La legalidad también sirve para socavar la democracia.

La legalidad también sirve de instrumento para socavar y destruir los derechos democráticos de cualquier sociedad. Como sucediera a comienzos del siglo pasado en Italia y en Alemania bajo el nazi-fascismo, los ejemplos más emblemáticos de lo que puede hacer una élite usufructuaria del poder del Estado, al igual que en Sudáfrica, con su sistema de apartheid, e Israel con sus leyes arbitrarias en contra de los derechos y la existencia del pueblo ancestral de Palestina, el orden establecido se arropa de legalidad, aún cuando se haga evidente que vulnera e ignora los más elementales derechos ciudadanos, estén o no reflejados en las distintas leyes imperantes.

Algo semejante se presenta en diversas naciones del mundo, invocándose generalmente razones de seguridad del Estado, las cuales -tarde o temprano- le impondrán a los ciudadanos el sometimiento a un régimen policíaco-militar omnímodo y omnipresente que vigilará, de ser posible, hasta el más insignificante detalle de sus vidas; lo que pudiera percibirse sobre todo en Estados Unidos (recordemos la Ley Patriota) y Europa occidental, donde el terrorismo internacional es el leitmotiv que justifica las acciones emprendidas en este sentido por sus respectivos gobiernos.

Un primer paso en esta dirección es la instauración de medidas económicas que, supuestamente, tienen por objetivo recuperar la estabilidad del régimen económico y brindarle a toda la población mejoras en sus condiciones materiales de vida, por lo que ésta debiera resignarse a perder gran parte de sus derechos y beneficios disfrutados en función de los grandes intereses del sector financiero-empresarial, causante (¡vaya ironía!) de las crisis que mitigarían tales medidas.

De este modo, se induce a las personas (agobiadas por una cotidianidad sumamente difícil) a aceptar el manejo del poder por parte de las élites, inoculándoles la idea respecto a que los sectores populares son totalmente incapaces de ejercer exitosamente funciones de gobierno, por lo que sería recomendable dejar tan importante tarea en manos de quienes sí pueden lograrlo, a semejanza de Donald Trump y otros empresarios elegidos presidentes.

Cuando esto resulta infructuoso, entonces se recurre al bombardeo de falsas noticias que distorsionen la realidad de la nación, cuyo gobierno se trata de subordinar y derrocar; algo que ya probó su efectividad en naciones de Oriente Medio y que, pese a su intensidad creciente, no ha surtido los mismos efectos en nuestra Abya Yala, en los casos concretos de Bolivia, Ecuador y Venezuela, frenándose los propósitos desestabilizadores de los grupos oligárquicos que aspiran recuperar el control del poder constituido.

Sin embargo, en Paraguay, Honduras y Brasil los resultados fueron otros, utilizando recursos legales para destituir a sus presidentes, a pesar de las masivas manifestaciones en contra de lo que se ha denunciado, con mucha razón, como golpes parlamentarios; cuestión que se quiso repetir vanamente también en Venezuela. En todas estas circunstancias, con sus lógicas excepciones, los sectores populares conforman, básicamente, una masa pasiva y expectante, muchas veces objeto de manipulación, lo cual le permite a las clases dominantes alcanzar sus metas, alejándolas de cualquier posibilidad real de emprender y protagonizar una revolución de corte socialista o, por lo menos, de ampliar sus derechos democráticos.

No obstante, este panorama pudieran modificarlo sustancialmente los movimientos populares revolucionarios mediante una contraofensiva mediática que evite la propaganda y sirva para ilustrar al pueblo respecto a las intenciones ocultas de sus enemigos de clase, incluyendo a aquellos que, validos de una simbología y un discurso revolucionarios, terminan por ser más de lo mismo, convertidos -por obra y gracia del poder delegado por dicho pueblo- en unos nuevos burgueses, sólo interesados en preservar los privilegios obtenidos, nunca en hacer una verdadera revolución socialista, ssobre todo, si ésta supone invertir las relaciones de dominación habituales.-



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Homar Garcés


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