La ley de la inercia es algo que nos destroza en todas nuestras funciones de la vida; eso de que el hombre es un animal de costumbre, en política se convierte en terrible camisa de fuerza que condiciona nuestros sentimientos, nuestra alma.
Para un funcionario público, la ley de la inercia lo impulsa a seguir el patrón de trabajo y de comportamiento que aquí impuso la IV república: La horrible burocracia que nos tritura desde hace siglos, que se traga todas las pasiones y buenas intenciones de los más recalcitrantes revolucionarios. Pelotones de jóvenes revolucionarios han sido devorados por la indolente maquinaria de esta burocracia y de hábitos pequeños burgueses que impera en las oficinas del Estado.
Cuando un político alcanza una elevada posición pública, tiende a desatarse en él una tendencia a distanciarse de los de abajo, a la vez que tomar contacto con toda una trituradora estructura del sistema levantada por la IV república. Entonces sus amigos de lucha son otros, sus objetivos otros, sus propósitos en la vida, otros. Esa estructura arriba, lamentablemente se conserva casi intacta.
Al único que realmente vemos luchar a brazo partido, con ahínco y denodada persistencia, contra ese monstruo aniquilador de tantas voluntades nobles y de tantos valores dentro de nuestra revolución, es al Comandante Chávez.
Por eso es esencial que los altos dirigentes del PSUV no pasen a formar parte del gobierno, y que a la vez sean los más estrictos defensores, observadores y orientadores del proceso.
Cuando un revolucionario pasa a ocupar un cargo en la administración pública se consigue con millones de ataduras que persiguen castrarlo, inutilizarlo como ser pensante y cegarlo para que sea imposibilitado a ejercer una función valiente y decidida a favor de la lucha popular. Incluso hay quienes se dejan vencer por los valores del status y entonces comienzan a recular y a convertirse en tipos versátiles, en reaccionarios. Cuando dejan los cargos terminan estragados y confundidos, anulados y hasta se olvidan de los sentimientos que una vez les impulsó a luchar por la causa de los más pobres.
Todo revolucionario en un cargo público, en este sistema heredado del Puntofijismo, tiene que enfrentar dos corrientes terribles, devastadoras y moralmente desintegradoras: trabajar bajo los patrones impuestos durante siglos por la oligarquía, a la vez que soportar la sorda lucha interna que por intereses personales. Por lo general se sucumbe bajo los efectos del segundo frente antes que por primero.
Cuando Bolívar tomó el poder en Bogotá, el segundo frente antes descrito fue el que hizo estragos morales en su persona; cada uno de los grandes jefes, bajo el modelo godo, comenzó su labor de zapa: Santander en Bogotá, Páez en Caracas. A la vuelta de pocos años, gobernaba de manera intacta todo el sistema que entre nosotros había impuesto la perversión colonialista. A fin de cuentas, como dirá el Libertador, no fueron los godos los que acabaron con la patria, sino los valores del pasado incrustados en el alma de muchos de los que hicieron la revolución de Independencia, de los cuales nunca pudieron despojarse.
Terrible lucha, carajo.
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