En un letargo total, se nos olvidaba todo; dábamos bandazos, a tientas buscando orientarnos, llevados de la mano de seres que no reconocíamos bien, si eran familiares o extraños.
En un limbo de vagas decisiones: se oían cosas confusas que sonaban a sermones, que procuraban ordenar algo ingobernable; era un monocorde lamento que no sabíamos si callar para siempre, si insistir en rectificar viejos y torpes errores; era toda un pena tener que negar hoy, lo que ayer con tanto fervor habíamos sostenido, pues sólo había tinieblas alrededor.
El país en definitiva era un enfermo que soñaba cosas lejanas, que no reconocía los signos de nada; que iba a tientas y tembloroso, frágil, cansado.
Había dolores indefinidos, algo ensordecedor, un temblor en las piernas, bolsas oscuras en los párpados y un vaho sucio que empañaba los ojos.
Los médicos llegaban, tomaban el pulso y palpaban un poco el blando cuerpo; los brujos vaticinaban guerras subterráneas y hacían también sus cálculos y diagnósticos.
El país respiraba mal, con su frío sudor de moribundo; lívido el rostro, articulaba mal las palabras; balbuceaba apenas.
Y pensar que era el país que teníamos, que no quedaba y que no podíamos abandonar.
Cargar un muerto era la regla.
Cómo saber lo que pide un moribundo en sus delirios. Aquel temblor en los labios, aquel titiritar; no se oía bien.
Parecieran no ser males que competieran a la medicina.
Suspiraba, se agitaba en su sombra, entornaba los ojos, y un ronco y pesado gruñido era cuanto salía de su garganta.
A falta de esperanzas terrestres, las divinas soledades llenaban la sala: el Cristo sangrante, santos piadosos con mirada al cielo y vírgenes bellas y sudorosas con miradas también de muertas…, plegarias y promesas.
Alrededor estábamos sin salida, con el horrible olor a fármacos; la mesa llena de calmantes, ungüentos, infusiones, lavativas y hierbas como “prontoalivio”, “mejorana” y “curalotodo”.
El médico volvía a palpar sin ánimo el vientre, y dcía: “-Comía bien. Tuvo buena constitución visceral, pero ha mantenido en los últimos años una indigestión permanente”.
Otra vez sin ánimo acercaba el estetoscopio al corazón: “- No le llega sangre con fuerza; sus arterias están fatigadas. No hay fuerza ya en los latidos. Padece una acentuada obstrucción convervadurista. Por Dios, ya es una momia: este país es una momia, descalcificado, sin salivación, los ojos secos...”
Ahora el médico parecía haber perdido la razón: “Flácidos sus brazos, ¿con qué fuerza podría sostenerse, llegar siquiera a dos pasos de su lecho? En su mente no queda ya sino nieblas, podría apenas levantar el brazo y hacer algunas indicaciones, pero es inútil...”
-Y tan joven - balbuceamos todos, sus hijos queridos, sumidos en un profundo dolorosa pena - ¡Tan joven y con un porvenir maravilloso por delante!; con tantos recursos a su disposición, cómo pudo, doctor, suceder esto!
El médico se lavó las manos. Tantos médicos que habían pasado por aquel lecho, y que todos nosotros cuando terminaban su perorata pasaban al baño a lavarse las manos.
El último médico que estuvo allí hizo su maletín, en medio de un denso silencio de remordimiento e infinitas plegarias; en una última y penosa imploración:
- ¡¿Entonces, doctor: nada de nada?! ¡Qué desamparo, Señor!
- Donen su cuerpo a la Ciencia; es un bello ejemplar para el estudio de lo que deben hacer las naciones. Lástima de que ya a ustedes no le servirá de nada.
Fue la última sentencia.
Así estaba Venezuela en 1998.
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