Quienes se situan en la cúspide del poder aspiran que la conducta de las amplias mayorías no se manifieste de una manera independiente y autónoma, sino todo lo contrario, sometida y subordinada; manteniendo un clima ficticio de normalidad donde aquellos que disientan de ellos son estigmatizados como bandoleros, terroristas u opositores, del mismo modo que antes merecieron ser llamados herejes, masones o comunistas, invocándose generalmente la preservación del orden vigente, la religión «cristiana», la democracia y la libertad. En ello no se establecen muchas diferencias entre las invocaciones hechas por un régimen a nivel interno o lo que hace, por ejemplo, el régimen plutocrático de Estados Unidos respecto al conjunto de gobiernos que no acatan sus disposiciones imperiales. Cuando esto sucede, se pueden desatar pasiones bestiales y elementales que hagan de la democracia una entelequia que, según el parecer de algunos, sería preciso sustituir por un régimen autoritario que consiga imponer el orden, aún cuando se violen sistemáticamente todos los derechos garantizados. O, en el otro extremo, por una revolución que garantice a todos la amplitud y respeto de tales derechos.
Al haber una realidad como esta, en muchos sentidos, comienza a cocerse una guerra que se manifiesta primeramente en el campo de la ética, luego en el campo de la política; ésto, a la luz (o la sombra) del comportamiento prepotente, corrupto y/o negligente observado entre quienes tienen la responsabilidad de dirigir el Estado (en todas sus instancias y grados), los cuales son cuestionados por las amplias mayorías al sufrir, de forma prolongada y profunda, los efectos negativos de su gestión. La adhesión, la fidelidad, la lealtad y la confianza en los representantes de los diferentes estamentos gubernamentales (lo que incluye a la burocracia y a los diferentes factores que les acompañan) se resquebrajan y abren paso a una deserción moral que puede desembocar en un estado de pasividad general (en casos extremos, en una insurrección, sea ésta planificada o espontánea) y, en consecuencia, en la pérdida del poder detentado. Esto marca el fin del activismo mecanicista y puramente exterior/electoralista que suele caracterizar la funcionalidad de los partidos políticos que controlan el Estado, convertidos en gobierno.
Todo lo anterior es parte de lo que muchos anticipan en Venezuela (algunos con dócil amargura y otros con sádico regocijo) en relación con el gobierno de Nicolás Maduro (ahora más cuando se han revelado escándalos de corrupción de alto nivel), haciéndole eco a la matriz opositora que presenta al chavismo como un "modelo fracasado". Se alega que, salvo los porcentajes obtenidos en cada uno de los comicios efectuados en Venezuela desde 1998 (con la excepción del referéndum de la reforma constitucional) en el chavismo pareciera no existir en la práctica una concepción unitaria, coherente y homogénea, a pesar del discurso recurrente de sus dirigentes. Éste sería uno de sus principales puntos débiles, ya que no permite la construcción de las condiciones objetivas y subjetivas ideales requeridas para cimentar las bases de la transformación estructural del sistema burgués-liberal que aún se mantiene latente en este país. Es algo que se evidencia a través de la crítica constante de las bases al comprobar que no hay compatibilidad entre aquello que se dice y lo que se hace. O lo que ordena Maduro. Una cuestión que, en su momento, ignoró la clase gobernante adeco-copeyana, solapando la creciente corrupción que se gestaba desde las altas esferas del gobierno con la complicidad de los sectores oligárquicos de la época, con los resultados de sufrir, sucesivamente, una insurrección popular espontánea en 1989, dos insurrecciones civico-militares en 1992 y una derrota electoral catastrófica y determinante en 1998. Con algunas diferencias (la presión de Estados Unidos para quebrar, en todo sentido, la economía nacional), la situación podría tender a igualarse a ese pasado (esta vez con un nuevo núcleo de burgueses) que algunos disociados reivindican como el periodo de la verdadera felicidad y de la prosperidad del pueblo venezolano. Otro elemento que confirmaría lo antedicho es la posición detractora de algunos revolucionarios y chavistas respecto al modo como se conduce y desvirtúa el proceso revolucionario bolivariano, teniendo cierta similitud con lo ocurrido en Chile durante la presidencia violentamente interrumpida de Salvador Allende (aunque acá se exponga que la Fuerza Armada Nacional es irrestrictamente constitucional y chavista). Es como si, internamente, se gestara una implosión al modo de la extinta Unión Soviética y de los regímenes semejantes de Europa oriental; quizás inconscientemente, pero que podría reflejarse en la pérdida irremediable del poder hasta ahora ejercido. ¿Qué podría revertir este panorama?
