A diferencia
de otros tipos de “socialismo”, el fundamentado en la ciencia y
desarrollado principalmente por Marx y Lenin, no parte de lo que a nosotros
nos gustaría que fuera la sociedad, de la “utopía” o del “debe
ser”. Por el contrario, parte de la realidad del capitalismo y de
las leyes económicas que le son inherentes. No es casual que la obra
principal de Marx no se llame “El Socialismo” sino “El Capital”.
De la misma
manera, tenemos claro que el paso del capitalismo al socialismo no se
produce de la noche a la mañana ni por decreto. Se trata de un largo
periodo histórico de transición en que, al igual que en el capitalismo
existen formas de propiedad socialistas (empresas públicas, sociedades
anónimas laborales, cooperativas, etc.), subsistirán por un largo
tiempo formas de propiedad capitalistas. Lo importante es en manos de
qué clase social está el Estado, cómo se distribuye la riqueza y
en qué dirección se avanza.
Igualmente,
en aquellos países con unas fuerzas productivas muy atrasadas, las
revoluciones socialistas tendrán que apoyarse durante un prolongado
periodo de tiempo en el “bastón” de las inversiones de capital
y tecnología extranjeras, hasta poder caminar únicamente sobre sus
propios pies teniendo un desarrollo de las fuerzas productivas superior
a las del capitalismo. Lo importante es que durante todo este proceso,
las fuerzas revolucionarias mantengan el poder político, la defensa
de los intereses populares y la claridad de la estrategia de avance
al socialismo.
A diferencia
de las sociedades de economía natural (es decir, en las que
el grueso de la producción es para el autoconsumo), como el feudalismo,
el capitalismo es una economía mercantil: se produce para la
esfera de circulación de mercancías, para el mercado. En el socialismo
también se produce para el intercambio, para el mercado. Como demuestra
Marx en El Capital, es en el mercado donde se determina el valor de
uso de las mercancías y la magnitud de su valor (de cambio). Quiere
esto decir que el valor de las mercancías no se establece en un plan
quinquenal ni por inspiración divina.
Por lo tanto,
en el socialismo habrá mercado, y el socialismo habrá de
ser, necesariamente, socialismo de mercado. Quienes niegan el
mercado son como los que negaban la ley de la gravedad aduciendo que
las cosas no caían por la gravitación sino “por su propio peso”.
Al final la realidad se impone por sí misma, bien como mercado reconocido,
bien como mercado negro.
Lógicamente,
el mercado nunca es “libre”: siempre está regulado. Bajo el capitalismo
se regula a favor de los intereses de los grandes capitalistas. Bajo
el socialismo se regula a favor de los intereses del proletariado. Quienes
identifican mercado y capitalismo, y mercado con “libre” mercado,
actúan de hecho como verdaderos ignorantes y como “tontos útiles”
de la ideología burguesa.
De la misma
forma, no existe contradicción entre planificación y mercado. Las
grandes (y las pequeñas) empresas capitalistas trazan planes a cinco,
diez o veinte años. Los Estados capitalistas trazan también planes.
En esos planes se tienen en cuenta, en la medida de lo posible, las
fluctuaciones de los mercados. En el socialismo se trazan planes también.
Si se tienen en cuenta las leyes económicas y el mercado, serán planes
atinados. De lo contrario, serán planes que conducirán al fracaso.
Y, desgraciadamente,
conocemos bien esos fracasos.
Si quienes
nos reclamamos del marxismo decimos defender un “socialismo científico”,
habrá que tratarlo como una ciencia. Y si se trata de una ciencia habrá
que estudiar. No consiste, por lo tanto, en emitir opiniones,
pareceres o gustos. Quién no analiza lo que pasa desde el conocimiento,
lo hace desde la ignorancia. Quién no estudia la ciencia marxista-leninista
puede ser cualquier clase de “socialista” o “comunista”, pero
no un comunista científico. Más bien será un idealista atrapado en
iconos, banderas y consignas simplonas, y no un revolucionario proletario.
De esta manera
se explica la reticencia de cierta “izquierda” ante las manifestaciones
de riqueza en países como Vietnam y China. Personalmente, recuerdo
que hace treinta años había compañeros que me recriminaban que los
chinos vistieran “todos iguales”. Cuando se iniciaron las reformas,
esas mismas personas me recriminaban que se hubiese introducido la moda
en el país porque “se están aburguesando”.
Para este tipo
de personas el socialismo es un estado de rapto místico colectivo,
una profesión de fe igualitaria, de austeridad y sacrificio. Que los
obreros tengan de repente ropa variada, televisiones, teléfonos móviles,
neveras o coches, les parece una clara manifestación de haberse pasado
al capitalismo. En sus mentes ha prendido el lavado cerebral burgués:
capitalismo es igual a riqueza y socialismo es igual a pobreza.
Lógicamente,
en situaciones excepcionales de agravamiento de la lucha de clases o
de garantizar la supervivencia de la revolución, hay que recurrir a
la determinación, el entusiasmo y la capacidad de sacrificio del proletariado.
Pero lo excepcional no puede convertirse en regla, ni la excepción
puede durar cincuenta años.
Pero para los
pequeñoburgueses europeos, acomodados en la barra de un bar de Berlín
o de Madrid, es muy fácil pontificar a “esos muchachos” del tercer
mundo para que se mantengan en la pobreza y no se “aburguesen”.
Desde sus televisores, sus playesteisions, sus ipods y
su ropa de marca, con la barriga llena y el espíritu vacío, se indignan
porque esos bárbaros no sigan sus sesudos consejos sobre un
socialismo monacal y franciscano.
¿Es de extrañar
que los obreros no se sientan atraídos ni por esos “líderes” ni
por ese socialismo fantástico? Si queremos avanzar, tenemos
que barrer de nuestras mentes (y de nuestras filas) el “socialismo
de la miseria”. Y volver a Marx, a El Capital y al socialismo
científico.
(*) miembro del Comité
Central del Partido
Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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