De cipayos, mantuanos y burguesitos

Los miembros de la clase mantuana era gente sumamente presuntuosa. Presumían de su blancura, de su linaje, de su hidalguía, de su origen español, de sus títulos, de su dinero, de su vestidura, de sus haciendas, etc. Pero sobre todo, presumían de su condición de súbditos del rey español. Tal condición subalterna la lucían sin el menor rubor. Para ellos, ese lugar secundario ocupado, en el sistema colonial, por los miembros de su clase, era razón más que suficiente para sentirse orgullosos. Y en tal sentido, su mayor aspiración era hacerse, mediante compra en metálico, de un título nobiliario vendido por el monarca de turno. Con este pergamino en sus manos se sentían, sin serlo en verdad, primos carnales de los Grandes de España, esto es, la nobleza española, un pequeño número de magnates, aristócratas de la tierra, de donde salían los ministros de los distintos gobiernos peninsulares.

Por esa fidelidad con el sistema colonial, esos mantuanos eran los mejores guardianes de los intereses realistas en territorio venezolano. Vigilaban al resto de los integrantes de la sociedad para que cumplieran estrictamente la legislación emanada de las instituciones monárquicas, pero sobre todo vigilaban a los inconformes y a los remisos para que no tuvieran estos oportunidad de manifestar ni de generar crisis al sistema colonial. Con estas muestras de fidelidad vasallática se ganaban la confianza y el reconocimiento del monarca, lo que comportaba para ellos una especie de blasón concedido por su magnánimo rey.

Por todo esto, el comportamiento de los miembros de esta casta era el más ejemplar, el más armonioso con el conjunto, el más adecuado al orden establecido, el más de acuerdo con los usos y costumbres. De este buen comportamiento dieron numerosas muestras a lo largo del tiempo. Así lo hicieron en ocasión de la rebelión de Juan Francisco de León, en 1749, cuando, después de aupar al cosechero rebelde, le dieron la espalda e hicieron mutis total en ocasión de ser sentenciado León por el delito de rebelión; luego, en 1797, con motivo del movimiento conspirativo de Manuel Gual, José María España, Manuel Vicente Campomanes y Juan Bautista Picornell, volvieron a demostrar su fidelidad al monarca haciendo causa común con las autoridades realistas, delatando a los comprometidos y aportando recursos materiales con que combatir el movimiento; más tarde, en 1806, en vista de los dos intentos de Francisco de Miranda de desembarcar en las costas venezolanas e iniciar un movimiento insurreccional, se pusieron de nuevo del lado del gobierno realista, proporcionándole una gruesa suma de dinero para la compra de armas y uniformes para los batallones de milicianos organizados con el fin de defender el territorio de las incursiones mirandinas; también en 1810 mostraron su espíritu sumiso, cuando decidieron designar el gobierno criollo constituido el 19 de abril, con el nombre de Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII. Todavía para esta fecha, se postraban a los pies del monarca, aun cuando éste se encontraba preso en territorio francés. El espíritu colonial, madurado a lo largo de tres siglos, pesaba mucho en el comportamiento de esta gente. Fueron también los miembros de este grupo los que se llenaron de pánico mayúsculo cuando conocieron la noticia del regreso de Miranda a Caracas, y se espantaron más aún cuando el mismo Miranda fue designado para comandar las tropas de la naciente república. Fueron estos igualmente los que expulsaron en 1810 hacia Curazao al patriota y revolucionario José Félix Ribas, por intentar éste soliviantar a la gente de color y a los “blancos de orilla” y difundir en su seno ideas emancipatorias.

Durante la guerra de independencia, muchos de los miembros de este poderoso grupo mostraron un comportamiento veleidoso. Se acomodaron a las circunstancias y mantuvieron este vaivén de acuerdo con los triunfos obtenidos por cada uno de los ejércitos en contienda. Según la situación, hoy eran realistas, pero mañana eran patriotas. Así entonces, conspiraron contra Miranda, al mismo tiempo que hacían guiños a Monteverde en 1812, lisonjearon a Bolívar en 1813 declarándolo Libertador, pero en 1815 se congraciaron con Morillo; y no fueron pocos los que se sumaron a los ejércitos del Rey, temerosos de la Revolución Social agitada por esclavos, pardos e indios. Un buen ejemplo de comportamiento veleidoso fue el del Marqués del Toro, el más acaudalado de los mantuanos caraqueños. Fue esa la misma clase que, concluidas las guerras por la independencia, una vez obtenido el triunfo en Ayacucho, maniobró hasta ver deshecha la República de Colombia, misma clase que integró las huestes de la oligarquía latifundista y esclavista, dueña a partir de 1830 de los destinos de la República, en alianza con el caudillo José Antonio Páez.

