¿Quién quiere ser Terrorista?

Eran las doce del día. La siniestra policía política DIGEPOL allanó el apartamento 21-E en el segundo piso del edificio “Parque Florida”, en Chapellín, me bajó esposado hasta una radio patrulla que me condujo al siniestro edificio “Las Brisas” de Los Chaguaramos. La sede de la DIGEPOL estaba congestionada por centenares de detenidos y policías que ocupaban todos los espacios. No me torturaron pero recibí, como todos, insultos, bofetadas, y patadas. Me ficharon, me interrogaron a puñetazos, rápidamente, sobre cosas que ni ellos ni yo sabíamos y me metieron en un calabozo de 4 x 4 que compartí con 12 venezolanos y un trinitario.

Una semana después, al mediodía, “Eduardo Rothe, con sus corotos ¡libertad!”. Casi no tuve tiempo de despedirme de los compañeros de celda: me subieron a una oficina donde encontré la primera cara amable en mucho tiempo, la del diputado de oposición José Jesús “El Negro” Álvarez que venía a sacarme a cuenta de mi minoría de edad, de su amistad con mi madre y con los altos “digepoles” con quienes había compartido la resistencia contra Pérez Jiménez. El Negro, Argelia Laya y Vidalina d e Bártoli hicieron mucho bien desde la Comisión de Presos Políticos de la cámara de diputados.

--No hay problema, yo te entrego al muchacho -decía el funcionario cuando entré- pero ahorita están todos almorzando y no tengo con quien mandar sus fichas para que hagan la boleta de excarcelación.

--¡Donde está esa oficina? Mándala con él –me señaló distraídamente- y así podemos hablar de algo que tengo que decirte…

El Inspector puso cara de duda, Álvarez puso cara de “sácalo para que podamos hablar” y yo puse cara de pendejo.

El funcionario me sacó al corredor, me puso en la mano tres tarjetas de diferente color y me dijo: “Es la última oficina a la derecha. Vete derechito y ni se te ocurra leer las fichas porque de aquí no sales más nunca…”

Comencé a caminar lo más lento que podía, fingiendo ir rápido, y al sentirme sólo en el corredor comencé buscar la manera de leerlas. Cuando mi mano derecha llegaba a la altura de la cintura, la miraba de reojo manteniendo la cabeza erguida. Ahí estaba mi nombre completo y al lado, en mayúscula: “JEFE DE BANDA TERRORISTA”… no pude leer más: un policía salió de la nada, me arrebató las fichas, me pegó a la pared y gritó como si fuera un incendio: “¡Aquí hay un detenido leyendo su ficha!…¡Aquí hay un detenido leyendo su ficha!”. Aparecieron policías de toda las jerarquía pero, para mi alivio, estaban más interesados en reprocharse entre ellos que en mi persona. El Negro Álvarez, buen abogado, hizo de juez de paz instantáneo y los llamó al hecho: me clavó los ojos: “Tú das tu palabra de que no leíste nada?” –Sí, palabra, no leí nada…” El Negro sentenció: “Listo, todos tenían razón, pero no había motivo…”

Una vez en el automóvil del diputado, después de unas cuadras en silencio, le confesé que había leído algo de la ficha y me disculpé por haberle mentido. “Mano, me dijo, para Pérez Jiménez yo era “terrorista”…uno no es terrorista por lo que hace sino por lo que te quieren hacer. Y por lo otro, lo que importa no es haber dado la palabra sino a quién se la dimos…”

Yo tenía 16 años.

DIEZ AÑOS DESPUÉS

“(…) En medio de un mar de conspiraciones, las que llegaron a causar la muerte del general René Schneider jefe del ejército chileno, asumió Salvador Allende la presidencia de Chile el 4 de Noviembre de 1970. Los norteamericanos se habían propuesto su derrocamiento como tarea de Estado. Una de las posibilidades para agredir a Chile era utilizar a Argentina, entonces con dictadura militar. (...)

El 15 de agosto de 1972 los 114 prisioneros políticos de la base naval Almirante Zarsita en la Patagonia argentina, casi todos ellos guerrilleros, se tomaron el penal. Por descoordinaciones sólo algunos alcanzaron a llegar a Trelew donde se hicieron de un avión de pasajeros y enfilaron rumbo a Puerto Montt en territorio chileno.

Entre los fugados venían: Roberto Santucho, jefe máximo del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Fernando Vaca Narvaja y Roberto Quieto de la Conducción Nacional de Montoneros; Marcos Osatinsky de las FAR, Víctor Fernández Palmeiro una leyenda de la guerrilla argentina, Enrique Gorriarán Merlo y otros de la misma significación política.

De Puerto Montt llegaron a Santiago, la realidad jurídica era que habían entrado ilegalmente al país, venían armados y con un avión secuestrado. Esa era la legalidad formal, lo real era su condición de luchadores por la libertad de su patria.

Depusieron las armas y pasaron a la calidad de retenidos en el cuartel central de la Policía Civil chilena, una suerte de huéspedes forzados. La petición de extradición se anunció de inmediato por el gobierno argentino, al que una revolución con tantos enemigos y que luchaba en solitario como la (chilena) no podía desatender sin más. Argentina nos había dado hasta un préstamo para comprar trigo.

La derecha chilena tocó de inmediato las campanas del escándalo: “Chile el santuario de los extremistas latinoamericanos”, “se perjudica la relación con Argentina “, “se viola el estado de derecho”. (...)

El presidente Allende se reunió con los abogados de los jóvenes argentinos en el Palacio de La Moneda y pidió a su ministro de Relaciones exteriores su opinión. La relación del ministro fue desoladora: todo el derecho en contra, el nacional y el internacional.

(...) Cada nuevo consultado acumulaba argumentos legales y políticos en pro de la extradición. Los abogados de los fugados veían venir lo peor. Sorpresivamente el presidente de la República de Chile, el jefe de la Revolución chilena, se puso de pié y dando un golpe de puño sobre la mesa dijo con voz clara y determinación. “Así serán las cosas, pero este es un gobierno socialista ¡mierda!, y no entregamos a ningún compañero” (...).

(Adaptación parcial de “Julián Conrado y las pesadillas del verdugo” por ABP Caracas – Aporrea 06/06/11).

rothegalo@hotmail.com



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Eduardo Rothe


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