La prédica bolivariana de la unidad de los pueblos que “antes fueron colonias españolas”, prendió en nosotros más que en nadie. No es casual que, el proyecto de Chávez, de unidad de los pueblos y la obligación de ayudar a los hermanos, haya encontrado respaldo multitudinario entre los venezolanos. Por algo, nuestros ancestros, desde los del extremo oriental de Venezuela hasta la montaña andina, incluyendo centrales y llaneros, no vacilaron en viajar al sur, hasta allá lejos, casi donde se toca el cielo, a una tierra que nunca antes habían oído nombrar, acompañando a nuestros libertadores como Bolívar y Sucre, a llevar la libertad que aquí nos habíamos dado.
Como pueblo no sabemos mentir, ni decir lo que nos convenga para sacar de ello ventajas. Chávez, es gran medida una típica, genuina expresión del alma venezolana. Es demasiado entregado, muy dado como decimos por acá y ajeno a la mentira o la expresión acomodaticia.
Por esa generosidad, entrega y limpieza, que suele confundirse con lo ingenuo, parece que somos malos, muy malos diplomáticos.
A Venezuela, desde su inicio, corresponde todo el territorio que fue de la Capitanía General. Es decir, debería ser poseedora de un espacio por lo menos del doble que ahora tiene.
Pero nuestra pésima diplomacia, pecando de ingenua, buena fe, excesiva generosidad y en veces indecorosa entrega, hizo que entre tratados, convenios, acuerdos definitivos y hasta transitorios, hayamos perdido gran parte de lo que nuestro era.
Holandeses, ingleses, portugueses y hermanos se aprovecharon de faltas de firmeza y agresividad diplomáticas nuestras y nos fueron arrancando a pedazos el territorio.
Todavía hay pendientes asuntos territoriales como el de Guyana, que la indelicadeza y bribonería británicas hicieron que llegásemos a un congelamiento perpetuo. Mientras tanto, las riquezas en esos espacios son aprovechados por el capital internacional, poco para el pueblo guyanés y nada para el nuestro.
Hasta dinosaurios y mequetrefes como Micheletti y Lobo, gobernantes de factos, presentes y pasados, de Honduras, han querido burlarse de nosotros y nuestro gobierno. De manera tan vulgar, indecorosa y hasta infantil que nada quieren con Venezuela y su gobierno, pero si los beneficios petroleros.
Uribe, ese personaje con cara de seminarista saliendo de misa de domingo, ha jugado con nuestra diplomacia como le ha venido en gana. Y no es que sea muy hábil o relancino, sino al contrario descarado, sin escrúpulos ni respeto alguno por su palabra y compromisos contraídos, pero se ha dado el lujo de tenernos en tres y dos.
Por nuestra manera de ser, tomamos el asunto de la paz en Colombia como un problema nuestro – que lo es – y Uribe nos hizo una faena, nos burló y dejó como agresores. Tenemos la impresión que hasta la Farc, pese al riesgo que corrió nuestro gobierno por la paz, nos bailó el muñeco y jugó la guayaqueta.
Después que nuestra diplomacia decidió traerse al embajador en Bogotá, por gestiones que ninguna garantía daban, emprendidas por Piedad Córdoba, fuimos sorprendidos con el regreso de aquel. A Uribe y los suyos, aquel gesto amistoso, inusualmente ingenuo y generoso, pese todo, no les supo a nada y continuaron con desplantes y planes que llevaron a establecer las bases militares.
Para decirlo como Bolívar, a una agresión o irrespeto, hemos respondido con perdón, tendida de mano, sonrisas afectuosas, mientras a quienes veíamos como hermanos se burlaban, ponían zancadillas y bombas cazabobos. Esa generosidad, deseo de hermandad, buena vecindad, los vieron como muestras de debilidad y pendejeras.
Ahora mismo, la diplomacia colombiana, la de Uribe, todavía jefe del gobierno y la de Santos, que ya se cree nuevo presidente, comienza de nuevo a tratar de embarbascarnos con discursos fingidos. Y lo hacen porque por primera vez hemos hecho algo que les hace crujir para que nos respeten. Por eso, lo de volver el intercambio comercial con Colombia a los niveles de antes, que es lo que ahora les enloquece, debe tener una compensación que materialice el respeto.
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