De
niños aprendimos a dibujar africanos elefantes y jirafas mucho antes de
asombrarnos con la existencia del exótico chigüire, roedor gigante que
vivía en los desconocidos, y nunca tan cercanos como mayami, llanos
venezolanos.
Leímos
cuentos de hadas y llenos de esa nostálgica manía pretender revivir
nuestra niñez a través de la de nuestros hijos, mantuvimos vivos, por
los siglos de los siglos, a princesas, brujas y dragones que se tragaron
a Tío Tigre, Tío Conejo y todos nuestros cuentos. Dragones que fueron
devorados a su vez por un ratoncito con voz de pendejo que, haciéndose
el ídem, se instaló en nuestras vidas como parte indispensable de una
infancia feliz.
El ratón coloreó con sus modos nuestras vidas y nos metió su comida por los ojos, y sus bailes, y su carro, y su parque y suamerican dream, sus sueños de utilería...
Convencidos
de que lo ideal queda cruzado mares, de que todo está inventado y viene
de allá, vivimos en un espejismo que hace a lo remoto imposiblemente
propio y lo propio invisible.
Intentamos
en vano retorcer nuestra realidad, tratando de encajar, frustrados por
nuestra incapacidad de hacerlo… Derrotados. Resignados ante nuestra
falsa ineptitud, buscamos avales, la aprobación externa, la palmadita en
la espalda… colonizados...
Saltando
de la sartén del ratón americano, caemos tantas veces en otras sartenes
no menos coloniales, donde no dejamos de ser inadecuados, raros y
siempre incapaces. Sartenes eurocéntricas que miran al mundo desde lo
alto su historia -la única historia, porque todo lo demás es cuento-. Y
seguimos viviendo en un espejismo que hace lo remoto imposiblemente
propio y lo propio invisible…
Así
celebramos octubres rojos, ignorando otro octubre, con su 17, tan
cercano, tan glorioso, tan nuestro que regresó en abril y regresará en
mayo, enero, diciembre y cada vez que nuestros pueblos lo invoquen.
Repetimos citas traducidas de pensadores que, en el mejor de los casos,
jamás pensaron en nosotros, y en el peor, cuando nos pensaron, lo
hicieron desde su arrogancia ombliguista y, por supuesto, sin entender
ni papa. Ignoramos a los nuestros permitiendo, otra vez, que el dragón
se devore -digamos- a Jauretche, como lo hizo con Tío Conejo.
Vemos
grandeza en todas partes menos en nuestra propia grandeza. Vemos
revoluciones en todas partes menos en nuestras propias revoluciones
populares. Invalidamos nuestras maneras porque éstas no han sido
escritas. Soportamos sumisos la científica descalificación de nuestros
modos. Avergonzados, aceptamos como malos conceptos que han sido
gastados por otros usos en otras circunstancias y otros lugares, pero
que aquí a nosotros nos nos vienen como anillo al dedo.
Hablemos de independencia, pues, y empecemos a vernos desde nosotros mismos.
tongorocho@gmail.com