Lo que se debe hacer (sin que pueda interpretarse como una fórmula original ni pretender asumir el papel de ingenuo o gurú de la Revolución) es forzar el protagonismo y la participación de los espacios organizativos de base para que, al margen del Estado, se adopten medidas prácticas que faciliten resolver, sin tanto palabreo y excomuniones, las deficiencias y los errores que han conducido al país hasta el presente nivel crítico. Quienes manejen el tema teórico, económico productivo y organizacional debieran presentar una propuesta viable a través de los diferentes órganos del poder popular existentes, de manera que se obtenga un respaldo sostenido desde el máximo nivel gubernamental que es el presidente Nicolás Maduro. Lo otro que se puede hacer es participar de lleno (sin pretender de candidatearse para unas próximas elecciones, como ocurre normalmente) en las diversas organizaciones de base para debatir, retomar y reimpulsar las líneas originarias y fundamentales del proyecto revolucionario bolivariano, con el aditamento de todo lo creado y alentado por Hugo Chávez durante su mandato presidencial. Para hacer realidad una revolución de corte socialista en Venezuela (lo mismo que en otras naciones) no es suficiente el discurso o la teoría. Esto lo debieran conocer y exponer los revolucionarios y los chavistas descontentos (o resentidos) con la gestión de Maduro y de quienes le acompañan en las diferentes esferas del poder constituido; gran parte de los cuales no compaginan con la práctica su «rebeldía» discursiva, asumiendo en su caso un estado de pasividad cómplice, que los aleja de las bases populares, repitiendo la actitud que tanto critican.
Finalmente, hará falta una organización de carácter político-partidista (si resulta difícil o imposible que sea alguna de las existentes en la actualidad, agrupadas o no en torno al PSUV en el Gran Polo Patriótico Simón Bolívar) capaz de aglutinar y canalizar la disidencia y el descontento de muchos ciudadanos frente a lo que consideran un fracaso y una ineptitud compartida, tanto de parte de quienes, mayoritariamente, gobiernan el país como por aquellos que se hallan en la acera de la oposición, integrando grupos y subgrupos de todo nivel. No obstante, dicha capacidad organizativa deberá estar acompañada de un proyecto de nación en el cual converjan todos los intereses y todas las reivindicaciones populares en una demostración de verdadera unidad en la diversidad que contribuya a concretar una democracia desde abajo, sin estar limitada o coaccionada por un marco legal, y sirva ésta de soporte para las distintas decisiones de Estado que puedan adoptarse, teniendo como premisas invariables la soberanía, el protagonismo y la participación del pueblo organizado. Una cuestión vital, por lo que será necesario que su elaboración responda a la idiosincrasia del pueblo, sin que por esto se niegue la inclusión y aplicación de aportes extraidos de esquemas, experiencias y teorías revolucionarias de otras épocas y latitudes, enlazados al pensamiento y la acción emancipatoria del Libertador Simón Bolívar. Para rescatar el proyecto de la Revolución Bolivariana de manos de los aliados «involuntarios» del imperialismo gringo será preciso, entonces, que el pueblo tome conciencia de su soberanía y de su papel como sujeto histórico, con centros plurales autónomos, diversificados, y proyectado en múltiples direcciones, de acuerdo a su fisonomía y a sus particulares intereses, lo que le daría un mayor soporte a la esencia y a la praxis de la democracia con raíz bolivariana.