Por falta de espacio, en el artículo Después de Carabobo II, al hablar del dominio imperial de Estados Unidos sobre Nuestra América en el siglo XX, me limité, en el caso de Venezuela, tema exclusivo del artículo, solo a decir que el Estado venezolano lo ha enfrentado a lo largo de estas dos últimas décadas, aun si el país sigue acosado por sus ataques, sanciones y su criminal bloqueo. Para más claridad debí haber revisado antes las relaciones de nuestros gobiernos del siglo XX con Estados Unidos, algo que ya no tenía cabida pues bordeaba el límite pautado del artículo. Lo hago en el que entrego ahora.
La relación del Estado venezolano con los gobiernos sucesivos de Estados Unidos en el siglo XX es más simple de lo que parece, pues con la sola excepción del de Cipriano Castro al inicio del siglo, todos los otros gobiernos que se suceden a lo largo del mismo son dóciles, serviles o abiertos cómplices del dominio neocolonial que ejerce Estados Unidos sobre nuestro país, se sujetan a su hegemonía, la aceptan y ninguno osa asumir el riesgo de chocar con el Imperio en defensa de los intereses del país.
Echar antes una mirada a nuestra historia republicana del siglo XIX desde esa misma óptica, aclara más las cosas. Venezuela es república desde 1830. El primer encargado de negocios de Estados Unidos, John Williamson, llega en 1835. Es una nulidad. La escena la colma el diplomático británico Robert Ker Porter, amigo de Páez y autor del primer escudo de Venezuela. Williamson llama tan poco la atención que pronto se dedica a recopilar chismes de las damas de la clase dominante caraqueña. Los encargados que siguen son peores: seres mezquinos que apoyan por dinero a todo gringo metido en problemas que reclame indemnizaciones y exija que Estados Unidos invada y bombardee a Venezuela. Por suerte, el Departamento de Estado no les hace caso. La razón: a Estados Unidos no le interesa entonces Venezuela. Su marco de ambiciones es Centroamérica y el Caribe. Y, de hecho, Venezuela tampoco tiene interés en Estados Unidos.
En 1855 se produce un incidente. Unos gringos intentan robarnos las islas de Aves, pero con mucha calma, Venezuela logra conservarlas. Después de su Guerra de Secesión, Estados Unidos ofrece ex esclavos negros como colonos a países centroamericanos e incluye a Venezuela. Pero esta responde que sólo está interesada en emigración blanca europea.
El panorama con Estados Unidos cambia desde 1875. La causa es la brutal agresión imperialista de Gran Bretaña contra nuestro país, al que ha despojado del territorio esequibo y quiere además despojarlo de las minas de oro de El Callao y las bocas del Orinoco. En nombre de la doctrina Monroe, la débil Venezuela pide a Estados Unidos forzar a Inglaterra a aceptar un laudo y servirnos en él de árbitro. Estados Unidos tarda 10 años en responder, porque todo su esfuerzo está dedicado a culminar el enorme desarrollo industrial que le permitirá pronto enfrentar a Europa y reducir las ambiciones coloniales de esta sobre América. Es en 1895 que el presidente Cleveland y su Secretario de Estado Richard Olney resucitan la Doctrina Monroe y Estados Unidos obliga a Inglaterra a aceptar la realización del laudo. Este tiene lugar en 1899 en París y es una farsa cínica. Inglaterra lo quiere todo. El resultado es que Venezuela pierde el territorio esequibo, pero gracias a Estados Unidos, salva las minas de El Callao y las bocas del Orinoco. La relación amistosa entre Venezuela y Estados Unidos, que aún no nos muestra su cara imperial, florece; y en Caracas el embajador yankee se convierte en personaje aclamado y aplaudido.
El siglo XX empieza con Castro que, ante las agresiones europeas y estadounidenses contra el país y su soberanía, rompe relaciones con todos. Su dictadura es corrupta, pero en esto es ejemplo de patriotismo y dignidad. Estados Unidos espera, se gana al vicepresidente Gómez, y en 1908 apoya el golpe incruento de este, que lo lleva al poder.
