Hoy finalizan tres semanas de un evento especial que puso a prueba la cuestionada eficiencia del venezolano y su inmensa capacidad de hacer las cosas bien cuando se lo propone y cuando está en juego el nombre de su país. Independientemente de los resultados de ayer, que no conocía al momento de escribir estas líneas, los veinticinco juegos efectuados, más la disputada final de hoy, arrojaron resultados que deben hacernos sentir más que orgullosos.
Nueve escenarios impecables batieron récords de asistencia, de goles y de emoción.
Algunos escépticos habían expresado que el promedio de concurrencia a estos eventos no superaba las cinco mil personas, con lo cual se cuestionaba que el país hubiese realizado una enorme inversión en los estadios construidos y los remozados. No hubo un solo juego que no exhibiera la casa llena, aun aquellos efectuados entre equipos que no cuentan con muchos seguidores aquí.
Todo un éxito de taquilla, a pesar de que la empresa contratada para la distribución de boletos resultara un fiasco. Las gradas se colmaron en unas instalaciones que merecieron los elogios de todos, incluidos los severos organismos internacionales del balompié. Veinte puntos a los organizadores en ese sentido.
A los espectadores también les sale su felicitación: se mostraron entusiastas, alegres, vibrantes, respetuosos. No hubo equipo que no contara con su hinchada y con sus cánticos.
Creo que todos se marcharon con el sabor de un país con sangre emotiva y muy solidaria. Las gradas se vistieron de lujo con una asistencia que no desmereció en ninguno de los partidos.
Mención especial nos merecen las transmisiones de televisión. La nueva televisora social hizo gala de profesionalismo en todos los aspectos: las tomas oportunas, desde múltiples ángulos; la narración inigualable de los hombres que saben de fútbol en Venezuela y una dirección digna de cualquier competencia mundial.
Otros veinte puntos a TVes y al equipo que hizo posible esas transmisiones.
La vinotinto nos mueve a consideración aparte. Pese a las críticas despiadadas luego del partido perdido en cuartos de final, precisamente frente a la poderosa escuadra charrúa, los nacionales lograron lo que nunca habían hecho: estar en una instancia como esa, ganar un partido e igualar dos. Poco a poco, la oncena venezolana ha ido ganando respeto. A pesar del frenesí de quienes creen que para llegar a un Mundial con un solo partido basta, los criollos han demostrado que la dedicación de Richard Páez ha dado sus frutos. La máxima calificación para ellos también.
Los únicos que no merecen sino el más unánime rechazo son los extremistas de la derecha, esos que apostaron al sabotaje, al fracaso, que pitaron a la vinotinto, que ofendieron a Lázaro Candal y su honor como bastión de la narración futbolística; que sostenían insólitos debates digitales sobre cuánta ira les provocaban los éxitos criollos; que intentaron convencer a los periodistas internacionales de que éste es un país que le pone bozal a la gente; que se remordían de rabia cada vez que veían un estadio lleno y la única explicación que encontraban era que el Gobierno había regalado las entradas. Ellos no merecen la pena. Están raspados.
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