Sentido común versus buen sentido

“Pienso, luego existo” (cogito ergo sum) es una máxima del filósofo, matemático y físico francés René Descartes, intentando, mediante ésta, convencernos de la relación intrínseca de la vida con el pensamiento. Tal sentencia se convirtió el elemento fundamental del racionalismo occidental y como corolario: quien no piensa no vive. Un escribidor tercermundista no pretende contradecir al erudito pensador galo, pero debo aclarar que el pensamiento, tal como se concibe hoy en día, es producto de la palabra y esta surgió miles y miles de años después de la aparición del primer hombre. Es decir, el pensamiento es secuela de la palabra, por lo tanto, a pesar de la inexistencia del pensamiento, tal como lo imagina el mundo occidental, el hombre neandertal quien convivió con el homo sapiens (230 mil a 29 mil a.C), también existió.

Afirman los antropólogos, o quien sabe más que yo de estas cosas tan complicadas, que de la palabra surge el pensamiento (pensamos en palabras), del pensamiento brotan las ideas y de estas la razón. Esta última es obra de la raza humana en evolución tal como la concebimos en la actualidad y no de la creación divina. Lamentablemente, no toda razón o razones son buenas. En un principio el hombre primitivo la utilizó para su subsistencia, es decir ideó métodos para cazar y posteriormente para cultivar. Subsiguientemente se amparó en la razón y utilizó la fuerza, junto con otros como él, para avasallar a sus congéneres.

Ciertamente, no existe una sola razón, existen muchas, tantas como habitantes en el planeta. Tristemente las sociedades se cimentaron de tal manera que grandes grupos humanos se asociaron para imponer una unívoca razón para dominar al prójimo. A través de la colonización la razón que imperó en América durante muchos años fue la del modelo ibero-italiano, muy ligada a la hipócrita religiosidad europea. A través de esta se impuso un modo de vida ligado a la moral, ética y estética reinante en el viejo mundo, avasallando y enterrando los valores culturales de los pueblos originarios. No cabe duda, trasladaron de aquellas naciones una falsa moral cristiana, una estética racista basada en la belleza del color de la piel y un ética discriminatoria, cimentada en la preponderancia de una clase social, la de la aristocracia peninsular. Fundamentada en esta razón, importada desde el otro lado del charco, en América se produjeron transformaciones sociales, políticas, religiosas, técnicas, filosóficas, comerciales, financieras, militares, teológicas, sanitarias, demográficas, entre tantas.

Con tales cambios los habitantes del Nuevo Mundo se vieron obligados a modificar su manera de pensar, debía estar acorde con la condición impuesta por el conquistador y el colonizador europeo. Era imperioso acatar la existencia de una sociedad de castas; era normal la presencia de esclavos; el catolicismo se tomó como la religión única; la hegemonía de una clase social sobre otra pasó a ser parte cotidiana de la época colonial; ingerir productos provenientes de Europa era casi obligatorio; vestirnos a la usanza europea fue casi una tradición, es decir, comenzamos a desarrollar “nuestro sentido común”. Es decir, ante cualquier problema apelábamos al “sentido común”, que no era tan común en otros tiempos.

El auge de la Revolución Industrial llegó hasta nuestra Patria Grande y más que todo en Venezuela, cuando dejamos de ser un país rural. Se produce la gran inmigración de campesinos y artesanos hacia las grandes ciudades, naciendo las industrias, en nuestro caso la petrolera y con esto, el surgimiento de una nueva clase social desconocida hasta entonces: la clase obrera. Como secuela de lo anterior aflora el enfrentamiento de esta última con la clase dominante, es decir con la clase oligárquica. Una vez finalizada la esclavitud, los dueños de las industrias mantuvieron con salarios de hambre a miles y miles de hombres y mujeres, quienes lo único que tenían que vender era su mano de obra. Florecen de esta manera la lucha de clase, las de los proletarios reclamando salarios dignos, salud, vivienda, educación, entre tantas reivindicaciones, contra el empresario déspota. Ya se vislumbraba el naciente del capitalismo industrial, una nueva forma de explotación del hombre rico al hombre pobre.

Ciertamente, con el tiempo en Venezuela se produjeron grandes cambios, el sentido común impuesto por los europeos fue transformándose en un nuevo prototipo, el traído por las compañías petroleras. Paralelamente, los especialistas en el comportamiento humano propiciaban la transformación de la conducta de la sociedad en concordancia con los intereses de las poderosas corporaciones económicas. Para el logro de tal objetivo necesitaban algunas organizaciones políticas, religiosas, militares y medios de comunicación complacientes. Eran los instrumentos precisos para imponer una nueva manera de pensar. A las sociedades del sur y centro América se le debía imponer el nuevo ideal, es decir, el “buen vivir” de la sociedad norteamericana.

