“Hoy la
ficción ha pasado a ser subversiva, los terroristas del futuro podrían
ser los ficcionistas.”
Edgar Borges
Hace ya más
de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la
lucha revolucionaria; así, parafraseando el título de la novela del
ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué
hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más
connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110
años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer?
Es decir: qué
hacer para cambiar el actual estado de cosas. Si vemos el mundo desde
el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y una
cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos
desde el otro lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética.
Un mundo en el que se produce aproximadamente un 40% de comida más
de la necesaria para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al
hambre como principal causa de muerte; mundo en el que el negocio más
redituable es la fabricación y venta de armamentos y donde un perrito
hogareño de cualquier casa de ese 20% de la humanidad que arriba mencionábamos
come más carne roja al año que un habitante de los países del Sur.
Mundo en el que es más importante seguir acumulando dinero, aunque
el planeta se torne invivible por la contaminación ambiental que esa
misma acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar
a dudas debe ser cambiado, transformado, porque así, no va más.
Entonces, una
vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por
dónde comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados
del siglo XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron
como resultado ya en el siglo XX algunas interesantes experiencias socialistas.
Si las miramos históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros
pasos. No podemos decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más
que eso. Nadie dijo que la historia del socialismo quedó sepultada.
Quizá habría que considerarlas como la Liga Hanseática, allá por
los siglos XII y XIII en el norte de Europa, en relación al capitalismo:
primeras semillas que germinarían siglos después. Los procesos históricos
son insufriblemente lentos. Alguna vez, en plena revolución china,
se le preguntó al líder Lin Piao sobre el significado de la Revolución
Francesa, y el dirigente revolucionario contestó que… aún era muy
prematuro para opinar. Más allá de la posible humorada, hay ahí una
verdad: los procesos sociales van lento, exasperantemente lentos. De
la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del presente pasaron
varias centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede decir que
el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación de no
tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas.
Las primeras experiencias socialistas –la rusa, la china, la cubana–
son apenas pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un
siglo de la Revolución Bolchevique, pero la semilla plantada no ha
muerto. Y si hoy nos podemos seguir planteando ¿qué hacer? ante el
capitalismo, ello signfica que la historia continúa aún.
El mundo, como
decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que resulta
agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada experiencia,
demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La prueba
está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas: caída la
experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china
con su tránsito al capitalismo, los referentes para una transformación
de las sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos armados que levantaban
banderas de lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se
han amansado, y la participación en comicios “democráticos” pareciera
todo a cuanto se puede aspirar. Lo “políticamente correcto” vino
a invadir el espacio cultural y la idea de lucha de clases fue reemplazándose
por nuevos idearios “no violentos”. La idea de transformación radical,
de revolución político-social, no pareciera estar entre los conceptos
actuales. Pero las condiciones reales de vida no mejoran para las grandes
mayorías; aunque cada vez hay más ingenios tecnológicos pululando
por el mundo, las relaciones sociales se tornan más dificultosas, más
agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer cuando
terminó la Guerra Fría, siguen siendo el pan nuestro de cada día
desde la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria,
en vez de disminuir, crece.
Una vez más
entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza recibida
por el campo popular con la caída del muro de Berlín y el retroceso
sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas históricas,
desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa, condiciones
cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de cuentapropismo)
las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen anestesiadas. Una
vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy poderoso, dispone
de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se revierten
tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del
pensamiento labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento revolucionario,
hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son,
pero la ideología dominante así lo presenta.
Hoy es más
fácil movilizar a grandes masas por un telepredicador o por un partido
de fútbol que por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido!
Los mil y un elementos que el sistema tiene para mantener el statu
quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas,
movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea
conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad
y concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte certeramente
en el sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el capitalismo?
¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos colapsarlo?
Los caminos de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente
es un período de búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas.
Hoy por hoy, no se ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad
del sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta
está atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta
social. Lo que no se percibe es la posibilidad real de un colapso del
capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El
proletariado industrial urbano, que se creyó el germen transformador
por excelencia –de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica
de mediados del siglo XIX– hoy está en retirada. Los nuevos sujetos
contestatarios –movimientos sociales varios, campesinos, etnias, reivindicaciones
puntuales por aquí y por allá– no terminan de hacer mella en el
sistema. Y las guerrillas de corte socialista parecen hoy piezas de
museo. ¿Quién levantaría la lucha armada en la actualidad como vía
para el cambio social?
