En los últimos días le cambió el rostro a la vanguardia oposicionista. Ya no se ve a los tradicionales líderes, cuestionados y arrollados por sus propios seguidores; ni a los otrora ultrosos, ahora mendigos de las dádivas que en pantalla les ofrecen sus antiguos enemigos. Savia joven, de la más tierna, vulnerable y manipulable que exista, está colocando la oposición al frente de su solitaria guerra. No puede existir una muestra mayor de la esquizofrenia colectiva que ataca a ese conglomerado heterogéneo que se empecina en tumbar a Hugo Chávez, que ofrecer a sus propios hijos como carne de cañón. Esa es la suma de todos los desesperos.
Esos muchachitos encolerizados que nos han mostrado las pantallas de televisión en los últimos días, tienen una noción de patria un tanto ambigua. Pocos de ellos saben cuántos indígenas sobreviven a duras penas en el Amazonas venezolano y menos aún conocen el mundo de penurias que tiene que pasar la mayoría para alcanzar la mitad de lo que ellos tienen desde que eran niños. Casi todos saldrían raspados en un examen de historia nacional o de geografía, pero sin embargo, probablemente la mayoría ha estado al menos una vez en Disney World y se sabe de memoria el número de estrellas que tiene la bandera gringa.
Los agitadores de esta semana abandonaron momentáneamente el frenético mundo del consumo en el que viven y se sumaron gustosos a una aventura excitante: poner su heroico grano de arena en la epopeya de sacar a Hugo Chávez del poder. Se tatuaron el cuerpo con una palabra que les sonó épica: libertad.
Quieren la libertad para su país.
Nada más noble ni más digno de un espíritu joven.
Da miedo preguntarles de qué libertad están hablando, porque para quien ha escuchado los desgarradores testimonios de familiares y amigos de miles de venezolanos que dejaron sus vidas en esas mismas calles por donde ellos manifiestan ahora, pero sin la protección mediática de que ellos gozan, la respuesta puede resultar bastante desalentadora.
Seguramente esos jóvenes ignoran que hace apenas unas pocas décadas, la generación de sus propios padres, o la de sus abuelos, sufrió el horror de la persecución, de la dictadura, de la tortura. No deben saber que aquí se libró una guerra de guerrillas en la cual, con el silencio cómplice y bochornoso de esos medios que hoy defienden con tanto ardor, muchos perdieron la vida o fueron salvajemente vejados, por intentar alcanzar para el país esa libertad de la que ellos hoy disfrutan y que con tanto desparpajo desconocen.
Es poco lo que le puede contestar a uno un muchachito que exhibe con orgullo los estragos que le produjo una bomba lacrimógena, como si se tratara de un trofeo de guerra, pero que ha permanecido absolutamente indiferente a la matanza de dirigentes campesinos venezolanos, o al genocidio en Irak o la hambruna africana. Pregúntele usted cuál fue el último libro que leyó y se asombrará del tormentoso silencio que vive en esas mentes, alienadas de discotecas y de tecnología. Sólo alcanzará a responderle que hay que liberar al país del "comunismo" que nos acecha y de ese zambo que nos gobierna y que amenaza con llenarle de negros sus espacios. Esa es la única y triste verdad.
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