Las expectativas
de los ciudadanos puestas en quien conquista el poder, inmediatamente
después de la investidura el mandatario empieza a malograrlas. Bastan
y sobran esos cien días de cortesía concedidos para que el electo
dé testimonio de algunas de sus capacidades y su disposición. Pero
no bastan para demostrar su verdadera valía, y menos su coherencia
entre lo prometido y la acción política a desarrollar. Para eso hay
que esperar a que concluya el mandato. Y entonces comprobamos que no
hay gobernante que no llegó más o menos triunfal al poder, y no lo
abandone derrotado o con una valoración muy por debajo de la que antes
de conquistarlo se le atribuyó. Lo mejor, pero también lo más triste
que le pueden dedicar sus juzgadores es, la indiferencia. Sólo los
interinos suelen librarse de la merecida maldición...
Sin embargo y en
la mayoría de los casos el saliente, en lugar de "vivir oculto";
como el filósofo Epicuro aconsejaba a sus discípulos (y por extensión
al prudente); en lugar de retirarse a un monasterio o permanecer en
casa para expiar las muchas culpas acumuladas por acción o por omisión
mientras detentó el poder, el gobernante actual tiene la osadía miserable
de seguir de algún modo gobernando en la sombra. Poco le importa, tal
es su grado de egotismo y de soberbia, esa otra ley que dice que el
gobernante ya despojado del poder sólo ha de esperar que le echen en
cara exclusivamente sus fracasos y su complicidad con los poderes de
hecho. Sus pírricos aciertos, sólo a él y a sus turiferarios importa.
De esa manera, y empeñado en seguir haciendo política entre bastidores,
de político ambicioso que fue pasa a ser un insufrible pretencioso.
Tenerse a sí mismo por indispensable a nadie honra. Sin embargo, se
siente inmune a la idea generalizada de que tanto de entre las filas
de la formación política a que pertenece, como por las filas contrarias,
como por la ciudadanía más neutral le ven como un intruso, un ansioso
entrometido.
En España tenemos
los casos flagrantes de dos de los anteriores dirigentes; dos ejemplos
vivos de inoportunidad y de enredo, y también ejemplo de cómo se puede
perder aún más dignidad después de haberla perdido en activo por
lo dicho. Con lo expuesto es corolario que cualquier gobernante, si
no se retira absolutamente de la política una vez experimentada, es
despreciable. Pues la única manera de rehabilitarse a los ojos del
mundo y de sí mismo, la única manera de redimirse de tanto daño cierto
causado es, retirándose. Este es el único modo de impedir que, de
por vida y si conserva una brizna de conciencia, le acompañe la pesadumbre
de haber contraído la obligación de indemnizar moral o materialmente
a millones de personas, y no poder hacerlo…
Y es que en tiempos
en que no sólo persiste la abominable desigualdad social que hubo siempre,
sino que la brecha entre ricos y pobres se abre más y más, es casi
imposible que no se cierna sobre el dirigente la culpa de que no es
posible gobernar sin causar grandes perjuicios para muchos o que, debiendo
haberlos evitado o aminorado, nada hizo y nada pudo hacer. Por último,
a ello se une otra sospecha: la del nepotismo, es decir, su enriquecimiento
injusto y el de sus amigos, sea mientras gobernó sea después de gobernar.
El único gobernante
que puede expiar haberlo sido o aspirar a ser perdonado por sus muchos
yerros, es aquel que desaparece por completo y para siempre de la escena
pública. ¿Hay algún político en el mundo armado de tal valor?
richart.jaime@gmail.com