En el nuevo contexto republicano, lo aristocracia gobernante, heredera del poder que le traspasaron los mantuanos coloniales, mostraron una conducta similar a la de estos en sus relaciones con los poderosos países colonialistas, por lo que su desempeño en tal sentido fue rastrero, cipayo, indigno. Por tal razón, ante algunas situaciones conflictivas ocurridas en Venezuela, en el transcurso del siglo XIX, respecto a las cuales sintieron peligrar el disfrute de sus privilegios, recurrirán sin rubor al auxilio de tropas extranjeras. Un escenario como este se presentó en ocasión de la Guerra Federal. En esta oportunidad varios miembros de la elite propietaria y gobernante, pidieron auxilios al gobierno norteamericano para que sus tropas vinieran a “pacificar” nuestro territorio. Incluso hubo gente que propuso a este mismo gobierno entregarle el territorio de Guayana a cambio de ayuda militar. Es lo mismo que hizo Juan Vicente Gómez y la naciente burguesía venezolana de comienzos del XX, cuando para dar el golpe de Estado al presidente Cipriano Castro y evitar el regreso del Hombre de la Levita Gris a Venezuela, solicitaron del gobierno imperialista norteamericano apoyo militar. Por supuesto que la respuesta yanqui fue inmediata; de seguidas colocaron en las costas de nuestro país varias embarcaciones de guerra, entregaron pertrechos militares al ejército venezolano y proporcionaron asesoría y entrenamiento, pero a cambio solicitaron, y le fue concedido, la explotación de las inmensas reservas petrolíferas del país, que a partir de entonces explotarán en condiciones monopólicas.

Como vemos, esa conducta cipaya de los oligarcas venezolanos es de larga data, tiene un origen estructural histórico, su cimiente fue la experiencia colonial. Y es por tal motivo que los miembros de este grupo, tanto antes como ahora, se muestran pusilánimes cuando tratan con reyes e imperios. De esto se dio perfecta cuenta el sabio Alejandro de Humboldt, después de visitar Venezuela a fines del XVIII, y conocer las costumbres de los empingorotados mantuanos. Se dio cuenta el visitante alemán que esta gente arrastraba consigo dos grandes vicios: el vicio del lacayismo y el vicio de la mezquindad. Por el primero, preferían ser víctima de “una dominación extranjera, a la autoridad ejercida por americanos de una casta inferior”; y, por el segundo, aborrecían “toda constitución política fundada sobre la igualdad de derechos, temiendo sobe todo la pérdida de esas condecoraciones y esos títulos que les ha costado tanta pena adquirir”.

No nos debe causar extrañeza entonces que ahora, en los tiempos que corren, tales vicios sean reproducidos por representantes destacados de la oligarquía venezolana. En este sentido se ha hecho reiterativo escucharlos pedir la intervención de fuerzas militares norteamericanas con el fin de derrocar al gobierno chavista inaugurado en 1999. Son los quinta columna de los poderes fácticos extranjeros asentados en los Estados Unidos y en Europa. Los vimos antes acometer su sucia labor ante Simón Bolívar, Francisco de Miranda, José Félix Ribas, Ezequiel Zamora, Cipriano Castro, Rómulo Gallegos, Hugo Chávez Frías, y ahora, ante Nicolás Maduro. Tales especímenes, según decía Humboldt, al mismo tiempo que odian a los sectores populares, aman a sus amos foráneos, prefieren la bota extranjera apretando su cuello, antes que a un hombre del pueblo en la silla de Miraflores. Es lo que vocean en sus declaraciones, personajes de mala calaña como Gloria Cuenca, Ángela Zago, Leopoldo López, Antonio Ledezma, Enrique Capriles Radonsky, María Corina Machado, cipayos de carne y hueso, que por ser tales juegan a favor del equipo yanqui. En verdad este es su rol histórico; su vocación es arrastrarse, ponerse en cuclillas cada vez que están ante un americano del norte; su vocación es hacer el trabajo sucio, servir de segundones, cuidar los intereses de sus amos foráneos, vender por cuatro monedas las riquezas de su patria, subastar el petróleo nacional a cambio de una visa norteamericana. De manera que, para desgracia nuestra, dormimos con el enemigo dentro.


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Sigfrido Lanz Delgado


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