Pero en el
medio de esa nebulosa, siguen surgiendo protestas, voces críticas.
La historia no ha terminado, definitivamente. Si eso quiso anunciar
el grito victorioso apenas caído el muro de Berlín con aquellas famosas
frases pomposas de “fin de la historia” y “fin de las ideologías”,
el estado actual del mundo nos recuerda que no es así. Ahora bien:
¿qué hacer para que colapse este sistema y pueda surgir algo alternativo,
más justo, menos pernicioso?
La pregunta
de Lenin sigue siendo válida, y día a día millares de sujetos se
la plantean, le buscan respuestas, hacen cosas para encontrarle sentido.
En el medio de todas esas búsquedas aparece un fenómeno novedoso,
impensable décadas atrás: los hackers. No es la intención de este
pequeño escrito problematizar en términos técnicos lo que esto significa,
pero sí dejar indicado que ahí hay una potencialidad anti sistema
muy grande. Tanto, que el mismo sistema sabe del peligro latente.
El sistema
va encontrando los antídotos del caso para frenar todas sus posibles
contradicciones. Como decíamos, el mismo proletariado industrial, germen
mismo de la revolución socialista, fue reducido en su papel histórico,
y el sindicato rebajado a la categoría de institución burocrática
asimilada al sistema. Las guerrillas fueron derrotadas en lo militar,
o al menos se les achicó considerablemente el espacio político, convirtiéndolas
en agentes “terroristas”, bastante impresentables hoy día. Por
otro lado, los movimientos sociales de protesta (campesinos, desocupados,
mujeres, etc., etc.), divididos como están, no terminan de ser un instrumento
que colapse al sistema en su globalidad. ¿Qué hacer entonces?
En ese desconcierto
surge este engendro novedoso sobre lo que queremos llamar la atención:
los hackers. No estamos diciendo que ese es “el” camino, que ahí
está la respuesta a la pregunta que nos planteábamos. Simplemente
queremos indicar que ahí hay una nueva incomodidad para el sistema
global que no se sabe aún qué puede disparar.
Por lo pronto,
y como para contextualizar el asunto, será útil conocer el Manifiesto
hacker que circula en estos momentos en el espacio virtual:
El manifiesto
del hacker
Hoy han
cogido a otro, aparece en todos los periódicos. "Joven arrestado
por delito informático", "hacker arrestado por irrumpir en
un sistema bancario". "Malditos críos. Son todos iguales".
¿Pero pueden, con su psicología barata y su cerebro de los años cincuenta,
siquiera echar un vistazo a lo que hay detrás de los ojos de un hacker?
¿Se han parado alguna vez a pensar qué
es lo que les hace comportarse así, qué
les ha convertido en lo que son? Yo soy un hacker, entre en mi mundo.
Mi mundo comienza en el colegio. Soy más listo que el resto de mis
compañeros, lo que enseñan me parece muy aburrido. "Malditos
profesores. Son todos iguales". Puedo estar en el colegio o un
instituto. Les he oído explicar cientos de veces cómo se reducen las
fracciones. Todo eso ya lo entiendo. "No, Sr. Smith, no he escrito
mi trabajo. Lo tengo guardado en la cabeza". "Malditos críos.
Seguro que lo ha copiado. Son todos iguales". Hoy he descubierto
algo. Un ordenador. Un momento, esto mola. Hace lo que quiero que haga.
