrolera, por un lado; y, por el otro, el incremento del cultivo ilícito han modificado y desequilibrado la vida armónica de las comunidades indígenas en Colombia. Se pudiera decir que en la actualidad alrededor de un 70% de los jóvenes indígenas se dedican al trabajo de raspachines y sembradores de cultivos ilícitos. Además ven como gravedad en la degeneración del régimen de vida indígena el reclutamiento que hacen las fuerzas militares de sus jóvenes, la intromisión excesiva de bebidas alcohólicas, el incentivo a la prostitución y todo aquello que sea vicio para corromper el comportamiento de las relaciones familiares y de las comunidades. El capitalismo los hace desplazar el cultivo de sus alimentos por los enlatados, desestimulándolos en el trabajo familiar. Denuncian, igualmente, la fumigación como un terrible perjuicio que les daña sus cultivos de alimentos, les mata sus animales, les contamina las aguas y les produce enfermedades subcutáneas gastrointestinales o de otras naturalezas que los conduce prematuramente al sufrimiento extremo y la muerte.
La petición de los indígenas fue clara, precisa pero imposible de aceptar por los amos del capital colombiano y foráneo como por el Estado mismo, pero que es bueno conocerla:
“Un rechazo abierto al Plan Colombia (hoy mal conocido como Patriota) por su carácter de guerra y el exterminio que pone en peligro la seguridad física y hídrica de los pueblos indígenas, no solo en el Putumayo sino de todo el país”. Los indígenas, simplemente, quieren vivir en paz, dedicarse al cultivo de alimentos, que sean respetados sus derechos y que se le busque una salida política negociada al conflicto armado y político que traiga justicia social y no incremento de la injusticia social.
Colombia está conformada por 1.065 municipios de los cuales en 300 se cultivan sustancias ilícitas, donde por cierto se evidencia mucho más que en otras regiones la crisis agraria. De los 114,1 millones de hectáreas abiertas como superficie agropecuaria o frontera agrícolas sólo 4 millones se destinan al agro mientras que 30 millones son dedicadas a la ganadería extensiva o explotación pecuaria, lo cual refleja el poder del latifundio y de la alta burguesía en el manejo, control, producción y comercialización de las tierras y sus riquezas sobre la base de la explotación a la mano de obra asalariada, de la miseria y el dolor de las mayorías sociales del campo. El excesivo aumento en la importación de alimentos ha acelerado el empobrecimiento de la mayoría de los colombianos y colombianas y, especialmente, campesinos y campesinas. Eso se une al desplazamiento agravado que ya sobrepasa varios millones de personas que trasladan el cúmulo de sus necesidades a otras naciones sin mayores probabilidades de encontrar favorables soluciones a las mismas. La quiebra de la famosa y triste institución crediticia denominada “Caja Agraria”, no hizo más que reflejar el drama de la masa campesina cuando se descubrió que los mayores deudores o que recibieron los elevados créditos y que no cancelaron sus compromisos económicos no fueron los campesinos sino que fueron los gamonales políticos, ganaderos y terratenientes los que usufructuaron el capital de esa entidad financiera. ¿Y en qué utilizaron los créditos?: en campañas electorales y no en inversiones en las tierras para producir alimentos. ¿Cómo puede pretender un Estado y su clase económica dominante que en esas condiciones el campesino no se dedique al cultivo de rubros ilícitos? Alguien respondió a esto diciendo: “Ilícitos son los mecanismos mediante los cuales fueron lanzados miles de miles de colombianos y colombianas a la cruda realidad de pobreza y sufrimiento en que viven; ilícito es el uso de los más de 40 millones de adictos estadounidenses a la droga; y más ilícito, el comercio y transporte a gran escala de la droga, que sin duda cuenta con ocultos <amigos> en las elites gringas y colombianas”. Hay que preguntarse: ¿Cuánto de ganancias entra a los narcotraficantes, los latifundistas y grupos políticos -que viven del enriquecimiento ilícito y la corrupción- por concepto del negocio de las drogas? Pero es necesario hacerse una segunda pregunta: ¿Cuánto no daría el Estado estadounidense y algunos poderosos monopolios de la economía imperialista porque toda esa ganancia ilícita quedase en sus manos? Y una última pregunta: ¿Acaso una nación imperialista puede sostenerse sin tener a su alcance sumas inimaginables de dinero, vengan de donde vengan?
Sería ingenuo creer que un Estado, como fiel servidor del capitalismo nacional y, especialmente, del imperialismo, se vaya a masturbar su pensamiento buscando fórmulas para solucionar de raíz las múltiples y complejas problemáticas que viven los pueblos, porque la suprema razón de vida del capitalismo es el imperio de la propiedad privada sobre los fundamentales medios de producción, el acaparamiento de la mayor suma posible de riqueza social en pocas manos y la existencia de una masa de esclavos que produzcan la riqueza recibiendo, a cambio, un mísero salario para su sobrevivencia. Por ello el problema agrario en cualquier nación y, fundamentalmente, la solución a los cultivos ilícitos que desplazan al cultivo de alimentos es una utopía en el capitalismo, en general, pero, muy particularmente, en países subdesarrollados. Pongan atención a esto sin asombrarse: un estudioso de la historia de las últimas décadas de Colombia llegó afirmar que la violencia es el primer generador de empleo en el país, poniendo como ejemplo que uno de cada cinco colombianos (20%) está dedicado al uso de las armas como parte de la cesta familiar: soldados, sicarios, traficantes, celadores, fabricantes de armas, policías, guardaespaldas, paramilitares y paren de contar, es decir, los que devengan sueldo por participar en La violencia. Lo cual, por otra parte, hace que cada día la deshumanización se preocupe menos por la cantidad de muertos que se producen diariamente en Colombia.
Sólo el socialismo pondrá fin a todo rasgo de violencia social, porque en su desarrollo elevado desaparecerán las clases y en un 90% el Estado hasta que en el avance de la fase comunista quede completamente extinguido en el foso más hondo del abismo junto al derecho, el dinero, las contradicciones antagónicas y todos esos aditamentos que vinieron al mundo con el nacimiento de la propiedad privada y las clases sociales. Entonces no repicarán jamás campanas ni trompetas de la guerra. Todo arbusto que lleve en sí dosis de droga será cultivado para razones científicas bajo manejo, control, elaboración y uso de una humanidad administrándose por sí misma. Igual acontecerá con todos esos minerales que hasta ahora han sido tomados (por algunos como causa y por otros como motivos) como punto de partida para hacer guerras de exterminio social y empobrecimiento de muchos mientras que unos pocos se han enriquecido garantizando una vida holgada de satisfacciones y privilegios.