De nuevo estamos en presencia de los que se puede entender como la manipulación colectiva, haciendo ver que la competencia (envidia) contribuye al desarrollo de los hombres y mujeres; que la acumulación de capital (avaricia) es el norte de todo individuo; que la adquisición de cosas (ostentación) es la manera más adecuada para mostrarles a sus semejantes sus triunfos; la afiliación a un modelo de comportamiento acorde con la moda de la época (pérdida de la personalidad) es lo más acorde en la juventud; es importante comportarse como lo hace un colectivo (estupidez) para no verse relegado de la sociedad; se debía obrar para su propio interés (egoísmo) entre otras conductas. Es decir, se comenzó a desarrollar el “sentido común” impuesto por las grandes corporaciones económicas. La estupidez, la incapacidad… se convirtieron, por arte de los partidos políticos tradicionales (AD, Copey, PJ…), los medios de comunicación y la religión, en una virtud y los méritos, la moral, la integridad… en defectos.

Da la impresión que los seguidores de la oposición venezolana están utilizando el “sentido común” para analizar la situación política del país. Juzgo que, por sus comportamientos imitativos que están actuando como miembros de un rebaño; se sienten bien con la rutina y piensan que lo que acaeció durante la cuarta república era lo más conveniente para el país; están cargados de innumerables perjuicios; piensan como los demás y no son capaces de desarrollar un pensamiento individual; no renuncia al vicio prefiriendo encubrirlos o disfrazarlos; se forman una moral para si y otra para los demás, es decir, están arraigados a lo que podía llamarse a una personalidad social. Es imprescindible que los militantes de la oposición adviertan que los cerebros que no son cultivados, tal como las tierras fértiles, se enmalecen, que su mente se llenará de prejuicios rutinarios que lo esclavizan. Lamentablemente, entre las personas que utilizan el sentido común para resolver cierta situaciones están los traidores, estafadores, mentirosos, ingratos, políticos tunantes, alcahuetes, felones, serviles y tantos bichos que en algún momento, por esos traspiés de la vida, pueden llegar a posiciones de liderazgos.
Contrariamente al sentido común está el “buen sentido”, aquel que se aplica con sensatez para analizar situaciones de diversas índoles. El buen sentido es individual, es producto de reflexiones, no nos deja arrastrar por los errores de un colectivo, se soporta sobre un análisis lógico o académico, nos incita a reconocer el dinamismo sociedades y nos induce a rechazar dogmatismos.

El sentido común llevó a un grupo de electores a elegir dos veces a Carlos Andrés Pérez y a Rafael Caldera, a pesar de de sus nefastos gobiernos; condujo a aceptar que la corrupción era una manera de vivir; a respaldar a líderes provenientes de un trabajo comunicacional y no de una labor social; convertirnos en seres sumisos ante la imposición de culturas foráneas; convencer a millones de personas que lo importante era tener y por encima de ser; persuadió a los miembros de la sociedad, a las diferentes etnias, a los miembros de los partidos políticos y a los habitantes de una nación que son las necesidades materiales la que engendran la realidad.

Nos inocularon el sentido común de los europeos y el de los norteamericanos, el primero por la fuerza y el segundo mediante la persuasión. Debemos abandonar este sentido común y adoptar el buen sentido de los líderes suramericanos que están resurgiendo, entre ellos Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa, los Kirchner, Lula y recientemente, el presidente Maduro Moros. Imposible negar el aporte de pensadores europeos como Marx, Engels, Comte, Tocqueville, Weber, Rousseau, Kant, entre tantos prohombres, pero de seguro, que los pensamientos de estos conspicuos doctos tuvieron vigencia para una época y para una sociedad que no tenían nada que ver con la situación latinoamericana. No busquemos la solución de nuestros problemas más allá de nuestra patria grande y entendamos que América ha parido hombres que condujeron al forjamiento de naciones libres del yugo imperial. Al igual que antes, en esta época podemos conseguir nuestra ansiada independencia económica, para eso bastaría escuchar las voces y seguir los mandatos de los nuevos líderes suramericanos. Aprovechemos el buen sentido y abandonemos el sentido común. En vez de aspirar la aristocracia social, intentemos alcanzar la aristocracia moral. Honor, gloria y eternidad a mi comandante Chávez.


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Enoc Sánchez López


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