En la sociedad capitalista -además de caracterizarse por garantizar la propiedad privada de los medios de producción- la distribución y el intercambio se disciplinan mediante mercados competitivos y un sistema regulador aceptado por todo, correspondiéndole al Estado “la noble y oportuna tarea de contribuir a superar el comportamiento irregular y las crisis recurrentes del capitalismo. Todo en función de la preservación de los intereses de una minoría y en desmedro de una amplia mayoría. Cuestión que se acentuó aún más en las últimas décadas, siendo un hecho común que los gobernantes son, al mismo tiempo, socios o representantes de grandes corporaciones nacionales y trasnacionales, por lo que se vieron obligados a tratar de conservar, a toda costa, el control del poder constituido, creando ilusiones de prosperidad compartida entre sus gobernados que -al cabo- resultaron un fiasco. Ello, no obstante, logró que las amplias mayorías populares expresasen su descontento, su apatía y, en algunos casos, su voluntad de cambiar; oscilando entre la revolución violenta y la revolución pacífica, ésta última a través del voto. Éste es el signo común que se manifiesta en los pueblos de nuestra América, acontecimiento que no es simple casualidad, sino que es prueba irrefutable de que el capitalismo (aún con su portentoso despliegue bélico en muchas partes del mundo) comienza a ser visto como un elemento extraño en nuestras latitudes que ya precisa ser superado y eliminado.
Sin embargo, el proceso no resulta fácil. El principal mentor del capitalismo en nuestra América, el gobierno de Estados Unidos, se mantiene prevenido frente a la ola de deslegitimación que éste sufre, sobre todo, al iniciarse el siglo XXI con la elección de Presidentes de orientación progresista e izquierdista. Y más aún cuando, desde Venezuela, de la mano del Presidente Hugo Chávez, se apunta de modo decidido a la construcción de una sociedad socialista totalmente diferente e inédita. Esto nos obliga a ver en las convulsiones generalizadas en nuestro Continente, una reacción en cadena anticapitalista y en contra de las medidas extremas recomendadas del Fondo Monetario Internacional y adoptadas sumisamente por los gobiernos nacionales para paliar la agobiante carga de la deuda externa. Si a ello le agregamos el alto grado de exclusión social generado y el envilecimiento de la democracia representativa, se podrá concluir en que todo lo que ocurre en la actualidad es el desplome de un modelo económico, social y político que, difícilmente, podrá revertirse. Al menos, por las buenas.
Semejante situación tiene contra las cuerdas a los sectores y grupos dominantes conservadores. Como se palpa en Venezuela. Su única esperanza la depositan en la desestabilización interna, el intervencionismo del imperialismo yanqui y la manipulación mediática de las masas populares, cuyos votos y movilizaciones son determinantes a la hora de inclinar la balanza a uno u otro lado. Aparte de ello, la cultura arraigada del reformismo representa un aliado importante de las oligarquías desplazadas al no propiciar el cambio estructural y no afectar, radicalmente, la manera tradicional de ejercer el poder. Cuestión que pudiera inducir a las masas a creer que todo pasado fue mejor y a no arriesgarse a confiar en cambios que sólo generen incertidumbre. La reacción se aprovechará de ello para jugar al desgaste, logrando que las fuerzas revolucionarias se distraigan de su objetivo fundamental y pierdan terreno al pactar con ella. Lo ideal es que las fuerzas revolucionarias no frenen su primer impulso, pero ello requiere de mucha audacia, de mucha voluntad política para desmantelar el viejo Estado y de mucha confianza en la capacidad creadora del pueblo para establecer nuevas relaciones de poder.
Aún así, hay una cosa innegable: el capitalismo no ha muerto, lo mismo que el socialismo, a pesar de las enormes contradicciones en su seno, contradicciones de las cuales se han percatado bien las masas populares. Sin embargo, su resistencia agónica se afinca en el hecho cierto de no haber -todavía, con pie firme- una alternativa que lo trascienda de modo definitivo, como se plantea con el nuevo socialismo en construcción en Venezuela. En algunos casos, resurgirá, como en el pasado, tras una de sus crisis cíclicas. Pero, en otros, su condena histórica y desaparición será absoluta.-
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