La marca de una obcecación

Entre la conspiración y el fracaso

Los planes de los apátridas digitados desde Washington, tantas veces previstos y denunciados, van adquiriendo intensidad. Se disponen a jugar todas sus cartas para derrocar al gobierno antes de que llegue diciembre y despliegan in crescendo su arsenal de mentira, violencia y terror. Su complejo mediático, tanto el aquí instalado cuanto el que desde el exterior le sirve de altavoz y modelo, es el encargado de prender y avivar los fuegos y manejar a los políticos que han vendido el alma y por ello quedado sin pueblo.

Son planes, desde luego, destinados al fracaso, pues se afincan en la más deleznable de las bases: el autoengaño o desconocimiento voluntario de la realidad. Si Chávez es un tirano, si las misiones son una bagatela, si las obras de infraestructura son una nonada, si los desarrollos socioeconómicos expresados en índices contundentes no existen; si la Constitución aprobada en votación popular y estimada como una de las más avanzadas del mundo es poco menos que paja, y los derechos soberanos que consagra, junto a los señalamientos de unidad, organización y conciencia para hacerlos realidad, son pamplinas; si las masas antes excluidas y ahora orgullosas de su dignidad descubierta son chusma, desdentados, monos, etc., y además, hoy por hoy y para rabia insoportable, inmunes a las campañas alienantes con que solían manipularlas; si se sigue flotando en privilegios de clase sin advertir su progresiva caducidad; si tras cada derrota electoral, una a una y van nueve, se sale gritando fraude; si sobre tales supuestos se traza la estrategia, ¿quién con un gramo de sindéresis puede extrañarse de que en todos los combates tales desquiciados hayan sido vencidos por el presidente y su pueblo, y de que todo lo que emprendan sobre semejantes bases continuará marcado por el signo de la frustración?

Ciertamente, tienen tela donde cortar, pues el proceso revolucionario heredó, junto con un Estado inficionado de clasismo, burocracia y ausencia de espíritu de servicio, toda una cultura, forjada a lo largo de décadas, de individualismo, “viveza” y corrupción. Los portadores de tales vicios enquistados son cómplices o agentes conscientes o inconscientes de la contrarrevolución y en la práctica enemigos interiores de la más alta peligrosidad. Sobre ese flanco débil, corrupción y burocracia, parece que debieran los contras centrar sus ataques. Lo hacen, pero las contradicciones de su propia historia y la fuerza formidable de la revolución les amellan los filos. Su propia historia chapotea en esos vicios como en una charca y por tanto carecen de credibilidad; la fuerza de la revolución le permite enfrentar éstos con cada vez mayor determinación y claridad, y en la medida en que el pueblo incremente su conciencia y el control social, los irá reduciendo. Una lucha que tiene que ser incesante, profunda e implacable.

El otro flanco débil es el de la violencia y la inseguridad. Lacras también heredadas, sobre ellas trabaja el enemigo y fía sus mayores expectativas. Violencia traducida en mentira, calumnia, crimen, sabotaje y terror que los venezolanos ya conocemos en toda su perversidad, y que incrementa la inseguridad hasta límites insoportables para un gobierno que no sea del pueblo. Cuando han necesitado muertos, los han “puesto”. Cuando ocurren tragedias o crímenes abominables como los que en este abril de 2004 condenamos y lloramos, los aprovechan impúdica y cruelmente para sus propósitos aviesos. Por lo cual muchos recuerdan hoy --y no es fácil negarles el derecho-- la siniestra frase de aquel otro abril: “nosotros ponemos los muertos”.
Pero una vez más sus contradicciones y el pueblo se les atraviesan. Sus contradicciones, porque no todos entre ellos están dispuestos a seguir acompañando la violencia. El pueblo, porque ha determinado ser libre, y bajo las banderas de Bolívar no habrá poder sobre la tierra capaz de torcer su voluntad de construir una sociedad en paz, fraternidad y justicia.


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Freddy J. Melo


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