Nuestros países serán domesticables siempre que insistamos en la miope necedad de mirarnos al ombligo, siempre que no nos reconozcamos en nuestros hermanos, siempre que condicionemos la hermandad a una ideología.
Domesticados nos quieren porque libres seríamos imparables. Dominados y con el espíritu roto, transculturizados, vacíos. Convenientemente recelosos de nuestros hermanos. Condicionados a la desconfianza. Separados.
Así nos quiere el enemigo que no es otro que el explotador, el mismo de siempre, el que se lleva nuestra riqueza a cambio espejitos para unos pocos y miseria para casi todos.
Nosotros no podemos querer, por eso recogemos el sueño de Bolívar para hacerlo nuestro porque entendemos que más que un sueño es nuestra salvación.
Las peleas entre hermanos no benefician sino al enemigo, experto sembrador de discordias que, por cierto, cada vez que buscamos acercarnos nos golpea furioso, como esos monstruos malos de los video juegos, que mientras más cerca están de la derrota más malucos y más disparadores de rayos se ponen.
El encuentro entre la Venezuela insumisa y una Colombia que consideraba suya produjo en el monstruo una migraña terrible. Entonces escupió monstruitos disfrazados de presidentes con fecha de caducidad vencida, reportajes viciados, provocaciones que apostaban al desencuentro… Escupió y escupió en vano.
¿Ganamos? ¿Qué ganamos? -Se preguntan algunos. Nada, que evitamos, por ahora, hacerle el mandado a los gringos matándonos entre nosotros mismos, y avanzamos hacia la Unión Sudamericana. ¡Imposible con esos gobiernos de derecha! -Dicen otros llenos de ingenua convicción, mientras el monstruo sonríe satisfecho.
Y es que si la unidad está sujeta a que coincidamos en ser todos de izquierdas o de derechas podemos embojotar nuestro sueño y meterlo en bolsillo trasero de nuestro pantalón -¡Oh casualidad!- made in USA
Porque La Patria Grande se construye a partir de lo que nos une y no de lo que nos separa. Porque, más allá de quien gobierne, los pueblos siguen siendo los pueblos. Lo vimos en el Barrio La Lucha de Santa Marta. Los pueblos claman la necesidad de que nos demos las manos en vez de puñaladas que ya sabemos a quien benefician. La unidad nos fortalece y es nuestro deber privilegiarla, no hacerlo es hacerle el juego al enemigo.