Me vi en un sueño llamando a alguien “Gorilín”, y al despertarme me eché a pensar en un trecho dorado de mi vida, cuando era muy pobre pero muy feliz.
Yo había sido expulsado del liceo Gustavo Herrera (en su nueva edificación) porque unos ñángaras incendiaron el estacionamiento Pancho Crocker, y acabé no sé por qué metido en todo ese lío. Fue la primera vez que mi nombre apareció en las páginas de sucesos, y sentí algo de orgullo. No estaba mal estar apareciendo en los medios aunque fuese por motivos nada edificantes. Mis otros amigos malandros sentían un gran placer el verse retratados como buscados por la policía política de la Digepol, por robar bancos, almacenes y casas particulares.
Por cierto, llegué a estudiar en 1960, en aquel Gustavo Herrera cuando todavía tenía su sede en la Avenida Francisco de Miranda, y estaba de moda (y tronaba por todas partes) “La vaca lechera” de la Billo’s Caracas Boys.
En este liceo, me enamoré (solo) de una de las mujeres (muchachas) más hermosas que he conocido: Miriam Troconis. Ella fue la reina del liceo, y luego me he enterado que está convertida en toda una furibunda escuálida, y que fue de las que se plantó por mucho tiempo en la Plaza Altamira hasta que el dictador Chávez cayera.
(Aún la sigo amando).
Pues bien, quedé a la vez echado de todos los liceos públicos, y decidí buscar trabajo en lo que fuera, y al mismo tiempo le escribí una larga carta a un tío mío (Francisco) para que me ayudara a pagar la inscripción en algún instituto privado. Mi tío me respondió: “Búsquese primero el instituto porque no creo que nadie lo reciba, y después hablamos”.
Yo era entonces lo que se dice un perfecto malandro incorregible. Así decía una de las notas que le fue entregada a mi familia por parte del director del Gustavo Herrera.
Me eché a la calle y pasaba sin hacer nada largas horas platicando en el Parque Los Caobos (por esa época yo vivía en La Bombilla). En ese parque me eché a perder lo que me faltaba: con maromeros, chicheros, pintores, músicos, comunistas, rateros y toda una gama de simpáticos pícaros.
Qué hermoso era la vida en aquel parque: la soledad, la bella vegetación, la multitud de estudiantes que se congregaban con sus sillitas de extensión para aprenderse las lecciones.
Pero se me metió en la cabeza que en lugar de seguir en esas andanzas con desarrapados y comunistas, debía dedicarme a sacar una carrera. Me eché a deambular por media Caracas preguntando por un colegio en el que las mensualidades no resultaran tan caras.
Un día, hablando dulces pendejadas bajos los frondosos árboles de la Plaza La Candelaria, uno de los “forajidos” de las FALN (así los llamaba Rómulo Betancourt), me dijo que estudiara en el Liceo Alcázar regentado por un comunista, y que allí se encontraban todos los malandros expulsados de los liceos públicos y que de seguro conseguiría cupo.
Fue un gran descubrimiento.
Algo que me asombra y que lo pude constatar hace poco, es que esté viejo liceo privado todavía exista. Después de cincuenta años sin cruzar su zaguán, en el 2010 me metí en esa vieja casona y me confundí entre la muchachada que en ese momento tenía recreo.
Así fue, pues, me inscribí y en aquel zaperoco de colegio, la mensualidad costaba 80 bolívares, pero en realidad casi nadie los pagaba.
Las lloronas que se le formaban al director comunista eran de padre y señor nuestro.
Luego me di cuenta que los que daban clases no eran profesores sino otros estudiantes que también habían sido expulsados de algún liceo público.
Me gustaba el lugar porque nunca se estudiaba y se pasaban las materias sin estudiar, y vivía uno hablando con grandes gritos en las aulas porque para completar, los fulanos “profesores” casi nunca se aparecían. Uno de los “profesores” era mi paisano Humberto Martínez, gran sabaneador de burras por los esteros chaguarameros, y quien había sido expulsado de la Escuela Técnica Industrial. Por cierto, de la ETI eran los estudiantes más valerosos por su capacidad de lucha y resistencia contra los cuerpos represivos y allí fueron asesinados cientos de estudiantes. Finalmente la ETI fue cerrada para siempre y sus espacios se utilizaron para instalar entre otras cosas el Departamento de Matemática de la UCV.
Como necesitaba trabajar, mi hermano Argenis me consiguió una colocación como office boy en el bufete de unos abogados ñángaras que trabajaban en el edificio El Universal, cerca de la Plaza Bolívar. Siempre me encontraba por los pasillos de este edificio al abogado (que nunca se graduó) Ángel Burelli Rivas. Ganaba yo, llevando y trayendo documentos, 90 bolívares mensuales, que apenas me alcanzaba para pagar lo del Alcázar, y los pasajes hasta el centro.
En ese bufete, conocí al pintor Ramiro Najul, quien compartió habitación en México con el Che Guevara. Un excelente conversador. Un día no sé por qué motivo se produjo un derrame de ácido muriático en unos de los baños del bufete y me echaron enteramente la culpa por el desastre, y acabé despedido. De aquella época recuerdo con mucho agrado una muchacha que era oficinista en el bufete de al lado, linda y con espectacular figura, quien aburrida en ocasiones me invitaba a conversar. Otra vez, me enamoré (solo). Pero a mí estos noviazgos (en los que para nada era correspondido) me animaban para luchar y seguir adelante.
Otra vez, sin recibir una locha de nadie, me llamó Ramiro Najul y me dijo que por qué no me dedicaba a vender sus cuadros para que me ganara un porcentaje de la venta. Cada una de aquellas piezas extraordinarias costaba más de cinco mil bolos, y los únicos que las podían comprar eran los bancos. Entonces me puse a recorrer bancos con aquellas descomunales obras, de 2x3, 3x5 metros cuadrados, que no podía llevar sino a pie porque no cabían en las circunvalaciones aquellas (azules) que cobraban medio y que le daban la vuelta a toda la Caracas de entonces.
Nunca pude vender un solo cuadro de Ramiro, que eran grandes obras que a lo mejor hoy valen un dineral.
Cuántas cosas todavía por contar…
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