La dictadura de Gómez es ideal para los Estados Unidos. Se halla petróleo en Venezuela y Gómez los ayuda a alcanzar a Inglaterra, que partió primero. En dos décadas, los yankees dominan la producción petrolera y crece su poder sobre el país, que se llena de campos petroleros en los que los obreros criollos son explotados como esclavos.
López Contreras, también servil a Estados Unidos, reprime la huelga petrolera de 1936 y firma con ellos un vergonzoso Tratado de reciprocidad comercial que los favorece a expensas de sacrificar todo posible desarrollo industrial de Venezuela.
Medina, que hace poco, tendría al menos el pretexto de gobernar durante la Segunda guerra mundial en la que Estados Unidos se nos impone como indiscutido líder americano de la democracia y la libertad contra el nazismo. En todo caso, da nuevas concesiones petroleras.
Con el trienio adeco que le sigue, el entreguismo ante Estados Unidos es total. Betancourt invita a Rockefeller a impulsar en beneficio yankee el desarrollo modernizador de la agricultura, la ganadería y el comercio. Gallegos es derrocado en 1948 solo porque con la Guerra fría, Estados Unidos necesita una dictadura militar dura y anticomunista.
Pérez Jiménez, al que los Estados Unidos colman de elogios y medallas, es el gobierno esperado por ellos: dictador anticomunista, súbdito petrolero, servidor absoluto de la política imperial norteña, totalmente sometido a ella. Su dictadura es derrocada en 1958.
En el gobierno provisorio de ese año hay un momento de dignidad antiimperialista. Larrazábal deja el gobierno para enfrentar con su candidatura la de Betancourt y la presidencia provisional pasa al abogado Edgard Sanabria, que toma una clara decisión antiimperialista: convierte en 60/40 el viejo acuerdo 50/50 firmado por Betancourt años antes con la Creole. Indignado, el presidente de esta, protesta ante Sanabria, pero de nada le sirve.
Arranca luego la llamada Cuarta República, dominada por adecos y copeyanos y por su entreguismo al Imperio. Gana y gobierna Betancourt, decidido esta vez a servir mejor a Estados Unidos, para evitar ser derrocado. Sigue Leoni, cuyo gobierno igual de servil al Imperio desaparece y masacra revolucionarios. Luego Caldera, que baja el tono, pero que con el Imperio es igual. Sigue el primer gobierno de Pérez, con su Gran Venezuela, una gran estafa mediante la cual se disfraza de nacionalización del petróleo y el hierro lo que es un arreglo beneficioso para las empresas gringas, que felicitan al gobierno venezolano “por su madurez”. Sigue Luis Herrera, que enfría la economía aplicando el neoliberalismo que conviene al Imperio.
Luego llega Lusinchi, que le dice al periodista Luis Guillermo García: -¡A mí no me vas tú a joder, pero a Estados Unidos no le dice nada. Regresa Pérez y estalla el desastre: el caracazo, la brutal represión, la rebelión chavista, todo seguido por el juicio y destitución del propio Pérez. Luego siguen el breve e inocuo gobierno de Velázquez y el segundo gobierno de Caldera.
En esa Venezuela el embajador de Estados Unidos asistía a las reuniones de gobernadores y sugería pautas de acción política. Y para estar más seguros de que se cumplían, la Misión Militar estadounidense tenía su sede en Fuerte Tiuna, al lado del alto mando militar venezolano.
La crisis del país es total y pese a que la derecha intenta un golpe para impedir el triunfo de Chávez, éste, con gran apoyo popular gana con claridad la elección y accede al poder en febrero de 1999. Comienzan así las dos décadas de gobierno de que hablaba antes, gobiernos que, a alto costo, quiebran ese pasado servil de colaboracionismo estatal ante Estados Unidos, se enfrentan a su poder imperial y mantienen una política que además de servir al pueblo intenta por sobre todo ser libre y soberana.
Tomado del diario Últimas Noticias.