La escoria, ese resto candente que cae al piso en la forja del hierro, es también el signo de una transmutación: el paso del metal ardiente al frío acero de una espada. De la espada de Bolívar, la principal escoria es borbónica. Por ello, el doble malentendido: el rey al mandar a callar al presidente se insulta a sí mismo recordándole que ya no es un verdadero rey, que la sangre azul de Felipe VII y de Luis XIV –soberanos de verdad y no de paja– se ha transformado con él en puro meado. Y que ahora ya no existen monarcas de sangre azul, mas sólo altezas de orine, cuyo único propósito en este mundo es llenar las ridículas páginas de las revistas del corazón.
Los reyes de ahora saben que nos son reyes de nada y su única soberanía está en el reino de los chismes y las jaranas. ¡Pobre Rey! Por el otro lado, quien fuera objeto del regaño no es un hombre cualquiera, no es ni blanco ni peninsular, no es un súbdito ni un burgués, es el presidente “zambo” del país que fue cuna de Miranda, de Piar, de Sucre y de Bolívar quienes con otros titanes americanos le dieron un patadón atlántico a las tropas de sus ancestros. El supuesto rey ha entonces socavado dos veces su legitimidad al perder la compostura: ha recordado el espurio trono donde se sienta su soberanía y, sobre todo, nos ha recordado a nosotros el hórrido origen de nuestra América.
Por esto, en esas “cumbres” se produce un contrasentido muy fuerte cada vez que un jefe de estado republicano, sea aquél revolucionario o no, se refiere a un rey como “Rey”, que este impasse diplomático también sirva para recordarlo.
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