Si comete errores, es porque yo le he dicho que lo haga. No porque yo
no le guste, me tenga miedo, piense que soy un listillo o no le guste
ni enseñar ni estar aquí. Malditos críos. A todo lo que se dedican
es a jugar. Son todos iguales. Entonces ocurre algo... se abre una puerta
a un nuevo mundo... todo a través de la línea telefónica, como la
heroína a través de las venas, se emana un pulso electrónico, buscaba
un refugio ante las incompetencias de todos los días... y me encuentro
con un teclado. "Es esto... aquí
pertenezco... ". Conozco a todo mundo... aunque nunca me haya cruzado
con ellos, les dirigiese la palabra o escuchase su voz... los conozco
a todos... malditos críos. Ya está
enganchado otra vez al teléfono. Son todos iguales... puedes apostar
lo quieras a que son todos iguales... les das la mano y se toman el
brazo... y se quejan de que se lo damos todo tan masticado que cuando
lo reciben ya ni siquiera tiene sabor. O nos gobiernan los sádicos
o nos ignoran los apáticos. Aquellos que tienen algo que enseñar buscan
desesperadamente alumnos que quieran aprender, pero es como encontrar
una aguja en un pajar. Este mundo es nuestro... el mundo de los electrones
y los interruptores, la belleza del baudio. Utilizamos un servicio ya
existente, sin pagar por eso que podrían haber sido más barato si
no fuese por esos especuladores. Y nos llamáis delincuentes. Exploramos...
y nos llamáis delincuentes. Buscamos ampliar nuestros conocimientos...
y nos llamáis delincuentes. No diferenciamos el color de la piel, ni
la nacionalidad, ni la religión... y vosotros nos llamáis delincuentes.
Construís bombas atómicas, hacéis la guerra, asesináis, estafáis
al país y nos mentís tratando de hacernos creer que sois buenos, y
aún nos tratáis de delincuentes. Sí, soy un delincuente. Mi delito
es la curiosidad. Mi delito es juzgar a la gente por lo que dice y por
lo que piensa, no por lo que parece. Mi delito es ser más inteligente
que vosotros, algo que nunca me perdonaréis. Soy un hacker, y
éste es mi manifiesto. Podéis eliminar a algunos de nosotros, pero
no a todos... después de todo, somos todos iguales.
¿Qué significa
esto? Insistimos: no estamos proponiendo que la vía revolucionaria
hoy día haya pasado a ser el internet y los hackers. Contextualicemos
bien la cuestión: por lo pronto sólo un 10% de la humanidad usa y
aprovecha en alguna medida la red de redes. Para muchísima población
mundial el hambre, la seguridad diaria, no saber si mañana amanecerá
vivo, eso sigue constituyendo su principal problema; en esa dimensión
el internet le es algo absolutamente esotérico, lejano.
Quizá
los ataques informáticos al corazón del sistema capitalista constituyan
una afrenta importante, tanto que logren abrir brechas. No lo estamos
afirmando. Es más: no lo sabemos ni hay razonablemente modo de saberlo.
¿Cómo podría colapsar al sistema global hiper poderoso el hecho que
a una de sus grandes corporaciones multinacionales se le paralicen los
sistemas informáticos por unos días? ¿Sirve realmente como una propuesta
de transformación social que, por ejemplo, se conozcan secretos del
Pentágono? En todo caso podemos decir que algunos hackers, o algunos
movimientos de hackers, promueven una justicia social y un acceso libre
al conocimiento universal que, así considerado, conlleva un enorme
potencial transformador. Hoy día el sistema global se centra cada vez
más en las tecnologías digitales, en la inteligencia artificial. Golpear
allí puede llegar a ser de importancia capital.
Sin levantar
en sentido estricto el movimiento hacker como la nueva forma de lucha,
es necesario saber, al menos, que es “una” forma de lucha más,
junto a otras, que años atrás no existía, pero que por sus características
intrínsecas puede ser más dañina para el sistema que un grupo insurgente
que, armas en mano, se va a la montaña.
En realidad
este breve texto no pretende ser una respuesta a la pregunta básica,
la misma que se formulara Lenin hace un siglo y que en este momento
se sigue formulando una enorme cantidad de convencidos en un proceso
de cambio real. Es sólo un recordatorio, una referencia hacia la necesidad
de seguir repensando críticamente qué hacer desde el campo de la izquierda,
desde el campo popular, desde el campo de los que seguimos creyendo
que la vida humana precisa enormes cambios.
Los hackers, quizá, no son sino una expresión del desconcierto en que vivimos, de la cerrazón de caminos para plantear transformaciones, de la angustia de enormes cantidades de jóvenes que no hallan salida ni ven claridad en su futuro. No lo sabemos. Son, tal vez, un fermento más de cambio. Pero si así fuera, junto a todos los otros fermentos que pueda haber por allí, bienvenidos a la lucha por un mundo mejor.